Si la historia del cine fuera una pirámide, en la parte inferior y media se ubicarían aquellas películas más o menos divertidas, entretenidas, atrapantes, tristes o lacrimógenas que se filmaron, se estrenaron y ahora rotan por el cable, circulan por la marea infinita de los sitios de descarga y streaming o permanecen en las tinieblas del olvido colectivo. Por sobre ellas, en el triángulo superior, estarían las que dejan huella, las que perduran, las que trascienden la pantalla para devenir en adjetivo, en símbolo, en referencia cultural, en marca de nuestra historia personal. Ahí estaría, por ejemplo, Titanic, el último gran clásico del era pre digital. Y, claro, Rocky, cuya influencia sobrevive tanto en las innumerables películas sobre boxeadores que han replicado su estructura narrativa como en el ideario colectivo del propio deporte. Que aquellos fanáticos de los guantes marquen en sus agendas el 23 de octubre, porque ese día llegará a Netflix la saga completa del hombre de Filadelfia: las cinco Rocky, Rocky Balboa y esos dos spin-off enormes que son Creed: Corazón de campeón y Creed II: Defendiendo el legado.
El personaje creado e interpretado por Sylvester Stallone se ganó el cariño de millones apelando a una paleta de virtudes como el esfuerzo, la perseverancia, la nobleza y la honestidad intelectual. ¿Acaso es posible no querer que a alguien así le vaya bien? Estas virtudes se transparentan en una muestra perfecta de sinergia creativa, por la cual realidad y ficción se entrelazan en una saga cuyo protagonista creció –y crece– a la par de su creador, sumando matices y espesura emotiva a medida que el tiempo los dotó de aplomo, sabiduría callejera y madurez. No por nada durante su discurso sobre el escenario del hotel Beverly Hilton de Beverly Hills, con su flamante Globo de Oro a Mejor Actor de Reparto recibido por Creed, Stallone le agradeció a Rocky catalogándolo como “el mejor amigo que he tenido en mi vida”.
Era, además, la primera estatuilla interpretativa de relevancia para alguien históricamente menospreciado por las entidades que conceden premios durante la temporada de alfombras rojas de Hollywood: apenas había estado nominado como actor para los Golden Globes y el Oscar de 1977 por el protagónico de la primera película, y luego nunca más. Aquella vez también fue ternado por la Academia en el rubro Guion, un doblete que hasta entonces sólo habían conseguido figuras de la talla de Charles Chaplin por El gran dictador (1940) y Orson Welles por El ciudadano (1941). Stallone se fue con las manos vacías, pero no así Rocky, que triunfó como Mejor Edición, Mejor Director para el hoy olvidado John G. Avildsen e incluso Mejor Película, imponiéndose a Taxi Driver y Todos los hombres del presidente. Estos premios coronaron un éxito de taquilla (costó un millón de dólares y recaudó más de 225) y crítica (los textos relevados en Metacritic le otorgan un nada despreciable 70 sobre 100) que nadie esperaba. Ni siquiera el propio Stallone, que por entonces era un Don Nadie. Como su personaje. Como Chuck Wepner.
El sangrador de Filadelfia
A mediados de 1975, Sly tenía 29 años, 106 dólares en el banco, un perro al que no podía comprarle alimentos, una esposa embarazada, una carrera como actor que no iba para ningún lado y algunos antecedentes como vendedor de guiones para televisión. También tenía un televisor por donde vio una pelea que le cambiaría la vida. De un lado estaba el poderoso Muhammad Ali, que venía de derrotar a George Foreman en una recordada velada en Zaire y contaba con un respaldo popular enorme. Del otro, un tal Chuck Wepner, que llegaba con 37 años, antecedentes no muy auspiciosos ante contrincantes de esa talla (había perdido contra todos los campeones que había enfrentado) y unas cejas particularmente frágiles que se cortaban con el primer golpe. De allí, entonces, su apodo: El sangrador.
Wepner era uno de los tantos trabajadores del ring que perseguían el sustento diario antes que la fama, uno de esos peleadores de clubes que daban todo lo que tenían aun cuando supieran que no sería suficiente. Cien mil dólares era una bolsa más que aceptable para dejarse moler a trompadas por Ali, que en las apuestas se imponía por 30 a 1. Como era de esperarse, el campeón dominó con holgura los primeros rounds ante un rival que no paraba de chorrear sangre, hasta que en el noveno asalto logró lo que parecía imposible: hacer caer a Ali. El tipo por el que nadie daba nada resistió con estoicismo hasta casi el final, cuando perdió por Knock Out técnico a veinte segundos del último campanazo. Dos semanas después, y con la cara todavía hinchada, recibió el llamado de Sylvester Stallone –a quien obviamente no conocía– diciéndole que había escrito una película sobre él. Recién en 2006 recibiría una recompensa económica cuya cifra nunca se conoció, pero satisfizo con creces los bolsillos de un “Sangrador” ya anciano.
En una entrevista concedida al diario The New York Times en noviembre de 1976, poco después del estreno de la primera película, Stallone contó que tardó tres días y medio en escribir la base de un guion que vendió a los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff con la condición de que él –y no Burt Reynolds, James Caan o Ryan O'Neal, entre otros nombres en danza– fuera el protagonista. En esas líneas estaban las pinceladas que convertirían a este luchador de un humilde club de Filadelfia, un tipo tosco y duro pero con un corazón de dulce de leche que tiene la oportunidad de su vida al enfrentarse al múltiple campeón Apollo Creed, en la encarnación perfecta de las fábulas deportivas y, por qué no, del “sueño americano”, cuando todavía se creía en él.
Durante los preparativos para la pelea, con la inolvidable secuencia de montaje de entrenamiento sonorizada con "Gonna Fly Now", se desarrolla una historia que entrevera lo deportivo con subtramas románticas y familiares que no por básicas resultan menores. Al contrario, es ese anclaje tan básico como transparente –el amor de una mujer, la importancia de los afectos, la preocupación por los suyos– el que vuelve universal esta historia de caídas y asensos igual a tantas otras. ¿Igual a la de Stallone? "Hay ciertos paralelismos entre el personaje y yo", respondió a la publicación neoyorkina, y siguió: “Rocky tiene empuje, inteligencia y talento para ser un luchador, pero nadie lo había notado. Luego, cuando le llegó la oportunidad, todos dijeron: 'Ey, ahí está Rocky, es bueno'. Eso es lo que me pasó. El principal punto en común es que ambos recorrimos una larga distancia hasta que finalmente se nos dio la oportunidad”.
Entrenando por un sueño
En la primera película Rocky perdió ante Apollo, como Wepner lo había hecho con Ali. Pero ni la persona ni el personaje dejaron pasar el tren del éxito. Mientras Sly aumentaba el brillo de su estrella, la saga de Rocky empezó a delinear progresivamente las aristas emocionales de un hombre cuyas peleas no siempre eran dentro de un ring: lo suyo siempre fue, antes que los guantes, la batalla diaria del laburante por ganarse el mango. Fue así que en Rocky II (1979), luego de que le adviertan que por las lesiones no es conveniente que vuelva al cuadrilátero, se pone a trabajar en un frigorífico del que lo echan debido a un recorte de personal. Para peor, luego de casarse, su flamante esposa Adrian queda embarazada. Las bravuconadas de Apollo, la necesidad de dinero y, obviamente, el pedido de su mujer, son razones suficientes para volver al ruedo. La revancha alcanza el que quizás sea el pico máximo de dramatismo en la historia del cine deportivo, con los dos boxeadores tratando de ponerse nuevamente de pie mientras avanza la cuenta del árbitro. Rocky se levanta primero: es, finalmente, campeón.
El “villano” de Rocky III (1982) es James Lang, interpretado por Mr. T, aunque esta entrega es recordada por la inclusión de "Eye of the Tiger", otra canción capaz de trasladar a quien oiga un par de sus acordes a un ring. Pero la gran némesis aparece en Rocky VI, de 1985. Se trata, claro está, de esa máquina de matar llamada Iván Drago (Dolph Lundgren), que llega a Estados Unidos desde la URSS junto a sus entrenadores rusos y cubanos, una señal de alerta del tufillo propagandístico del asunto. Pero Rocky no pelea por la patria. O si lo hace, es por lo que para él es la patria: su familia, sus amigos, su ciudad. Fallecido Apollo en manos de Drago, Rocky viaja hasta la mismísima URSS -¡y en Navidad!- para enfrentarlo. El triunfo es improbable, dado que mientras al rubio le inyectan cuanta droga exista para potenciar su rendimiento, Rocky levanta árboles, arrastra trineos y sube montañas. Pero no imposible, como demuestra ese final en el que este americano, lejos de apostar a la violencia simbólica y amenazante de la Guerra Fría, imagina a los soviéticos aplaudiéndolo de pie luego de su victoria, demostrando que el reconocimiento al esfuerzo debe –debería– trascender fronteras políticas.
La quinta película llegó cinco años después, en 1990. Y estuvo lejos de las expectativas, con números flojos de taquilla y una escasa aceptación al desenlace que Stallone había imaginado para su personaje: la saga no podía terminar con él a las trompadas en la calle con un discípulo. Por eso mismo Rocky Balboa es, antes que una película, un acto de justicia. Estrenada en 2006, presenta a un Rocky viejo, viudo y atravesado por los recuerdos de un pasado venturoso al que intenta volver poniéndose otra vez los guantes. Poco importa el resultado del combate ante el ascendente Mason Dixon (pierde por puntos en fallo dividido). Lo importante aquí es la alegría por la oportunidad de demostrar(se) que aún puede ser quien fue.
La vejez, la soledad y el paso del tiempo asoman como pilares sobre los que se asientan Creed: Corazón de campeón y Creed II: Defendiendo el legado. A medida que avanzaron las entregas, Stallone desplazó del centro la trama deportiva para canalizar a través de ella las vicisitudes de un hombre que sabe que la vida empieza a escurrírsele entre los dedos. Por eso en Creed se convierte en mucho más que el entrenador de Adonis (Michael B. Jordan), el hijo del fallecido Apollo, quien fuera rival al principio y luego amigo hasta su muerte ante los puños inmisericordes de Drago: Rocky, viejo, solo y enfermo, ya es alguien más preocupado por el futuro que por el presente.
Rocky representa para los paladares populares lo que Antoine Doinel para los más sofisticados: así como François Truffaut acompañó durante cinco películas y veinte años a aquel chico convertido progresivamente en adulto a través del cual reflejó las inquietudes y horizontes de un determinado sector sociocultural, Stallone, en su faceta de guionista, hizo lo propio siguiendo durante 42 años y ocho películas los vaivenes de este hombre que no será tan culto como el francés pero que encarna a la perfección las preocupaciones más vitales del ser humano: el bienestar de los suyos y el valor de los afectos que se desprenden de una fortaleza interior forjada, literal y metafóricamente, a puro golpe.
Las canciones de Rocky
Se las escucha en películas, series y hasta publicidades. Tan asociadas están a la idea de esfuerzo físico, que es imposible no mirar unas escaleras o correr sin pensar en ellas. Se trata, claro, de "Gonna Fly Now" y "Eye of the Tiger", las dos canciones más populares de la saga Rocky. La primera suena en la secuencia de montaje de entrenamiento, aquella que culmina con el boxeador en las puertas del Museo de Arte de Filadelfia. El responsable es Bill Conti, quien a mediados de los ’70 apenas comenzaba su carrera como autor de bandas de sonido. Todo surgió por un pedido del director John G. Avildsen, con quien colaboraría varias veces desde entonces, para que imaginara la canción de una película centrada en un boxeador ante la oportunidad de su vida. Si bien ambos eran amantes de la música clásica y hubieran preferido una partitura más sinfónica, la escasez de presupuesto obligó a reducir al mínimo la cantidad de instrumentos, por lo cual Conti apostó por una melodía sencilla y urbana con predominancia de instrumentos de viento.
La segunda apareció en Rocky III y está interpretada por la banda Survivor. Stallone quería un sonido más contemporáneo y fresco para esta nueva entrega, e inicialmente pensó en "Another One Bites the Dust" de Queen, pero fue imposible conseguir los derechos. Sly llamó a los muchachos de Survivor y les dio una copia para que, una vez en la sala de ensayos, puntearan los primeros acordes de lo que sería "Eye of the Tiger". "De entrada encontré ese famoso riff de ¡chan! ¡chan-chan-chan! cuando empecé a imitar los golpes que tiraba Rocky en la pantalla", contó alguna vez el tecladista y compositor Jim Peterik, antes de recordar que el complemento llegó de la mano de la letra escrita por el guitarrista y también compositor Frankie Sullivan: "Frankie llegó con las primeros versos (“De nuevo en la calle, haciendo tiempo, arriesgándote”), y me encantó. Trabajamos sobre esa línea y al final del día ya casi teníamos el ochenta por ciento de la canción".