La temprana muerte de Marcelo Céspedes en mayo pasado, días después de cumplir 65 años, dejó un tendal de lamentos --no de circunstancia, sino entrañablemente auténticos-- entre documentalistas y celebrantes de ese campo creativo. Muerte inesperada, obscenamente temprana para quien, como con justicia se definió en estas páginas, fue un motor del documental argentino. Desde su primera película como cineasta (el corto Los totos, 1983) hasta la última como productor (Ata tu arado a una estrella, 2017), sin Céspedes el campo documental local difícilmente hubiera tenido la dinámica, la creatividad, la variedad y proyección internacional que hoy se le reconoce, y que dejando chauvinismos de lado lo distinguen como uno de los más pujantes del mundo. Así, la retrospectiva que la muestra DocBuenos Aires le rinde a partir del martes 27 (ver aparte) no suena a autohomenaje, sino a un reconocimiento que se imponía.
Céspedes no era famoso por su carácter amigable sino por su condición de pionero, por su obra breve pero imprescindible, por su ojo de productor. “Pretende pasar por un rudo hombre de negocios, pero es un idealista”, afirmó tiempo atrás Andrés di Tella, que filmó bajo su ala La televisión y yo (2002), Fotografías (2007) y Hachazos (2011). Palabras más, palabras menos, todos los que trabajaron con Céspedes coinciden con el estado de terror que ocasionaban sus furias, pero también con sus “curaciones” certeras e implacables. “Curador” es tal vez en su caso un término más ajustado que el de mero productor, ya que Céspedes estaba encima de todas las etapas de realización de un largometraje, desde la idea original hasta el último corte de montaje. Pero eso es de sus tiempos de productor para terceros, que ocupa la segunda mitad de su trayectoria, tanto como la fundación y dirección del DocBuenosAires, que en el curso de veinte años presentó en el país a lo más alto del documental internacional.
Antes de eso, los primeros años fueron de films propios, ciertamente autoproducidos y muchos de ellos dirigidos junto a Carmen Guarini, su compañera de años y socia hasta el final. Ambos fundaron por entonces la productora Cine-Ojo, que se convertiría en la más constante, prolífica, longeva e innovadora del campo documental. Integrada por cortos, medios y largometrajes, la obra del dúo Guarini-Céspedes alterna films sociales en la línea de Fernando Birri (Los totos, 1983, Por una tierra nuestra, 1985, Crónicas villeras, 1988, y La noche eterna, 1991) con otros resueltamente políticos, como A los compañeros la libertad (1987), La voz de los pañuelos (1992) y Jaime de Nevares: último viaje, (1995). En todos ellos Céspedes y Guarini adscribieron a la línea documental que se conoce como “cine directo”, que aborda lo real “tal como es”, en tiempo presente, renegando de la pretensión de omnisciencia de la voice-over, la mirada totalizadora y la revisión de grandes hechos, extendidos en el tiempo.
En los films sociales, que abordan la realidad de la gente más humilde (niños que pasan más tiempo en la calle que en la escuela en el caso de Los totos, ocupantes de tierras fiscales en la profética Por una tierra nuestra, habitantes de barrios carenciados en Buenos Aires, crónicas villeras, pauperizados mineros del carbón en La noche eterna), la relación con los protagonistas es de igual a igual, sin miserabilismos y permitiéndoles expresarse ante cámara con asombrosa naturalidad. Algo semejante sucede en películas posteriores, como Tinta roja (1998) e H.I.J.O.S.: El alma en dos (2002). En ambos casos el recorte de realidad practicado por el dúo hace ingresar en campo fenómenos aún más particulares, como pueden serlo la sección Policiales del diario Crónica en Tinta roja y la construcción cotidiana de la agrupación homónima de hijos de desaparecidos en H.I.J.O.S., el alma en dos. Estos films heredan el antecedente de Hospital Borda… un llamado a la razón (1986), cuya sensación de “vivo” es tal, que da la impresión de que Céspedes y Guarini decidieron investigar el deterioro del hospital nacional de salud mental esa misma mañana y se lanzaron a hacerlo intempestivamente, cámara en mano y ojo avizor.
Aún más audaces fueron algunos de sus pasos postreros, ya en solitario, como autor de la idea y productor de Pulqui, un instante en la patria de la felicidad (A. F. Mouján, 2007) y codirector de La ballena va llena (2014). Ambas llevaron las fronteras del cine de no ficción hasta zonas en las que lo documental pasaba por filmar acontecimientos que no eran parte de una realidad preexistente, sino generados por los propios autores. La reconstrucción a escala del “avión peronista” en el primer caso, como forma de re-presentar (volver a hacer presente) la quimera de un pasado pisoteado. En el segundo, con el diseño de una nave que debía transmutar a migrantes de los países del Tercer Mundo en obras artísticas, como forma de hacerlos entrar de contrabando en Europa. Obra del colectivo quimérico Estrella de Oriente, La ballena va llena --documental dadaísta, político y picaresco-- es un ovni absoluto, aquí y en el resto del mundo.