Hace unas semanas, Nathy Peluso fue tendencia en Twitter durante buena parte de un día. El motivo era un single nuevo, “Sana Sana”, el tercero de su primer LP pronto a salir, Calambre. Pero el tópico era más específico que eso; lo que circulaba, sobre lo que “se hablaba”, era un extracto de la performance de la canción para la plataforma –“vidriera para la expresión no común” – Colors. La escenografía es lisa, violeta brillante, el micrófono cuelga: ella viste un jean corte antiguo decorado con cadenas plateadas, la pierna de otro de manga, sujeta con una pulsera; el pedacito de una musculosa blanca, más cadenas en el cuello, una con dije de pistola. El extracto viral corresponde a las frases previas y el estribillo: un sonido que de golpe recuerda a “Dirty”, el hit de Christina Aguilera del 2002, Nathy canta absorta, también divertida, apunta con los dedos, boxea en el aire, parece decir “y si FMI me la toca”, y la última parte se entiende, solo puede ser eso: “Hip, con el hip, con еl hip-hip-hopa”. ¿Qué? Al cabo de varias de escuchas, de vistas, los segundos de video se vuelven más y más fascinantes. Eso que provocó a lo largo de 2017 con “Kun Fu”, “Esmeralda”, “Alabame”, todos los primeros temas: el embrujo de su acento, palabras y estética; la musicalidad y ambición que demostró en el EP de 2018, La Sandunguera; y a la vez ella, la desfachatez, el humor, las ideas: toda Nathy Peluso creció en coherencia, un poco más cada año, hasta ahora con el estreno de Calambre, el disco que, en alianza con Sony, la va a llevar mucho más allá de donde ya está posicionada a los 25 años.
Es temporada de entrevistas, todavía más ante la imposibilidad de presentar el disco en vivo. Salieron las primeras notas en inglés, en medios británicos y en la neoyorquina Remezcla, especializada en cultura latina emergente. “Estoy encantada de hablar del disco. Me gusta contagiar el Calambre a todo el que pueda llegar a él”, dice Nathy desde Barcelona, en un primer plano con fondo blanco que dejar ver una tela fina azul –una bata, un kimono–, maquillaje fuerte que le sienta natural, pelo planchado en una media cola. Por momentos también se ven unas uñas blancas de tres centímetros. Las mismas del video de “Sana Sana”; las que se estaba haciendo mientras organizaba algo por teléfono, mientras por otra línea avisaban que está nominada a los Grammy Latinos –como mejor artista nueva y mejor canción alternativa por “Buenos Aires” –. “Ni siquiera tenía registrado que era el día de las nominaciones porque no me proyectaba este año: fue una sorpresa gigante”, dice. Hacerse las uñas, por otro lado, no es la situación diva que uno podría imaginarse: “Normalmente no es nada relajante. Es el único momento en que puedo parar porque me tienen las manos. Entonces aprovecho para hacer llamada, planning, todo lo que no puedo hacer cuando tengo las manos ocupadas. Mi manicurista debe decir ‘esta mina nunca para de laburar, debe tener unas ganas de charlar’”.
Un poco más atrás, hace cuatro meses, Nathy lanzó “Buenos Aires”, segundo adelanto del álbum que trabajó con el prestigioso Rafael Arcaute como mano derecha (colaborador de Spinetta, productor de Calamaro, Illya Kuryaki, Diego Torres, Calle 13). El tema es un delicioso soul-arembí, nacido como una melodía que ella dice: “Captura el sonido de la nostalgia”. Lo escribió de corrido en un taxi en España: “Conozco esa pesada sensación de soledad, ¿pero a quién esperamos?”, dice. Vinieron a grabarlo a La Diosa Salvaje, con bajos de Javier Malosetti, guitarra de Guillermo Arrom y batería de Sergio Verdinelli. El video –dirigido por el ojo especialmente argentino y de época, Orco– se hizo en temporada de aislamiento, con retazos de filmaciones caseras de cuando era niña en el país (nació en Luján, vivió en Saavedra), secuencias de la intimidad actual en España –come fideos, toma mate, canta escuchando música de un discman– y pantallazos de una Buenos Aires cotidiana –pasa un colectivo, un perro espanta palomas–. “Representa un poco toda esa nostalgia sincera y positiva que conlleva estar lejos de lo que uno ama, o de una situación concreta que extrañás pero que recordás con cariño”, dice Nathy.
Esa escena –sus nueve años: el momento en que le dijeron “nos vamos a España”– no la tiene borrada de la mente ni estancada en la memoria: no se hizo trauma. “Mis papás han hecho un trabajo muy lindo con mi hermana y conmigo. Siempre han velado por que todo sea una experiencia de la que aprender”. Fue clave el colegio al que fue en Alicante, lleno de inmigrantes de todas partes del mundo: “Éramos todos niñes descubriendo algo para lo que nadie te prepara, que es una inmigración. Y hacíamos mucha piña, mucho amor. Recuerdo las comidas interculturales, yo llevaba la pascualina o las empanadas. Siempre he tenido la suerte de compartir con muchas culturas distintas que me han enseñado que al final la casa está acá adentro y a donde vayas la transportás”. La vida allá siguió en Murcia. Empezó a estudiar comunicación audiovisual. Pasó por varios trabajos informales: de mesera a operaria de fábrica. Siguió adelante en Madrid; ahí encontró la carrera especial para ella: teatro físico. “Siempre fue un sueño ser performer. Si algo soy es sinvergüenza. Y encantada de serlo porque al final se trata de eso: agarrar todo lo que tenés adentro y ponerlo al servicio del entretenimiento”.
Era tan contundente el material hasta acá –después del clásico instantáneo “Corashe”, el éxito con La Sandunguera, además de su inagotable feed y hasta un libro de ensayitos con manuscritos de canciones, Deja que te combata (Planeta)–, que se perdió de vista que aguardaba salir el primer larga duración. Cuando presentaba aquel EP apasionado –reunión de hip hop, soul, jazz en spanglish, con odas a la comida y esa apertura impresionante, “Estoy Triste”: “Voy a darme todo lo que quería, flaca no me toco con la mano fría. Quiero despertarme, mirarme desde lejos y ver que no soy todo lo que diría”–, Nathy hablaba con toda seguridad de lo que quería a futuro: invertir cada vez más dinero en producción. Sonar cada vez más grande y profesional. Poner en un altar a los géneros que la representan y acompañan en la vida. En ese sentido, Calambre –“el vinilo”, dice sin querer– superó sus expectativas: “Fue un trabajo de artesano entre Rafa y yo, de búsqueda de músicos, arreglistas. Mucha energía y dedicación para que las ideas que yo tenía evolucionaran a algo que suena de esta manera”.
El primer adelanto fue un fuego, “Business Woman”: un beat a lo Dr. Dre, arranca directo en el estribillo bailable en córeo, la estética, los disfraces, evocan a la primera Gaga, con un traje de diablo comiquísimo rapea –la letra menos pensada y pretensiosa del disco–: “Flaco, borrate esa cara de caballito. Después de probarme te quedaste derechito. Soy una nena mala, una droga asesina, me brillan las tetas, me querés de vecina”. Nathy es consciente de la fuerza que toman sus palabras al ser transcriptas, leídas. “Hay que ser irreverente a veces, decir las cosas sin tapujos”, dice. Escribe sola, por fuera del trabajo en el estudio, para no distraerse: “La búsqueda de la poesía me vuelve loca. Pongo mucha delicadeza a la hora de escribir porque sé que es tan importante como la manera en que cante o los músicos que toquen. Porque la música es tan mensajera, tan comunicadora, tan influyente, que si tengo una voz, de vez en cuando me gusta usarla para emocionar de un lado consciente o impulsar algo que inspire quizás de una manera más social. Aparte de todo lo que corresponde también a la ficción, a algo más peliculero en mi cabeza, o irónico o histriónico”.
El impacto con Calambre empieza en la portada: la captura de un salto de gimnasia rítmica (solía practicar), con un cable desenchufado en lugar de cinta (abajo, la entrada del enchufe se quemó), la piel cobriza brilla, de vestimenta solo vendas: “Es la metáfora de lo que vengo guerreando y laburando, también de las heridas y el desgaste que provoca en el cuerpo”. Pero la elección de la palabra tiene principalmente que ver con la música: “Realmente se llama así por el calambre eléctrico, el shock que te puede dar cuando metés ese enchufe en el agua. Es un poco lo que yo siento que puede pasar al escuchar este disco. Es un viaje energético muy poderoso que te atraviesa. Nunca vas a estar igual que antes de escucharlo”, dice.
El segundo jab es la apertura, “Celebré”, desde los primeros segundos: una sirena, un riff que parece comenzar Ace of Base, y enseguida su voz caprichosa y vital repitiendo el leitmotif “celebré, cele cele, celebré” sobre un beat que ya inundó los oídos, y cuando la canción arranca de lleno con las estrofas es imposible no estar adentro, a tono con la intención y su canto cada vez más refinado –“These days no me queda nada, ¿qué será de mi mañana? Prendí fuego a mis billetes con mi libertad”–; hacia el final, un rap buenísimo estilo Rihanna en “Bitch Better Get My Money”, el cierre en una u coral, hermoso pie para el comienzo con cencerro noventoso de “Sana Sana” que, completa, es el hit del año. En el video oficial deambula en taquitos por una habitación con un cuadro de Mercedes Sosa, sigue en otra con bailarines, todos de ropa negra inflada, y termina en la caja de una camioneta por calle de tierra, de pañuelo verde en la cabeza, lleva una cajita de cartón y adentro una rana. Cada vez más popstar, igual de fresca que cuando cantaba hablando en “Sandía”: “Yo vine a enseñarte, no sé si volveré a llamarte, ya veré. Quiero dar vueltas en mi limousine, prenderme un faso y no acordarme de que estoy sin plata. Bañarme en agüita mineral y que me seque un tipo bueno, bravo, sideral”.
“Nunca hice esto de manera pretensiosa”, dice Nathy pensando en La Sandunguera, en cómo se siente hoy respecto de ese trabajo: “Ante todo le rindo agradecimiento, fue una gran investigación acerca de lo que quería hacer”. No hubo recreo en el medio: Calambre llevó todo este tiempo, estructurado en “etapas muy chiquitas”, cada canción trabajada en paralelo. Quizá se le ocurría un arreglo de trompetas y se lo mandaba en una nota de voz a Arcaute; después pensaban y hacían gestiones hasta dar con el colaborador de Prince, Michael B. Nelson, para que arregle y toque en la muy Gloria Stefan, muy IKV, “Sugga”. “Por eso tienen esa cohesión. Al ser canciones tan diferentes, lo homogéneo entre sí es que están hechas de forma coetánea, vibran entre ellas constantemente”, dice Nathy. Una favorita no puede elegir, pero sí dos muy especiales por tener “el comodín del folklore, que a mí me puede”. Una es “Puro Veneno”, la salsa de primer nivel que soñaba hacer, grabada a distancia con una banda de Puerto Rico, producida por la eminencia del género Ramón Sánchez. La otra es el final del disco, “Agarrate”, un tango de corazón roto que a la mitad se convierte en un rap con instrumental boom bap: “Tengo los ojos limpios y lo veo todo manchado”, arranca. “No fue una elección, fue algo que sucedió desde la intuición”, dice Nathy, “porque ¿qué onda quedarse en el ‘me estoy muriendo’?. Hay que agarrar la garra y seguir. No me podría quedar tranquila dando un mensaje de rendición. Creo que no es mi labor”.
Este año el plan era tocar en festivales sin haber completado el disco. Sucedió al revés: un álbum brutal sin escenarios donde lucirse, todavía. Ante la incertidumbre, ilusión y positividad, dice ella: “Imaginar que en unos meses se podrá volver a la carga. Abierta, aprendiendo, planeando la presentación de Calambre que va a ser muy huge”. Con esta entrevista, a las 9 y media de la noche en España, Nathy Peluso cerró su día laboral –“acabo reventada, no tengo tiempo ni para leer el mensaje de wasap de mi vieja”, dijo antes–. Sobre lo último que habla son sus fans: cómo ve crecer la familia, cómo su trascendencia se debe “a toda esa gente que se compromete emocionalmente con mis canciones, las vive, las mueve, se las manda a la amiga, a la madre”. Y unos segundos después, cuando sale de pantalla, la voz queda resonando, su efecto tarda en desvanecerse: hasta parece olerse su perfume.