Al principio la intención del escritor Gonzalo Santos era hacer una biografía coral de la familia Breccia para revertir aquella tipología de Ezra Pound que afirma que suele haber un maestro, con suerte un inventor, y el resto no logra trascender la categoría de epígono. A modo introductorio, en su libro Mi padre y yo, conversaciones con Enrique Breccia, Gonzalo Santos cita varios nombres ilustres de distintas artes que parecieran conformar una regla de oro; el caso de la dinastía fundada por los Bach, por ejemplo, siempre a la sombra del gran Johann Sebastian o la familia Echave, en el arte pictórico, de Giovanni Bellini, Hans Holbein y Brueghel y Dieic Bouts, entre otros. Pero el caso de la familia Breccia pareciera ser distinto por varios motivos, en principio porque no hay dos o tres dibujantes, “hay, al menos, una docena y media de Breccias que con distinta suerte se dedicaron al dibujo, ya sea en forma profesional o amateur. O sea: no se trata sólo de Alberto y sus tres hijos. También hay nietos primos o sobrinos. De hecho, podría decirse que casi no hay Breccia que no sepa dibujar”. Pero lo más importante de todo esto radica en la siguiente afirmación que cobrará su verdadera dimensión más adelante: “Un Breccia nunca le enseña a otro Breccía”. En noviembre de 2017, Gonzalo Santos viajó a Italia para entrevistar durante seis días a Enrique Breccia en su casa de Spoleto. “Ahí el proyecto cambió, ya que enseguida me di cuenta de que estaba frente a una suerte de artista maldito, uno de esos tipos de vida turbulenta, opiniones incorrectas, sobre cuyas vidas por suerte siempre hay alguien que termina escribiendo, y cuyas obras a veces no son valoradas en su justa dimensión por sus contemporáneos” afirma el escritor. “En Argentina eso pasa por ejemplo con el turquito Asís, que fue muy leído en los setenta pero luego marginado por completo del mundillo literario, no tanto por cuestiones estéticas, porque tiene una obra hermosa, sino políticas. Hago el paralelismo porque a Enrique, creo que por lo mismo, en el país se lo valora muy poco, y en ese sentido pienso el libro como una invitación a acercarse a su obra. Pero en su testimonio lo que también me resultó fascinante es la relación que tuvo con Alberto, su padre. Como sabés, en la historia del arte no hay muchos casos de dos genios que hayan nacido en la misma familia y por eso decidí que uno de los ejes del libro debía ser ese: dar cuenta de las tensiones que se dan, o pueden darse, entre un padre y un hijo, cuando se da un caso tan singular como éste”.
Esas tensiones son las que terminan superando el proyecto inicial del libro. Ya no se trata de sorprenderse frente a una especie de continuidad genética del talento, si es que eso existe. Alcanza con asomarse apenas a la extraordinaria obra de Enrique Breccia como a la de su padre para entender aquello a lo que se refería Kierkegaard cuando afirmaba que la originalidad nace de la angustia. Y no es posible heredarla ni mucho menos se puede enseñar.Ahora bien, ¿en qué medida puede llegar a resultar revelador que el propio Enrique Breccia cuente que trabajó no sólo en los bocetos sino también en los originales de Mort Cinder o del Eternauta? Y solo por nombrar algunas de sus participaciones que tanta polémica ha generado a lo largo de los años.
“Trato de no participar”, aclara Gonzalo Santos. “Enrique en el libro cuenta su historia y no veo por qué habrían de impedírselo. Por supuesto, entiendo que otros miembros de la familia tienen diferentes visiones de Alberto, y está muy bien. Cada cual tiene la suya. Lo que no me parece es que vengan a decirle a Enrique cómo tenía que haber vivido, por ejemplo, el hecho de que su viejo le encargara trabajos y luego no lo dejara firmarlos. Para una parte de la familia, cuyas opiniones quise por cierto incluir y ellos no quisieron, Alberto en realidad lo estaba ayudando a desarrollarse como dibujante. Desde afuera veían eso. Para Enrique, en cambio, su padre nunca tuvo ningún tipo de actitudes pedagógicas con él, y ni siquiera lo incentivó para que dibujara. Esa fue su vivencia. Digamos que cada uno tiene su relato. Yo en parte los entiendo; lo que hice fue nada más que un laburo periodístico", señala Santos. "Entrevisté a más de cincuenta personas durante varios años antes de hacer este libro. La idea era, entre otras cosas, corroborar y chequear que lo que me estaba diciendo Enrique tenía un sustento, o sea, que los hechos a los que se refería existieron. Su participación en El Eternauta, por ejemplo. Y eso en efecto lo pude chequear; nadie pudo refutarlo. Hasta ahora, todas las acusaciones que recibí fueron ad hominem, y eso me deja tranquilo”.
Será el propio Enrique Breccia quien irá construyendo los interrogantes en torno a la relación con su padre. Un Breccia no le enseña a otro Breccia, y este es el centro de la incógnita por donde pasa la trama del libro. La historia de un fracaso entre un padre y su hijo –pero también entre un hijo y su padre– en principio, o peor: detenida en el tiempo como todo lo que la muerte deja inconcluso. “Yo sabés que lo fui descubriendo de a pedacitos a mi viejo. Como no salía nada de él tenía que descubrirlo yo, como si fuera una especie de detective de mi propio padre”.
¿Pero qué es un padre? ¿Hay una sola manera de serlo? El recorrido interno que realiza Enrique Breccia a lo largo de esos seis días de entrevista es de una intensidad asombrosa: pasa del niño problemático al adolescente insufrible y luego al joven idealista capaz de proponerse como voluntario para recuperar las islas Malvinas, hasta llegar al hombre que es hoy atravesado por la vida como cualquiera, y entre su relación con el dinero y las mujeres, el recorrido sobre su obra es al mismo tiempo una puesta en diálogo con su padre, a quien necesita perdonar primero para, por fin, entenderlo. O justificarlo, quién sabe. Un hombre como Alberto Breccia que parecía sólo poder relacionarse de manera intensa con el mundo a través de su obra y para el resto de las cosas podía ser visto como alguien dueño de un egoísmo recalcitrante o alguien que simplemente no pudo, o no supo. O tal vez no quiso. Hay en los capítulos finales de Mi padre y yo, conversaciones con Enrique Breccia, páginas memorables y de lo más hermoso que se haya escrito sobre un padre y la comprensión de que somos hijos de nuestro tiempo.