Está sentado frente a un centenar de personas que lo escuchan con atención en un auditorio del barrio de Retiro. Es cálido, tiene humor, pero se toma en serio las preguntas de la entrevistadora y el público. Se concentra y frunce el ceño de una cara surcada como un mapa de accidentes geográficos. Al tanto de la tradición psicoanalítica argentina, él mismo evoca el tema de la terapia. En sus libros suele referirse a sus profundas crisis emocionales y entonces cuenta de su experiencia de años con el psicoanálisis: “Me salvó la vida cuando sólo pensaba en el suicidio”. Es 2015 y está en un gran momento. Su libro El reino, una obra ambiciosa y compleja en la que reconstruye el inicio del cristianismo y explora su propio fanatismo católico en una etapa muy oscura de su vida, es un éxito de ventas y de crítica. Todos sus últimos libros tienen esa recepción.

Desde que abandonó la ficción y se dedicó a cultivar un género personalísimo entre la crónica, la novela documental y el ensayo, Emmanuel Carrère, además guionista y periodista, se convirtió en la última década en lo que siempre quiso ser: un escritor reconocido mundialmente y con sustancia

Esa tarde de diciembre en el auditorio porteño, Carrère se muestra igual que en sus libros: seductor y sin falsa modestia. Y vuelve sobre un tema del que habla en todas las entrevistas. No, él no cultiva el género “autoficción”. No le gusta que lo encasillen allí y argumenta. “En lo que hago yo hay mucho auto pero no hay nada de ficción. Nunca entendí bien a qué se refieren cuando dicen ‘autoficción’. Cuando yo hablo de mí es algo que sucedió realmente. No altero nombres ni intento esconderme. Más bien todo lo contrario."

Esta declaración, ingeniosa porque problematiza la larga tradición francesa de la literatura del yo, hoy le vuelve como un boomerang. La publicación de su último libro Yoga, que en las primeras semanas superó los doscientos mil ejemplares vendidos, generó un escándalo mediático con su ex mujer, que mezcla cholulismo, debates sobre el consentimiento (literario) y teoría de los géneros (literarios). La polémica, que finalmente dejó afuera al escritor de la lista del premio Goncourt - el más importante de la letras francesas- despertó tal interés que llegó a la prensa internacional, aunque el libro todavía no se haya traducido a ningún idioma.

Este año Carrère y Hélène Devynck -periodista televisiva francesa- oficializaron su divorcio después de 13 años juntos y salió a la luz que, como parte del contrato de separación, la periodista podía leer y censurar la novela antes de su publicación. Entonces marcó todos los pasajes donde aparecía -era un personaje recurrente de sus libros anteriores- y se borró de la historia. Para darle forma a la historia sin esos pasajes, Carrère, autor que declaraba no mancharse de mentiras literarias, tuvo que recurrir a ellas. Despista, inventa personajes, cambia nombres, altera temporalidades, y publica un libro muy imperfecto y atrapante; el más descarnado, hipertextual y metaliterario hasta la fecha. Así lo anuncia al principio: “Un libro sobre el Yoga y la depresión, sobre la meditación y el terrorismo, sobre la aspiración a la unidad y el trastorno bipolar. Cosas que parecen no ir juntas pero en realidad, sí, van juntas”.

Tan sólo un año después de aquel diciembre en Buenos Aires y giras mundiales de éxito, de sus reflexiones sobre ser un “neurótico funcional”, cayó en una depresión profunda que terminó con una internación de cuatro meses en un neuropsiquiátrico parisino, donde le informaron que era bipolar. El desencadenante exacto que lo llevó a ese infierno no lo conocemos: es parte de la gran elipsis. Sin embargo Carrère deja inferir en el libro -y en las entrevistas y descargos- que la caída tuvo que ver con una crisis matrimonial producto de un adulterio: el suyo.

Ego y melancolía

El escritor tenía un plan. Tras dos décadas de publicar libros intensos, en que exploraba los pliegues de la moral y las tinieblas subjetivas, se dedicaría a un proyecto menos desmesurado y más luminoso. Las épocas de meterse en la piel de asesinos como Jean Claude Roman en El Adversario (1999); de los ajustes de cuentas familiares y amorosos de Una novela rusa (2007); o de la megalomanía fascinante del ruso Limonov (2011) quedaban atrás.

Al acercarse a sus 60 años, según cuenta el narrador de Yoga, y tras vivir una década de placidez matrimonial y vital, se imaginaba publicando un “librito sutil y sonriente” que recogiera su experiencia con las prácticas de tai-chi, yoga y meditación vipassana -en occidente también conocida como mindfulness- a las que dedicó casi la mitad de su vida. La idea se le ocurrió al ver el interés que despertaba en los entrevistadores -en libros como El reino ya había alentado algo- y le seducía competir con los éxitos de ventas de autoayuda. Sería una exploración didáctica. Pero todo se complicó con una depresión clínica, y quien buscaba no la iluminación pero sí cierta integración terminó recibiendo sesiones de electroshocks. Entonces, como dice Cortázar en Rayuela: este libro es muchos libros, pero sobre todo dos libros. 

La primera parte es, en efecto, una suerte de ensayo sobre el yoga y la práctica meditativa. Arranca con su inmersión en uno de esos retiros donde se medita diez horas sin parar, se desconecta del afuera totalmente y se sale transformado. Esa iba a ser su excusa narrativa para arrancar con el relato y, en parte, por eso se inscribió. Entre las primeras postales de esos días extraños se mezclan sus recuerdos, lecturas e iniciaciones en artes marciales y filosofía oriental a lo largo de los años. Y también, quizás la parte más interesante de esta introducción, un intento de elaboración de diversas definiciones de la meditación: un abanico de variaciones sobre algo que está más allá del lenguaje, o más bien, contra el lenguaje. Quienes conocen la literatura de Carrère saben que convive -o al menos su personaje- con la voracidad de los obsesivos y un ego desmedido que no disimula. Llenar ese vacío fue parte de su búsqueda meditativa así como lo fue su conversión fanática a la fe católica veinte años atrás.

Crisis, melancolía y salvataje espiritual: un cocktail para nada original y que sólo sería un panfleto new age sino fuera que Carrère es un escritor muy hábil, de una inteligencia profunda, que no suele quedarse chapoteando en la superficie. Entonces, así como lo hizo en El reino con el catolicismo, en Yoga va a fondo, investiga y lo narra en pequeños capítulos donde se mezclan anécdotas personales y literarias a la manera de esas fábulas budistas. Pero quien buscaba el equilibrio termina pecando de exceso y, como los dioses griegos cuando se mandan alguna, es castigado.

De esa búsqueda -no sin humor, no sin escepticismo- de un refugio personal pasa casi sin escalas a la cárcel de la psiquiatría occidental. Y aquí empieza el segundo libro: un análisis de la locura y fragilidad a partir de su internación en la clínica Saint-Anne y su trastorno bipolar. Esos accesos de megalomanía seguidos por temporadas en las tinieblas, que él antes caracterizaba tan sólo como “variaciones de la moral”, ahora entran en la cajita de la enfermedad. Y eso lo alivia. Al menos hay una explicación médica para tanto descontrol y sufrimiento causado por el adentro. 

Como en la parte meditativa, en la sección “locura” de Yoga hay una inmersión de tipo periodismo gonzo. El cronista Carrère narra al personaje Carrère loco y explora los confines de su enfermedad a partir de la escritura. La reflexión sobre el acto literario funciona, justamente, como como la bisagra entre estos -al menos- dos libros que conforman Yoga. A lo largo de los más de 200 capítulos, que funcionan como entradas de un diario o de un blog, va y viene sobre sus concepciones de la escritura. Se pregunta, mucho, acerca de cómo va a escribir este libro fragmentado que ya arrancó fallado. Cómo va a unir los pedazos. 

Recurre a Montaigne -otro escritor obsesionado consigo mismo que escribe como vaciándose de sus pensamientos-; cita a Proust, a Simone Weil, a Houellebecq y a toda la tradición de “artistas nerviosos”. Pero no sólo nombra autores, también se vale de otros textos -ajenos y propios- que mezcla con su narración haciendo de esta novela-collage una máquina hipertextual explícita. El autor se toma la libertad de contar no una sino dos veces el relato “La mosca”, de George Langeelan (el de la película de Cronenberg), y así dar cuenta de sus influencias literarias.

No es la primera vez que lo hace; en sus libros anteriores ya aparece la ciencia ficción como escuela formadora -escribió un ensayo biográfico perfecto sobre Philip K. Dick, otro de sus héroes locos- y en Yoga no sólo vuelve a insistir sobre sus filiaciones sino que hace un repaso de muchos de sus libros anteriores. Esto crea una sensación de punto de llegada, de resumen, de obra cúlmine, pero también de repetición o fatiga, cuando un libro que iba a ser sobre una cosa se transforma en otra y en el medio quedan todas las costuras sueltas. 

Las reflexiones metaliterarias pueden ser un salvavidas -o una argucia- cuando eso que queremos contar no fluye. En ese sentido, Carrère dijo en una entrevista con la revista Le Nouvel Observateur que así como consideró El reino su obra maestra, ve en Yoga su libro rengo, cojo, magullado. Una obra bipolar que busca la vía del medio: un libro sobre la búsqueda de libertad espiritual y también sobre la cárcel de la locura, todo opuesto y al mismo tiempo, como le gusta a la filosofía oriental.

CARRERE Y HELENE DEVYNCK EN EL FESTIVAL DE VENECIA

Confesión y confusión

Carrère dedicó gran parte de su vida a hacer reportajes. En los años ‘90 cubría procesos judiciales y los narraba desde su subjetividad, se metía en las historias. Su obra periodística es extensa, variada, muy viajada, y se publicó bajo el título: Conviene tener un sitio adonde ir (2017).

El oficio periodístico y la literatura se fueron mezclando hasta volverse una hibridación de historias reales con el buceo de un narrador que jura decir toda la verdad y nada más que la verdad. Ese ha sido el pacto de Carrère con sus lectores. Desde hace años, el escritor engorda las filas de la llamada literatura confesional, novela documental, escritura autobiográfica, hoy en día las vedettes de Francia. En sus obras pivota entre el exterior y el interior, y Yoga no es la excepción. 

La realidad social se cuela en forma del atentado de Charlie Hebdo en 2015 y de la crisis de los migrantes afganos e iraquíes en campos de refugiados en Grecia, donde el escritor tiene una casa y se va a recuperar tras su internación. O al menos eso narra la parte final de Yoga, cuando el relato se vuelve más poderoso y a su vez más elíptico. En ese momento aparece el gran agujero narrativo, los tiempos se confunden y el propio narrador admite haber roto el pacto y ampararse, por primera vez en años, en la ficción o lo que llama una “mentira por omisión”. “Podría afirmar tranquilamente ante el tribunal de Los Angeles que todo lo que escribo lo hago 'sin hipocresía', como exige Ludwing Börne. Pero Ludwing Börne exige también que escribamos sin desnaturalizar, y en general pretendo eso también, sólo que acá es diferente. Cada libro impone sus reglas, que no fijamos por adelantado pero describimos en el proceso. No puedo decir acá lo que orgullosamente dije de muchos otros: 'Todo es verdad'. Escribiéndolo tengo que desnaturalizar un poco, transponer un poco, y sobre todo borrar”. 

Aquí Carrère abre el paraguas. A la semana de la publicación de la novela nos enteramos de por qué lo hizo. El descargo de su ex mujer en la revista Vanity Fair (donde dice que Carrère no sólo no cumplió con lo pactado sino que además se inventó gran parte de lo que da por cierto) disparó un cruce que parece sacada de la comedia Los secretos de Harry, de Woody Allen, en la que vida y literatura se mezclan para debatir sobre los límites de la escritura. 

¿Cuánto derecho tiene un autor de usar historias e identidades ajenas en sus obras? ¿Qué protección tenemos los comunes mortales para no volvernos personajes? ¿Cuáles son los límites morales de lo confesional? ¿Cuáles son sus trampas? Si yo digo que algo es verdad en un libro, ¿es realmente cierto o es una versión de lo que recuerdo o alguien recuerda? 

Francia, tierra de la muerte del autor, parece mandada hacer para enfrascarse en estas discusiones. No sólo allí se inventó el término “autoficción” sino que tiene una larga tradición de autores que indagan -en literatura testimonial pero también en la ficción- los mecanismos y artificios de la memoria. Carrère, en una pirueta astuta, ahora decide insertarse en esas filas. De hecho llega a comparar su libro a los juegos especulares de W o el recuerdo de infancia, de Georges Perec, aunque honestamente no sean obras comparables. Yoga, que iba a ser un librito liviano pero profundo sobre los beneficios de la meditación, con el paso del tiempo se fue convirtiendo en un artefacto complejo y peligroso como una bomba, una camisa de once varas fascinante en la que, a pesar de sus agujeros e imperfecciones, vale la pena meterse.

(Este artículo se completa en un recuadro con unos extractos de Yoga, un libro aún inédito en castellano)