Prisionero número uno: el ascenso de Danny Trejo 6 puntos
Inmate #1: The Rise of Danny Trejo; Canadá, 2019
Dirección: Brett Harvey.
Guion: Brett Harvey y Scott Dodds.
Duración: 107 minutos.
Estreno en Flow, iTunes y Google Play.
Debe haber pocas figuras tan magnéticas y, al mismo tiempo, tan alejadas del glamour hollywoodense que Danny Trejo, el actor de ascendencia mexicana y cara poceada cuyo rictus logra meter miedo con solo mirarlo unos segundos. Secundario eterno desde su debut en la pantalla en Escape en tren (1985), el film del ruso Andrei Konchalovsky, su imagen resulta familiar aunque no se conozcan ni el nombre ni la historia detrás de ella, y su persona cinematográfica –más allá de las excepciones– se ha construido en infinitas variaciones del “duro”, ya sea como matón, frío asesino o una combinación de ambas. “¿No le da miedo que siempre lo pongan en el mismo tipo de rol?”, le preguntó un periodista al comienzo de su carrera. “Usted siempre es el tipo malo, el chicano de los tatuajes”. Riendo con innegable simpatía, al volante de un autazo de los años 50, Trejo recuerda ahora la respuesta: “Yo soy el tipo malo, el chicano de los tatuajes. Al fin lo entendieron”.
Antes de ser presidiario en Condena brutal y el killer Navajas de La balada del pistolero o de morir una violenta muerte en Fuego contra fuego –entre más de trescientas apariciones en las pantallas de cine y televisión–, Dan Trejo fue un niño problemático y un adolescente violento de Pacoima, por aquel entonces –los años 50 y comienzos de los 60– el barrio más peligroso de Los Ángeles. Prisionero número uno dedica una hora a describir los primeros veinticinco años de vida del futuro actor, quien a los tiernos doce, en 1956, probó por primera vez la heroína. De allí, de una infancia plagada de violencia doméstica y una relación compleja con su tío –un gánster del barrio– a una carrera dedicada al crimen. Trejo recuerda con humor (negro) su adicción al alcohol y las drogas y varios robos a mano armada, recorrido que lo llevó a pasar gran parte de la década del 60 en una decena de prisiones, incluida la infame San Quintín. “Te vas a morir o te vas a volver loco o vas a ir a la cárcel”, dice Trejo que alguien sabio le advirtió, poco antes de su primera temporada tras las rejas.
El documental recorre cronológicamente la vida antes y después de un radical cambio de vida, cuando a los cuarenta abriles una oferta casual determinó su inicio como actor profesional. El guion de Brett Harvey y Scott Dodds, apoyado en una banda de sonido bombástica, encarna la enésima versión del relato de recuperación, sanación y triunfo, otra vuelta de tuerca al sueño americano. En ese sentido, Prisionero número uno no deja de ofrecer un relato previsible y, por momentos, superficial, con algo de ego trip. Familiares, amigos y colegas –como el comediante Cheech Marin– se explayan sobre las bondades del tipo duro con corazón de oro, al tiempo que realizadores como Robert Rodriguez –quien finalmente creó el rol protagónico que el actor merecía: el indómito Machete– alaban su profesionalismo y entrega. Sobre el final, la película recupera la escena inicial, con la visita del protagonista a una prisión donde estuvo encerrado décadas atrás. En medio de la charla inspiracional, Trejo se quiebra en uno de los momentos de mayor envergadura dramática del film, que nunca deja de explotar, en el buen sentido, la simpatía de un tipo que, con setenta y seis años a cuestas, parece más fuerte y malo que nunca.