En 1988, cuando Neil Gaiman y Terry Pratchett empezaron a escribir a cuatro manos la novela Buenos presagios, todavía no eran ni de cerca dos de los más famosos autores de género fantástico del mundo. De hecho, Gaiman aún no había publicado ni un episodio de The Sandman, el cómic de DC/ Vertigo que lo convertiría en súperestrella y punta de lanza de la invasión británica en la historieta norteamericana. Terry Pratchett ya publicaba su saga de fantasy humorística Mundodisco (Discworld), pero fue ese año, el del encuentro con Gaiman, cuando dejó su trabajo como jefe de prensa de la empresa de electricidad South Western Electricity y decidió dedicarse únicamente a escribir. Le fue bien: el cuarto libro de la saga Mundodisco, Mort, fue un éxito. Los escritores se habían conocido en una entrevista: Gaiman era periodista freelance especializado en género, y Pratchett era un autor que necesitaba publicidad. En la nota se divirtieron, descubrieron gustos en común, imaginaron una amistad. Pero cuando poco después del encuentro Gaiman llamó a Pratchett porque había empezado una historia y le pedía consejo para terminarla, porque no sabía cómo, ninguno de los dos intuyó que esa comunicación terminaría en una novela y en un éxito: Buenos presagios no sólo le dio el envión definitivo a sus carreras sino que vendió millones de ejemplares y es un clásico de la comedia fantástica. Injustamente muchos la llaman novela “de culto”: no lo es. Es un éxito. Sucede que es una novela de y para nerds especializados en lo oculto, lo religioso, lo medieval, lo fantástico, lo angélico y satánico. Esa gente es mucha aunque paradójicamente no tenga una visibilidad estridente. Entonces era aún menos visible: Buenos presagios se publicó en 1990, antes de The Avengers (2012) y la explosión de los superhéroes, antes de Harry Pottter (1997), antes de Crepúsculo (2005), antes de Los juegos del hambre (2008); fue la absoluta previa a la definitiva instalación del género en la cultura masiva.
Buenos presagios es una novela sobre la llegada del Anticristo y el fin del mundo, y sobre la amistad entre un demonio y un ángel, Crowley, que alguna vez fue la serpiente tentadora, y hoy escucha a Queen en su Bentley, y Azirafel, que es librero en Londres y fue el guardián de la Puerta Este del Edén. Ambos, ángel y demonio, son representantes del Infierno y el Cielo en la Tierra y como tales tienen que hacerse cargo del Juicio Final. Pero la noticia de la Gran Lucha les cae mal: no sólo son amigos a pesar de sus diferencias esenciales, sino que a ambos les gusta la humanidad --a su manera-- y los siglos transcurridos en este plano, a pesar de los problemas, les resultaron muy gratos (“La gente le caía bien. Lo cual era un defecto considerable para un demonio”). Ninguno de los dos quieren que el Apocalipsis ocurra. Sin embargo, se disponen a cumplir con su deber, a regañadientes.
Aquí entra en la trama el niño rey demonio, que es una referencia a La profecía, la película de 1976 de Richard Donner, con Gregory Peck y Lee Remick. Es una de las primeras cuestiones que se pierde en la traducción, por otro lado algo muy corriente en libros humorísticos que, por supuesto, disfrutan de los juegos de palabras. Buenos presagios, en inglés, es Good Omens y La profecía se traduce como The Omen; es decir que la novela refiere desde el título al clásico filme satánico setentoso. De todos modos, para quienes la vieron y la recuerdan, la referencia es obvia. En la película, el embajador de los Estados Unidos Robert Thorn (Gregory Peck) es el elegido para criar al hijo de Satanás. Todo el mundo sabe que será el próximo presidente de su país y el Infierno quiere que su vástago se crie ahí, en el centro del poder mundial. Thorn y su mujer Katherine (Lee Remick) están en Roma y el hijo, muy deseado, muere al nacer. Robert no quiere decírselo a su esposa y en el hospital, siguiendo los consejos de curas y monjas muy sospechosos, “adopta” a otro bebé nacido la misma noche, a quien bautiza Damien. Casi lo mismo pasa en Buenos presagios, sólo que las monjas en el hospital británico donde nace el Anticristo se hacen un lío terrible y aunque ningún bebé muere ni es asesinado terminan repartiendo mal y el hijo de Satanás es entregado a una familia de clase media que vive en Tadfield, Oxfordshire, y el diplomático acaba con un chico perfectamente humano, a quien llama Warlock y que es vigilado en búsqueda de “signos” de poder que nunca aparecen.
La novela avanza hacia los Últimos días, entonces, con la confusión del niño cambiado y el agregado de un frondoso elenco de personajes: los cuatro jinetes-motoqueros del Apocalipsis; el libro de profecías de la bruja medieval Agnes La Chalada (Agnus Nutter en el original), que acertó en todo pero su texto fue malinterpretado y pasó desapercibido; su descendiente la bruja Anatema, la medium Madame Tracey, los cazadores de brujas Newton y Shadwell además de, claro, el hijo de Satanás, Adán, un chico que se pasa el día con su grupo de amigos en la campiña inglesa, andando en bicicleta como indica el manual de preadolescentes de los ‘80 e imaginando cosas que lee en revistas sensacionalistas.
Está claro cuánto se divirtieron Pratchett y Gaiman con este libro lleno de referencias y dedicado a G.K. Chesterton, héroe de ambos. Ellos cuentan que escribían enviándose diskettes y hablando por teléfono: uno trabajaba de noche, el otro de día, y compartían los avances en lecturas a los gritos y pasándose manuscritos cubiertos de tachaduras y pies de página. Hay muchísimos chistes, algunos muy buenos, otros muy tontos (quizá por eso buenos también) que se pierden en la traducción, no solo del inglés al español, sino porque a veces son burlas al estilo de vida británico que alguien de otro país sencillamente no capta. Otras referencias graciosas le pasarán desapercibidas a quien no tenga un gusto especial por el fantástico más cercano al ocultismo o la literatura de terror: uno de los demonios, por ejemplo, se llama Hastur, nombre que primero usó Ambrose Bierce, luego tomó Robert W. Chambers para El rey de amarillo y finalmente popularizó Lovecraft en el cuento “El que susurra en la oscuridad”: es una entidad del universo ficcional de los mitos de Cthulhu, no el nombre de un duque del Infierno.
De todos modos, la novela es accesible y disfrutable, y la reedición es un gusto: motivada por el estreno el año pasado de la serie de Amazon y la BBC –que tuvo críticas desparejas-- es la gran posibilidad de revisitar a dos celebridades cuando aún tenían trabajos convencionales y la estaban peleando en trabajos de gente normal. Hoy Gaiman está en un momento complejo de su vida, con problemas personales muy públicos: su último libro, Norse Mythology (2017), es una reescritura de mitos notable, pero se extraña su ficción; en los últimos años parece absorbido por los guiones, tanto de Buenos presagios como de la adaptación de su novela American Gods. Terry Pratchett murió a los 66 años en 2015, enfermo de Alzheimer, después de haber recibido todos los premios posibles en el género y sus alrededores, además del título de Caballero del Reino Unido. Es refrescante leerlos antes de los fans y las series millonarias, cuando eran dos locos que buscaban libros viejos por Londres y, como se lee en el apéndice documental de la novela, todo se trataba de “dos tipos con una idea que se contaban una historia”.