Gracias a la sorpresiva aparición del coronavirus en el horizonte y de la extraordinaria expansión que ha tenido, sólo los Beatles lo lograron en su momento, se ha reproducido el número de expertos en pestes, hasta de lectores de los libros clásicos sobre el tema. Tales expertos manejan datos, proponen medidas, critican a los gobiernos que no les gustan y hasta organizan excursiones para oponerse pública y manifiestamente a todas las terapias que están en curso, usando, desde luego, tapabocas, ese adminículo que a nadie se le había ocurrido usar en las pestes anteriores.

Para esos expertos conocedores los que realmente saben, los científicos, constituyen una mafia cuya pretensión de enfrentar al enemigo carece totalmente de consistencia mientras que en las opiniones de los conocedores está la solución. Uno de los campeones de los conocedores es un tal Bolsonaro en Brasil, tan convincente que ha conseguido seguidores en otros países, incluso en la Argentina, pese a la desconfianza que los argentinos siempre han tenido de todo lo que viene de ese estentóreo vecino, desde el fútbol, las bananas y el café por parte baja.

Durante la peste negra o la de la gripe asiática o aun la de la folklórica fiebre amarilla los infectados caían como moscas y a los que todavía no lo habían sido ni siquiera se les ocurría lavarse las manos, menos taparse la boca y las narices. Se puede concluir de esto que todas las pestes que habían afligido a la humanidad y casi habían terminado con ella eran primitivas, hasta ingenuas pero, sin duda, de una fuerza tal que cada una le ganaba en eficacia a la anterior y tomaba medidas para ganarle a la próxima como si hubiera un campeonato de pestes o una república de virus dotada de un congreso permanente en el que estos cuasi seres discuten en qué momentos pueden salir a atacar. Eso parece que ha sido acordado en las últimas reuniones y se ha decidido por unanimidad que los de la gripe común se replegaran, ya tuvieron su oportunidad, y se la dieron al coronavirus que está castigando ahora a la humanidad aunque no se sabe muy bien qué está castigando.

Este aspecto es interesante, algo debe haber hecho mal la humanidad de modo que una entidad suprahumana ha juzgado que merecía un castigo ejemplar como, por ejemplo, cuando Dios envió un diluvio y anegó la tierra dejando un tendal de muertos y, sobre todo, una leyenda muy bonita que sigue presente en todas partes, hasta se discute cómo pudo ser que el elegido por Dios para sobrevivir metiera en su arca a seres tan voluminosos y diferentes como rinocerontes, elefantes, vacas y tigres junto con cisnes, víboras y monos y virus, no los olvidemos, dejando de lado, por poco elegante, la cuestión de los olores. Detalles que no desmerecen la historia.

Pero esto de ahora es otra cosa, no sabemos cuál es la culpa que merece este castigo. Por esta razón, y hablamos de conocedores, parece normal que cada vez que apuntó una peste brotaran redentoristas que abandonaban los consejos y las soluciones para ir a zonas más trascendentes. No es casual que inmediatamente después de la fiebre amarilla prosperara en la Argentina el ocultismo, los Rosacruces, la Madre María, la teosofía y varias sectas más, seguramente practicantes de ritos extraños, exorcismos e invocaciones a los seres que en el más allá dirigen nuestros destinos, los de los crédulos espectadores que contienen el aliento cuando ven esas películas, terrores de todo tipo, seres repugnantes, magos tenebrosos, una caterva cinematográficamente perfecta. Lugones y Quiroga se interesaron por estas apariciones y escribieron algunas páginas memorables, debe haber muchos otros que se fascinaron con las ultratumbas, los seres especiales y la oscura zona del “más allá”.

Hay variantes interesantes de esta respuesta al peligro; una de las que por aquí apareció es algo semejante a un cambio de nivel o de densidad de la desconfianza que manifiestan, en todo el alcance de este verbo, los anticuarentenistas que rodean el Obelisco cuando no hace demasiado frío: su desconfianza es de un orden superior y alcanza no sólo a los científicos argentinos sino hasta a precursores de la astrofísica muy anteriores a Cristo, esos griegos que, curiosos, pensaban en todo, y, desde luego, a los navegantes españoles y portugueses y a Galileo y a Copérnico y a los pilotos de todas las líneas aéreas del mundo, sin contar los cohetes espaciales que toman fotos del planeta. Si hay quien niega a los antibióticos por qué no creer en quien niega la redondez de la Tierra, tienen todo el derecho a negar lo que se les ocurra si con eso creen, al mismo tiempo, que se salvan de la peste, aunque no se ve con claridad la relación entre ambas cosas. Son los llamados “terraplanistas” que, junto con los anticuarentena y los macristas forman las cohortes que están buscando infectarse y, generosamente, infectar a todos los que se les acercan, así sea para golpear una cacerola echada a perder o envolverse en una bandera transpirada.

Los terraplanistas son seres humanos, no son extraterrestres y, por lo tanto, buscan ser escuchados y pueden ser muy convincentes en lo inmediato; por ejemplo, si la tierra fuera curva el agua de los mares tendría que caerse pero no se cae, por algo será; si desde Colonia, Uruguay, se ve el perfil de Buenos Aires a simple vista es porque Buenos Aires no se oculta en un giro del planeta y así siguiendo. No cabe duda de que argumentos como éste calan profundamente y satisfacen a quienes creen en lo que pueden ver con sus propios ojos y no en lo que libros, que no leen, pueden argumentar: “Ojos que no ven, corazón que no siente” podría tener el carácter de una bomba que terminaría con la teoría de la relatividad, la biología molecular y la antropología y hasta el desconstructivismo.

Estoy a punto de creer en lo que afirman, me convence eso de que el agua de los mares no se caiga ni de que yo no me caiga cuando estoy parado, por suerte estoy sentado mucho rato frente a la pantalla de mi computadora y no me caigo ni siquiera cuando me inclino a recoger el bolígrafo que se me cae de cuando en cuando. Está, por supuesto, el hecho de las estaciones, cómo es posible que aquí sean las 8 PM y en Europa las 12 y, más aún, que aquí haga calor en diciembre y en Europa haga frío; para un buen terraplanista eso es cosa de cada cual, si les gusta el frío que se queden donde hace frío y lo mismo respecto del calor, eso no se puede arreglar o, mejor dicho, no se le puede atribuir a la redondez de la Tierra, nadie, en su sano juicio, ha visto que algo que se ve de repente no se vea más y que el calor o el frío en lugares opuestos ocurra porque el Sol va para un lado u otro sin que se sepa por qué diablos lo hace, a lo mejor porque Dios se lo está ordenando, ya se sabe que los designios de Dios son inescrutables e indiscutibles. De donde un consejo dictado por la sabiduría popular: “Si quieres ser feliz como tú dices, no analices, muchacho, no analices”. Pensar da dolor de cabeza, mejor no.

 

Por el momento, voy a esperar para brindar mi adhesión a los miembros de ese credo. Pero hay un punto que me preocupa: ¿por qué, aunque empezaron hace ya tiempo a presentarla, esa idea, por llamarla de alguna manera, rebrota ahora que una peste recorre el mundo? Lo interesante es que florece irrigada por un popular brote anticientífico que está a punto de sostener o bien que el virus no existe o bien que si existe es una maléfica creación de unos sabios locos manejados por una siniestra asociación integrada por la CIA, el Papa Francisco, los comunistas chinos, la masonería y, no podía faltar, Cristina Fernández de Kirchner.