Cada vez que me cruzo con la tapa del Expreso Imaginario del número de junio de 1979 siento un estremecimiento antiguo, como el esteror de lo que sentí la primera vez que la vi. Tal vez es la añoranza de un mundo que pudo ser y no fue. Atesoro esa imagen como si fuera la foto de una utopía. El título decía: “Grupo M.I.A.: El triunfo de una experiencia independiente”. Alrededor de una mesa de madera se veían chicas hermosas y tipos de pelo largo y barba que tocaban instrumentos y manipulaban otros artefactos. También se veía una máquina de escribir portátil, un espejo, un retrato de Luis Alberto Spinetta. Recuerdo a vuelo de pájaro a Alberto Muñoz, Lito y Liliana Vitale, Kike Sanzol, Verónica Condomí y, algo mayores pero igualmente jóvenes, a Esther Soto y Donvi Vitale. Era una postal hippie, tenía algo de la nave de los locos y sugería un bunker clandestino, una confabulación tan artística como política.
“Fuimos un domingo a Villa Adelina a hacer este reportaje; además de los casetes y los rollos llenos, volvimos con una infusión de vitalidad y entusiasmo que nos va a durar mucho a todos. Porque en esa casa bien de barrio recibimos un reflejo de un funcionamiento eficaz, sencillo y solidario que convierte a los Músicos Independientes Asociados en una experiencia inédita. En nuestro medio plagado de individualismo, obstáculos y negaciones, que no son más que el producto de la cinta aisladora que la gran ciudad adhiere sobre nuestros hogares y nuestras mentes, esto es una demostración de que los sueños se resuelven en una decisión positiva de ponerlos en práctica con los seres y los elementos que nos rodean”.
Así empieza la nota firmada por Jorge Pistocchi y Pipo Lernoud en el Expreso, que ahora lee Fidel Vitale en Rivera al 2100, el documental de Miguel Kohan que pone en foco la leyenda de M.I.A. a partir de la casa de Villa Adelina –ubicada, precisamente, a esa altura de la calle Rivera- donde empezó todo a mediados de los 70 como una tercera vía posible entre las organizaciones armadas y el terrorismo de estado y, también, a cierta distancia del relato del “rock nacional”. La de M.I.A. era otro tipo de subversión. El material que manejaban tiene que ver con la poesía, el teatro independiente, la docencia, el rock progresivo, el surrealismo y se despliega entre la tradición y la vanguardia. Más allá de los orígenes trotskistas-sindicalistas de Donvi, la palabra determinante de ese tiempo, en esa esquina, fue “autogestión”. Construyeron en la nada, fueron pioneros entre el zumbido de balas picando cerca.
Con los minuciosos ficheros de gente de todo el país que se conectaba con Esher Soto, M.I.A para data y fechas se anticipó a las redes sociales y hasta puso en marcha un sistema de preventa de discos que hoy llaman crowfunding. Y mucho más: en la actualidad no queda otro camino que la independencia bosquejada a partir de 1976 por Donvi; lo que hoy resulta inevitable, en Villa Adelina fue decisión ideológica.
La película cubre un arco que se balancea entre Luis Alberto Spinetta y el Indio Solari: en el documental, dos puntas del mismo lazo. En el medio, la fantástica historia de amor y lucha de Esther y Donvi, suerte de Bonnie & Clyde criollos con un raid entre barricadas, fábricas, universidades. Del sepia y los Citroën 2CV estacionados de Villa Adelina se pasa al piso damero de la casona de San Telmo y sus pianos donde, en esencia, persiste aquel perfume alternativo del conurbano. La idea que maneja el guión escrito por Kohan –que fue fotógrafo del Expreso y alumno de piano de Lito Vitale- junto a Paula Romero Levit y Alicia Beltrami apunta a la vigencia de un legado. El árbol genealógico es extraordinario y se continúa en los hijos de Liliana y Lito y en una manera expansiva llegó hasta a artistas como Pablo Dacal, Lucio Mantel y Gabo Ferro.
Rivera al 2100 documenta amorosamente los archivos y folios de Donvi, revela diapositivas y entrevistas. En un momento, Liliana Vitale le muestra a Mex Urtizberea uno de esos folios, cuya carátula reza sucintamente “Mex”. Urtizberea se conmociona. Es, simplemente, un reportaje que le hicieron en un diario en la época de Magazine For Fai. Pero se conmociona imaginando a Donvi en soledad, armando el folio, recortando la nota. “Yo era su saltamontes, su aprendiz”, le dice a Liliana.
El piano de Lito Vitale musicaliza el documental. El leit motiv, bellísimo, tiene una melancolía arrasadora. El patio de San Telmo deja al descubierto las ausencias de Donvi y Esther y de pronto surge una reunión de muchos de los M.I.A., a 45 años de los tiempos de Villa Adelina. Más o menos viejos, más o menos sabios, inquebrantables, se unen en un coro. Hacen un fragmento de “La Cantata Saturno” y son nuevamente chicos y chicas ávidos de sensaciones. Entonan, contienen la emoción, alguien lagrimea: Daniel Curto, Gaby Comte, Andrea Alvarez, Roxana Kreimer Gustavo Mozzi, Verónica Condomí, Perla Tarello, María Pita, Alberto Muñoz, Liliana, Lito al piano, Emilio Rivoira.
Los saltos temporales son inextricables. ¿Cómo era ser joven en dictadura? Ese de la foto ¿es Juan del Barrio? Otro salto: en 2009 ya casi nadie mandaba cartas y yo recuerdo que en el mes de abril me llegó un sobre a casa por vía postal simple. Enigmáticamente decía: “Tertulias El Goyete”. Fue uno de los últimos grandes inventos de Donvi y además un rescate de una preciosa palabra lunfarda: goyete. Junto a Martín Graziano, Donvi organizó una serie de deliciosos encuentros en la casa de San Telmo que nunca develaban del todo su contenido. Había que ir. Una de las tertulias –guardé el papel- decía: Viernes 17, 20 horas. Una nueva excusa para acercarse al Poeta del Río. Algunos artistas, alcanzados por su arco de influencia, acusan su impacto. Canto, versos fluviales y una película en la orilla. Homenaje a Juan L. Ortiz.
No pude ir, pero me crucé con Donvi la semana siguiente. Me dijo que había andado bárbaro. Hablamos, como siempre, de Macedonio Fernández –a quien me une un parentesco lejano-, de Billy Bond y de los Redonditos de Ricota. Su charla era envolvente. Recuerdo una frase: “Somos lo único que tenemos”. Esa misma frase aparece, mecanografiada, en Rivera al 2100. Sobre el final del documental, Lito Vitale dice que, “a la manera mexicana”, cree que la muerte no existe mientras los que partieron vivan en el corazón de los que los recuerdan, generación tras generación. Y toca el piano y se leen los créditos de una historia que se niega a terminar; una historia anclada en una familia ya como tradición y, hoy, en el medio de otro tipo de incertidumbre, como la posibilidad de insistir en lo colectivo y en lo subversivo del arte.