En estos días en que --mientras atiende las urgencias que impone la pandemia-- la nación se recompone de la ruinosa gestión macrista, vale reflexionar sobre el singular lazo que el psicoanálisis tiende entre el ámbito de lo público y el sujeto: una relación cuya complejidad no escapa a la dimensión política. Abordar semejante tarea sin evocar la influencia con que Néstor Kirchner marcó el lenguaje, animó los emblemas nacionales y dotó de vida a los ideales y valores que hacen a la dignidad del lazo social, sería imposible.
Se sostiene, entre otras muchas cosas, que Kirchner reintrodujo la política en la vida nacional; que desde hacía décadas nadie ejercía el poder desde el Estado como él; que su gestión le puso un tope a las demandas de la usura internacional y que acabó con la impunidad en la Argentina. Bien. ¿Cuál es la traducción en términos analíticos de estos cambios? ¿Cuáles fueron las consecuencias para nuestra práctica? ¿Por qué este notable reconocimiento al expresidente entre muchos que llevamos adelante la práctica psicoanalítica?
Por lo pronto, si bien es cierto que el desmantelamiento de la salud pública, la hostil actitud del gobierno de la Ciudad para con el Centro Ameghino; el intento de subastar el Centro Nº1; o el demencial ataque contra el Hospital Borda --incluidos, pacientes, profesionales y periodistas--, ya sería suficiente motivo para alertar y nuclear a los psicoanalistas, sostengo que la estima por Kirchner descansa en razones allende cualquier episodio o maniobra puntual de los desgobiernos neoliberales ¿Cuáles son?
Una sola frase de Freud bastaría para dar un indicio de respuesta: “primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la Cosa misma”. Por empezar, Kirchner le devolvió la dignidad a la palabra porque, al iniciar su mandato, eligió recordar. Así, al hacer lugar a la memoria, reconstruyó la polis, que, ante todo, es el lugar de reconocimiento con el Otro, la polis es el Otro. Desde el estado, la palabra se hizo plena porque sacudió el olvido, dejó de estar solo al servicio de la represión. Kirchner jamás reprimió, fue --en cambio-- pudoroso, albergó el dolor. Después de años de escuchar a políticos de cartón pintado, había alguien allí con vocación deseante como jefe de estado.
Por eso, los estandartes, emblemas y símbolos patrios recobraron su valor aglutinante para los miembros de una comunidad. Para decirlo todo: recobraron su poder erótico, de acuerdo a lo que manifiesta Freud en El Malestar en la Cultura. Ya con Cristina como presidenta y continuadora de la senda iniciada por Néstor, la alegría de la gente en el Bicentenario fue la mejor prueba de un paso adelante en la ética que nuclea a una comunidad hablante: muchedumbres agolpadas se transformaron en cuerpos sexuados responsables que bailaban, cantaban y aplaudían, sin por ello caer en el estado de masa. Una vocación por el lazo social que --tapabocas y distanciamiento mediante-- el reciente 17 de octubre exhibió de amorosa manera. Encuentro que en estos eventos el amor no estuvo sujeto a las amarras de la identificación sino antes bien a esa soledad común que Jorge Alemán cita para describir el lazo constituido al amparo de ese vacío propiciatorio de la contingencia, de lo Nuevo. Por fin, los símbolos al servicio del deseo. No en vano, Lacan afirma que “El inconsciente es la política”, el lugar donde la singularidad tramita su hábitat en el Todes. ¿Quién podría sorprenderse entonces que esta sociedad argentina, de principios del siglo XXI, haya parido las leyes del matrimonio igualitario, de identidad de género, al tiempo que se prepara para sancionar la ILE?
A fin de cuentas, quizás por eso pudimos contar con una presidenta mujer durante dos mandatos, la misma que hoy ocupa el cargo de vicepresidenta detrás de quien fuera el jefe de Gabinete durante aquellos duros años en que --tal como hoy hace Alberto Fernández-- Néstor ponía de pie a un país devastado por el neoliberalismo. Para terminar: creo que muchos analistas valoramos a Kirchner porque le devolvió dignidad al significante de la autoridad. Ése sin el cual no hay política posible. Le restituyó su dimensión de referencia y cuidado, hasta entonces envilecida por el mercado; y la capacidad para soportar críticas, lo rescató del cinismo para así alojar al sujeto, albergar el dolor y aportar la necesaria plasticidad para sintonizar las expectativas de una época. Eso mismo que hoy practica Alberto Fernández cada vez que con sus palabras (fallidos maravillosos incluidos: “volvimos para ser mujeres”), actos y decisiones (albergar a Evo) restituye a la palabra la dignidad que el macrismo atropelló en los últimos y nefastos cuatro años de saqueo material y simbólico.
* Sergio Zabalza es psicoanalista.