Hace casi quince años atrás, con la publicación de Bonsai, Alejandro Zambra hizo su irrupción en la narrativa chilena. La novela era de algún modo extraña o demasiado breve y la explicación estaba en que su joven autor venía de otro lado: la poesía era su grupo de pertenencia, casi diríamos su familia por adopción. Había publicado dos poemarios: Bahía Inútil (1998) y Mudanza (2003) y declaraba, con cierta picardía, que siempre había tenido resistencia a la ficción, que leía casi exclusivamente poesía, que nunca había escrito prosa y que la escritura de ese libro había sido accidental. El tiempo pasó, llegaron otras dos novelas, Zambra se convirtió en un nombre destacado de las letras latinoamericanas, pero esa ambigüedad inicial, lejos de disiparse, se convirtió en su marca personal. Así como aquella primera era una novela en miniatura, cuya trama –como las ramas de un bonsái– había sido artificialmente concentrada, las que se sucedieron –La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa-- continuaron en la experimentación con las formas, el corrimiento de los géneros clásicos, la hiper conciencia del relato y la delicada obsesión por las palabras.

Y hoy, con la salida de Poeta chileno, Zambra vuelve a la novela. Entre aquellas primeras y esta, se sucedieron tres libros, donde el autor se inclinó por otros registros – el relato breve, el ensayo, la crítica literaria y la crónica– con textos bellos, híbridos y pensantes. Pero este retorno es potenciado, es un regreso al cuadrado, porque vuelve también a otro género, el suyo de origen, que es la poesía. Se trata de una novela, claro, pero sus protagonistas son poetas, se mueven en un mundo de poetas y no leen nada que no esté escrito en versos. La poesía es su modo de vivir, de estar con otrxs, de pensarse a si mismos. El que seguimos es el camino de dos personajes, Gonzalo y Vicente, al convertirse en poetas. Uno es padrastro del otro, que cuando crezca, también va a probarse en la lírica. Por eso en esta novela se dicen cosas como esta: “Leyó muchas veces esos poemas, que cambiaron para siempre su relación con los objetos y con las palabras, o su manera de mirar el mundo, aunque quizás no fuera exactamente así; quizás ya miraba el mundo de esa manera y los poemas de Millán lo sorprendieron por eso”. El fragmento se refiere a un libro de Gonzalo Millán, uno de los poetas chilenos que más aparece a lo largo de las páginas. Pero no es el único, también se hace presente Enrique Lihn, Raúl Zurita, Gabriela Mistral y hasta hay una escena con el propio Nicanor Parra haciendo de las suyas.

Poeta chileno, dibuja un círculo en la obra de Zambra, de vuelta hacia la novela y hacia la poesía. En cuatro capítulos –uno preliminar, dos largos y una coda-- se cuenta la historia de Gonzalo, profesor de literatura y aspirante a poeta, que se reencuentra con su primera novia –Carla– que tiene un hijo de seis años –Vicente– y decide hacerse cargo de él. La relación padrastro-hijastro es el corazón de la trama, retratado con una sutileza y una cercanía conmovedoras. Con el correr de las páginas el niño crece, se convierte en joven y también va a interesarse vivamente por la poesía. En el medio Vicente conoce a una periodista norteamericana llamada Pru, que está en Santiago un poco perdida y decide hacer una crónica sobre la escena poética chilena. Es por este motivo que va apareciendo una larga lista de poetas contemporáneos de distintas vertientes, estéticas, ideologías, siempre mostrados con profundidad, detalles excéntricos y una enorme simpatía. De esto va Poeta chileno, una vuelta al origen, pero que no pasa por el mismo lugar. Nada más toparse con el libro llama la atención –después del impacto inicial del gato negro que nos mira fijo desde la cubierta– su extensión. Siendo su autor identificado con las formas breves, aquí da por tierra con ese estilo cultivado a la perfección, para lanzarse por primera vez con un texto de más de 400 páginas.

Al respecto, Alejandro Zambra – que hoy está viviendo con su pareja en Ciudad de México y criando a su primer hijo– dice: “Tal vez esta es mi primera novela-novela, y quizás la última. En este libro hay un apego, un cariño por lo novelesco que no había sentido antes. Y que nació de un apego previo a los personajes. Tal vez se lea de otro modo, pero para mí es una novela de personajes, el espacio surgió del deseo de verlos caminar."

Es además un libro mucho más extenso que tus primeras novelas. ¿Cómo fue el proceso de escritura? ¿Fue en un tiempo igualmente largo? ¿Sentís que algo cambió en tu escritura para abordar esta forma más amplia y de más desarrollo?

-La idea de un libro como este fue muy anterior, pero lo escribí en México. Tardé creo que dos años exactos, todas las mañanas, cuatro o cinco horas. No sé si es mucho o poco tiempo. Tiendo a pensar que me demoro, porque tengo hábitos de escritura más propios de la poesía, como leer en voz alta todo el tiempo, no solo al corregir. O tomar decisiones cruciales, muy de trama, a partir más bien del sonido de una frase. Creo que nunca le había dado tanto espacio a la escritura, siempre hice otras cosas, cosas que me gustan mucho, sobre todo clases. He sido mucho más intensamente profesor que escritor, y también a veces, durante un tiempo largo, escribí reseñas y crónicas. Suspendí todo eso unos meses antes del nacimiento de mi hijo, porque quería que la paternidad rimara plenamente con la escritura, que fuera mi único trabajo, la única interrupción, por así decirlo, en el ejercicio de la paternidad.

EN EL NOMBRE DEL PADRE

Zambra no lo dice, pero hay algo de esa gimnasia de padre primerizo, que menciona como condición de escritura de este texto, que parece haberse colado. Pero no como nota autobiográfica, ni tampoco de un modo literal. Lo que aparece es la paternidad en su amplio espectro, en sus modos menos obvios, bajo la lupa. Gonzalo piensa incesantemente en su vínculo con su hijastro Vicente, pero también en el que tiene con su propio padre, incluso con su abuelo materno, una especie de patriarca germinador, con decenas de hijos regados por Santiago. También aparece la relación de Vicente con su distraído padre biológico, que es casi el estereotipo del padre separado que lleva a su hijo a comer una hamburguesa –con suerte– un sábado cada quince días. Cada uno de estos cruces tiene una cifra, parece venir a marcar un matiz en la supuesta universalidad de los vínculos paternos-filiales. Pero la cuestión de la familia no queda sólo ahí. Porque esa comunidad mínima, los hablantes de una misma lengua íntima, tiene su correlato en otra, que es la poesía. La familia y la poesía como comunidad se cruzan a lo largo de todo el libro. Zambra dice: “Pensaba en familias que desaparecen, como las familiastras, y en familias que reaparecen, como la familia literaria. De pronto recordé la sensación de esos almuerzos familiares ampliados, que se dan cada dos años, cada cinco años, cada diez años, y me pareció similar a lo que pasa en los lanzamientos de libros a la altura del vino de honor... Cuando digo "familia literaria" no estoy pensando en la "creación de precursores", a lo Borges. O sea, pienso las familias literarias de forma no literaria, como grupos humanos dichosamente pegadizos, porfiados, resistentes al fracaso. Las querellas generacionales se volvieron tan tontas de repente. El poeta que no te gustaba y que hace diez años considerabas casi un enemigo resulta que luego publicó un tercer libro que igual te gustó y el cuarto no sólo te gustó sino que lo estabas esperando y hasta te habría gustado hacerle la contratapa al quinto.”

Hay toda una reflexión sobre el vínculo entre un padrastro y su hijastro, que es algo muy poco explorado en ficciones. Como si fuera un tipo de vínculo menos importante que el biológico, o más fortuito. Y acá es un lazo que se revela como central para ambos. Hay algo muy tierno en la relación y ese tipo de afectividad masculina tampoco es frecuente de leer. ¿Qué te interesaba contar de esa relación?

-Es un lugar tan difícil, tan raro, el del padrastro. Quien acepta ocupar el lugar del padre o de la madre de un hijo ajeno lo apuesta todo. Es mucho más valiente que el poeta solitario luchando contra la página en blanco. Y luego el fracaso, si sucede, como pasa tan a menudo, es mil veces más horrible y desolador que la vergüenza de haber publicado un librito malo por ahí. Me parece también que es una entrada preciosa para abordar la relación compleja de mi generación con la idea de padre-dictador. Nuestro eterno conflicto con la autoridad, incluso con la autoridad propia. Creo que más o menos durante esos veinte años que aborda la novela, Gonzalo se relaciona con la paternidad/ autoridad de manera confusa, vacilante y me interesaba narrar minuciosamente esos vaivenes, esas inconsistencias.

En el libro padrastro e hijastro son poetas o quieren serlo, pero hay diferencias entre ellos, les tocan épocas política y socialmente distintas de su país. Quizás el momento que atraviesa Gonzalo es más parecido al tuyo.

-Claro, está el espejeo generacional, que me interesa mucho, porque Vicente podría ser mi hijo o mi hijastro. El Chile de comienzos de los noventa es difícil de narrar, porque la adolescencia coincidía con el comienzo de la transición y todo nos parecía engañosamente nuevo y el discurso oficial insistía en la reparación instantánea de todos los traumas. Veo ese tiempo, el de la plena juventud, como un permanente coqueteo con la angustia. Un tiempo de búsqueda medio desesperada de sentidos. No sé, una especie de angustia alegre, si es eso posible. Un tiempo de incertidumbre pura y milagrosos medicamentos, los paraísos artificiales que decía Baudelaire, entre ellos la poesía misma. Vicente también vive, a fines de 2013, un momento de presunta efervescencia, de promesas, como sucedió antes de que asumiera por segunda vez Michelle Bachelet, pero es más desconfiado que Gonzalo, tal vez también más autocrítico, quizás más puro, menos estratégico. El mundo de Gonzalo es reprimido y caricaturescamente masculino y aún gira en torno a la iglesia católica; creció en un país horrible y la poesía ha sido su manera de sintonizar vacilantemente la lucidez y el juego. El mundo de Vicente es más libre pero no por eso más esperanzador. Si para Gonzalo estudiar literatura era una revolución, porque significaba torcerle la mano a las expectativas familiares e ir contra la corriente, para Vicente estudiar literatura o cualquier cosa es formar parte del rebaño y agachar la cabeza; dejar de aprender y de vivir. Vive en la incertidumbre, no la rechaza, trata de incorporarla. Hay decenas de diferencias entre ese Chile y el Chile que sale este domingo a votar con mascarillas por una nueva Constitución, pero creo que es el mismo país, movido por la misma porfiada esperanza de cambios verdaderos.

FOTO MABEL MALDONADO

UN PAIS LITERARIO

Si bien en todas las ficciones de Alejandro Zambra abundan los escritores o aspirantes a serlo, este libro pareciera ser el más plenamente inmerso en la escena de la poesía. Un asunto, por otra parte, explorado por la narrativa chilena, de Roberto Bolaño en adelante. Chile como país hablado por la poesía, un país –probablemente el único-- donde los poetas son importantes. Zambra dice sobre el autor de Los detectives salvajes: “Mis personajes son bien distintos, por el "aquí y ahora" del Chile que les toca vivir y porque a mí me interesan cosas distintas que a Bolaño. En cualquier caso, Los detectives nos cambió la vida y hasta contribuyó a generar un sentimiento de comunidad, porque la leímos al mismo tiempo varios amigos que –como los personajes de mi libro– no solíamos leer novelas, al menos no novelas recientes. Igual, cuando hablan de Bolaño como una influencia paralizante, creo que le ponen mucho color. Bolaño no se llevó la literatura para la casa, por el contrario, dejó la puerta abierta, se preocupó de eso. Al menos para mí su obra siempre funcionó como una presencia liberadora.”

Esta comunidad de la que habla, se respira en Poeta chileno. Lo que retrata no es un grupo, o dos grupos enfrentados, sino todo un coro de voces poniendo palabras a ese acontecer. Aparecen las competencias entre poetas cachorros, las teorizaciones de los académicos y un conjunto enorme de visiones y definiciones que practican distintos poetas. “Ser poeta chileno es como ser chef peruano o futbolista brasileño”, dice uno. “Durante demasiados años la poesía chilena fue estudiada como una lucha de titanes, con esos machos heterosexuales peleándose por el micrófono”, reflexiona otro. “La mayoría de los poetas padecen severos problemas de halitosis”, concluye una. “Son mejores llenando formularios de becas que escribiendo poemas”, remata otro. “No están encerrados, conocen la realidad”, afirma uno. “La poesía es como una enfermedad”, piensa otra. Muchos más creen que la poesía es inútil, pero alguien dice: “Le tienen miedo a lo inútil. Todo tiene que tener un propósito. Odian el ocio, están enamorados del negocio. Le tienen miedo a la soledad. No saben estar solos.”

Es muy atractivo cómo van apareciendo poemas dentro de la novela, algunos creados por los personajes en distintos momentos de su crecimiento literario, y muchos otros pertenecientes a la tradición. ¿Cómo fue la decisión de incluirlos?¿Cómo te parece que operan en el texto?

-Desde un comienzo supe que quería incluir poemas de los personajes, en primer lugar porque quería escribir esos poemas (los buenos y los malos y también los buenos-malos y los malos-buenos). Pensaba que solo entonces entendería a los personajes. Fue como un mes entero que me dediqué exclusivamente a eso. También quería incluirlos porque me parecía divertido que los lectores estuvieran en condiciones de acceder al trabajo verdadero de los personajes. Los poemas de mis personajes, por supuesto, no son míos. Los escribí yo, pero no son míos. Ese poema de Gonzalo, "Garfield", que aparece en la novela, es una versión irreconocible de un poema mucho más breve y no muy bueno que escribí a los veinte años pero nunca publiqué. Luego, al decidir qué poemas o qué fragmentos citar (escribí muchos más poemas que los que aparecen en la novela) mi criterio fue más narrativo que ensayístico. Quiero decir: me interesaba que esos poemas me sirvieran para narrar, que no fueran simplemente "ejemplos" sino gatilladores de nuevas zonas narrativas. Ese fue el criterio no sólo para la inclusión de los poemas "falsos" sino también para decidir cuáles poemas verdaderos, de Emily Dickinson o de Gonzalo Millán, por ejemplo, incluiría.

Entre muchísimos nombres de distintas generaciones, y supongo también que muchos inventados, aparecen Neruda, siempre con algún no tan velado comentario crítico al lado; Raúl Zurita –denominado con humor el gran contratapista de los jóvenes poetas y Nicanor Parra, al que se le dedica una escena muy amorosa, a la vez que se dice que en el último tiempo hacía “puro chistecitos”. ¿Hay una intención desacralizadora de los grandes vates?

-Puede que se lea así, pero yo pienso que ya está todo desacralizado hace décadas, saludablemente desacralizado, desde la antipoesía en adelante. La historia de la poesía chilena ha sido contada muy a lo Harold Bloom, muy a lo titanes del ring, porque la pelea se entiende fácil, todos los mundos o submundos se pueden contar a partir de la lucha de egos. Pero es más difícil capturar lo específico: un poeta solo, en su cuarto, escribiendo un poema de cinco versos durante horas, por ejemplo.

Imagino también que ese universo narrado era bastante familiar, que traías algunas imágenes con vos.

-Cuando, en la adolescencia, conocí a algunos poetas personalmente, lo que más me impresionó y sorprendió y agradó de ellos fue su timidez. Yo tenía la idea nerudiana de que todos eran unos oradores consumados, y sin embargo los poetas que conocí hablaban poco, les costaba el lenguaje, tropezaban con la lengua, como dijo una vez mi amigo Andrés Anwandter. Escribir poesía tenía más que ver con el balbuceo, el tartamudeo y la dislexia que con la elocuencia. Eso me interesó mucho, me pareció alentador. Para mí la poesía chilena fue una casa a la que me dejaron entrar sin preguntarme nada. A los dieciséis años ibas a una lectura en la Universidad de Chile y estaban Jorge Teillier o Raúl Zurita y después te colabas en un bar y te sentabas a la misma inmensa mesa que ellos y que Gonzalo Millán o Stella Díaz Varín y luego ibas a una tocata de Mauricio Redolés... Esos poetas estaban ahí, y tú los leías y admirabas y luego publicabas algo y te morías de vergüenza pero igual te atrevías a subirte al escenario y tartamudear un poema. En resumen, vivíamos en un país de mierda con una poesía maravillosa. En la universidad yo me debatía entre un intelectualismo voluntarioso y mi lado emo, que siempre ha existido y prevalecido... A la altura de los dieciocho años, mis poetas favoritos eran Jorge Teillier, Gonzalo Millán, Enrique Lihn y Alejandra Pizarnik, los leía todo el tiempo, también a Emily Dickinson. No me tomaba tan en serio esa cosa maniquea, binominal de la poesía chilena, me parecía medio ridícula la discusión canónica, pero igual participaba, porque eso me importaba mucho, participar. Muchos nos sentíamos al margen de todo, pero no de la poesía, que era la parte de Chile que nos incluía o que queríamos que nos incluyera. A eso postulábamos. Recuerdo alguna pelea acerca de Cortázar y Lihn, es decir la prosa versus la poesía y Argentina contra Chile... Cortázar era por supuesto el superhéroe de la facultad entera, el escritor unánime, que a mí me fascinaba, pero sentía que mi responsabilidad de poeta en ciernes era defender a Lihn, que era el superhéroe de nosotros, los poetas... Y Teillier también lo era, aunque tal vez representaba más bien la imagen tradicional y aurática del poeta. Las pocas veces que hablé con él yo tartamudeaba de emoción. Y a Gonzalo Millán, mucho antes de conocerlo personalmente, yo lo imitaba todo el tiempo.

 

Quizás la mayor magia blanca de esta novela, sea las ganas inmediatas que produce de leer poesía. Los nombres que aparecen funcionan como una guía de lectura, abren el libro hacia otras direcciones, difuminan sus bordes. Una guía que incluso en algún momento se permite ser temática, como cuando Gonzalo busca obsesivamente poemas sobre paternidad y así aparecen hermosos versos de Henri Michaux, Silvio Mattoni y Matías Rivas. Una guía del entusiasmo, con personajes tan conmovedores que después de acompañarlos, leer y pensar tanto en la poesía, nos dicen algo que es sobre poesía, pero funciona también como descripción de las mismas páginas de Poeta chileno: “Estos poemas demuestran que la poesía sí sirve para algo, que las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten, permanecen.”