Hay algo nefasto en el hecho de que una película de terror casi vacía de todo mérito, lugar que esta vez le toca a Nunca digas su nombre, ocupe cada jueves un casillero en la renovación de la cartelera. En primer lugar porque no parece tratarse de una acción basada en un criterio curatorial, sino más bien de un simple mecanismo comercial que se aprovecha de un público poco exigente. Claro que el cine es un negocio y cada quien lo lleva como quiere. Aún así es imposible no notar que esta omnipresencia semanal es funcional a un sistema de reparto que le obtura la posibilidad de acceder a ese espacio vital, depredado por los “tanques” de Hollywood, a otro tipo de producciones (incluyendo el cine argentino y el europeo), que sin duda le aportarían mucho más a la riqueza del menú de estrenos.
En paralelo y atendiendo al hecho artístico, productos como Nunca digas su nombre hacen que un género con la potencia del terror se vuelva inocuo, estéril, negando su doble capacidad subversiva de convertir al miedo en un entretenimiento válido y de ser el medio para contar algo más del mundo que la mera sucesión burocrática de saltos en la butaca. Aún así esta película dirigida por Stacy Title no es de lo peor que ha llegado a las pantallas locales y al menos logra generar ocasionales climas de angustia, algo que jamás consiguen muchas de las que suelen estrenarse. El resto es fórmula: una pareja de universitarios y un amigo alquilan una vieja casa para vivir juntos y abaratar costos. La casa tiene un sótano lleno de porquerías, entre las que hay una mesa de luz que oculta el nombre de una aparición que es invocada con sólo pronunciar o pensar su nombre.
Esta idea –la imposibilidad de escapar de cierto carácter independiente del propio pensamiento, que a veces parece ajeno incluso a la propia voluntad–, carece sin embargo de dos elementos vitales para alcanzar su potencial. Por un lado, de un guión que vaya más allá de las convenciones del combo que reúne universitarios, casas ominosas, viejas maldiciones y sótanos. Por el otro, de una criatura que concrete la amenaza de asustar. El trabajo de creación de este personaje inefable, el Bye Bye Man, es paupérrimo, tanto por el lado del maquillaje como por el de la creación digital. El hecho se vuelve una buena oportunidad para destacar cuánto ha crecido el cine de género en el país, capaz de generar con menos recursos económicos productos mucho más valiosos que este. Un ejemplo: ¡Malditos sean! (2012), de Fabián Forte y Demián Rugna, filmada con un presupuesto menor al de una publicidad, a falta de un monstruo digno tenía dos, fruto del ingenio y la pericia de los especialistas locales en maquillaje y efectos especiales. Y además mantenía vivo el espíritu lúdico del género, algo de lo que en esta otra no hay ni noticias. Por el contrario y parafraseando a Borges, Nunca digas su nombre es una de esas de terror a las que se va olvidando a medida que se las ve.