Bebíamos mucho en la época de los veranos en Arcouest, y los amigos que venían bebían bastante también. En fin, bebíamos mucho, bebíamos demasiado, y la meditación, a la cual era fiel, la hacía seguido con resaca, o directamente borracho. Totalmente borracho, me dedicaba a hacer circular la respiración y la energía, primero subiendo a lo largo de la columna vertebral hasta la cima del cráneo, luego volviendo a bajar por la parte delantera del cuerpo (esa es, a grandes rasgos, la pequeña circulación), todo reforzado con autosugestión y en un maelström de pensamientos parásitos que no sólo no podía parar sino que además me parecían formidables. Luego me decepcionaba, claro. Borracho o colocado, en general estaba las dos cosas, creemos atrapar pepitas pero nos encontramos con un sorete de cabra en la mano. Hoy en día me calmé un poco, es la edad. Me sigue gustando la ebriedad pero soporto cada vez menos el alcohol, me hacen falta tres o cuatro días para reponerme de una borrachera mientras que en la época de l’Arcouest volvía a beber valientemente a la noche siguiente. Meditar borracho es absurdo, estoy de acuerdo, pero en ese momento me convencía a mí mismo de que observaba mi estado de ebriedad. Ya que el interés de la meditación -podría ser una segunda definición- es suscitar en uno mismo una especie de testigo que espía el torbellino de nuestros pensamientos sin dejarse llevar por ellos. Sos sólo caos, confusión, mermelada de recuerdos y de miedos y de fantasmas y de vanas anticipaciones, pero alguién más calmado, en su interior, vela y hace su reporte. Evidentemente, el alcohol y las drogas hacen de ese agente secreto un agente doble, para nada fiable. Sin embargo yo continuaba, siempre continué más o menos y si me obstino en escribir este libro, mi propia versión de esos libros de autoayuda que les va tan bien en las librerías, es para recordar lo que raramente dicen los libros de desarrollo personal: que los practicantes de artes marciales, los adeptos al zen, del yoga, de la meditación, esas cosas luminosas y benefactoras que realicé toda mi vida, no son necesariamente sabios ni personas calmas, sosegadas y serenas sino también, y bastante seguido, personas como yo patéticamente neuróticas, y que esto no impide nada, y que hay que, según la gran frase de Lenin, “trabajar con el material existente”, y que incluso si no nos conduce a ninguna parte tenemos razón a pesar de todo en obstinarnos en ese camino.
¿Fuera de peligro?
Estas líneas desilusionadas las escribí en la primavera de 2017, dos años después de los hechos que cuento, en un cuarto del hospital Sainte-Anne donde, entre dos electroshocks, intentaba mantener a raya mi espíritu errático y deteriorado entretejiendo este relato. Pero no es bajo esta luz cruel que veía las cosas en esa noche del 7 de enero de 2015 mientras una lluvia tupida acribillaba la tierra blanda y negra del jardín y acostado en la cama estrecha de mi bungalow, en una granja aislada del Morvan, esperaba la hora de la cena. En ese momento me veía, quizás no como un hombre tranquilo, apaciguado y sereno, no del todo, no todavía, pero al menos como un hombre que no era más patéticamente neurótico. La salud psíquica, según Freud, es ser capaz de amar y trabajar y desde hacía diez años para mi sorpresa me había vuelto capaz. Si me lo hubiera predecido cuando era joven no lo habría creído. No esperaba tanto de la vida. Pero venía de escribir seguidos, sin largos y torturantes intervalos de sequía, cuatro libros gordos que mucha gente consideraba buenos, y agradecía al cielo, cada día, por un matrimonio que me hacía feliz. Luego de tantos años de errancia sentimental, me veía llegado a buen puerto. Creía que mi amor estaba a salvo de las tormentas. No estoy loco: sé bien que todo amor está amenazado -que todo, de todas maneras, está amenazado-, pero me figuraba esta amenaza viniendo del exterior, ya no más de mí. Freud tiene una segunda definición de la salud psíquica, tan sorprendente como la primera: es que no nos dejemos tomar más por el malestar neurótico, solamente por el malestar ordinario. El malestar neurótico es aquel que nos inventamos nosotros mismos bajo una forma terroríficamente repetitiva, el malestar ordinario es aquel que nos reserva la vida bajo formas tan diversas como imprevisibles. Nos viene un cáncer, o peor, uno de nuestros hijos tiene cáncer, perdemos un trabajo y caemos en la miseria: malestar ordinario. Por mi parte, no tuve prácticamente malestar ordinario: hasta el momento no había atravesado un gran duelo, ni problemas de salud ni de dinero, hijos que hacen su camino y tengo el raro privilegio de ejercer un oficio que me gusta. Pero respecto al malestar neurótico, no le temo a nadie. Sin presumir, estoy excepcionalmente dotado para para hacer de una vida que tendría todo para ser feliz un verdadero infierno, y no voy a dejar que nadie hable a la ligera de este infierno: es real, terriblemente real. Sin embargo, contra todo pronóstico, me parece que me pude escapar. Parecería que enero de enero de 2015 pudiera decirme estoy a salvo. Soy prudente, claro, no me regodeo, sé que quizás sea una ilusión, pero una ilusión que dura desde hace diez años, ¿sigue siendo una ilusión? ¿Qué es lo que hace que este momento de la vida me sea tan favorable? ¿A qué se debe este progreso? ¿Al psicoanálisis? Francamente, no lo creo. Me la pasé casi veinte años en divanes sin resultados notables. No, pienso que, simplemente, se debe al amor. Y quizás a la meditación, al yoga: empleo estas dos palabras de manera indiferenciada. Pienso que el yoga y la meditación, como el amor y el trabajo de escribir, van a acompañarme, sostenerme, llevarme hasta mi muerte. Sitúa el último cuarto de mi vida, ya que estadísticamente estoy ahí con casi sesenta años, bajo la invocación de esa frase de Glenn Gould, tantas veces anotada en sucesivas libretas: “El objetivo del arte no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina pero la construcción paciente, que dura una vida entera, de un estado de quietud y maravilla”.
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Traducción: Ana Fornaro
(Este recuadro forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que cuenta la historia que rodea la escritura de Yoga, de Emmanuel Carrère)