Hay sitios malditos que pasan a la historia porque en ellos se encarceló, se torturó, se humilló a quienes alzaron la voz, se rebelaron contra la injusticia o simplemente pidieron por sus derechos. Son sitios que con el tiempo dejan de ser meros edificios, pierden su funcionalidad primigenia para la que fueron construidos y se transforman en símbolos porque sus fachadas y paredes, desde adentro, empiezan a contar las historias de aquellos que se pretendía callar, encerrándolos.
Y entonces, para evitar que sigan “dando de qué hablar”, se los hace desaparecer. Primero a las personas, después a los edificios, con pala mecánica, pico y pala, demoliéndolos. Para que la historia se convierta en polvo y escombros.
La excomisaría de Puerto San Julián, en Santa Cruz, es uno de esos lugares. Es escenario y testigo histórico, en especial por el significado que tiene en torno a la represión y aniquilamiento de las huelgas patagónicas hace cien años por parte de las fuerzas armadas enviadas por el gobierno nacional, la policía local y los dueños de la tierra.
En los calabozos de esta comisaría estuvo detenido arbitrariamente José Font, “Facón Grande”. Lo trataron de “amansar” para que cediera unos lotes de su propiedad a uno de los estancieros de la zona. Estuvo encerrado varios meses hasta que lo dejaron en libertad sin cargo y culpa. Poco después, Facón Grande se convertiría en uno de los emblemáticos líderes de los trabajadores rurales, que, en reclamo de condiciones mínimas de vida y de trabajo, pararon la esquila de ovejas y paralizaron la provincia entera. Fue fusilado a mansalva, como otros 1500, por orden inmediata del teniente coronel Varela, comandante de las tropas del Ejército enviadas por el Estado nacional gobernado por un presidente constitucional del radicalismo, Hipólito Yrigoyen.
A los calabozos de esa comisaría también fueron arrastradas las cinco mujeres que, según la narración de Osvaldo Bayer, tuvieron la valentía, la ética, el coraje de enfrentarse al Ejército, al negarse a ejercer su profesión como prostitutas a los soldados que venían envalentonados de masacrar obreros. Amalia Rodríguez, Angela Fortunato, Maud Foster, Consuelo García y María Juliache dijeron no a las tropas del capitán Anaya y pagaron caro su dignidad de echar a escobazos a los milicos asesinos. Fueron encerradas, vejadas y torturadas en la comisaría de San Julián. Durante décadas nunca nadie volvió a hablar de ellas.
El polaco Francisco Nodokoski y el ruso Miguel Neke, peones rurales y anarquistas, que se habían escondido de la represión en la zona portuaria de la ciudad, fueron detenidos por “agitadores” y llevados a la misma comisaría. Poco después fueron “trasladados”, eufemismo de aquella época recreado por los genocidas de la última dictadura, y fusilados por el Ejército. Sus cuerpos fueron tirados al terreno del carnicero de la ciudad, Bucic, donde fueron devorados por los chanchos. Tras conocerse la noticia, por un tiempo la población dejó de comer embutidos y carne de cerdo.
La excomisaría de San Julián dejó de funcionar hace tiempo. Parte del edificio se fue cayendo de a poquito, hasta que un grupo de vecinos tomó la iniciativa para rescatarlo como patrimonio histórico de la ciudad. Pero el destino que se le pretendía dar parecía estar sellado. El predio fue adquirido hace algún tiempo por un influyente colegio de monjas salesianas, el instituto María Auxiliadora, con la intención de construir un gimnasio, idea loable en principio, pero en el lugar equivocado para la educación física de los escolares. Las ironías de la historia, de cómo se cruza la memoria de cinco corajudas prostitutas a los designios de monjas de claustro.
La iniciativa de vecinos, respaldada por las mesas de trabajo que hace años vienen trabajando en todas las ciudades y localidades de la provincia de Santa Cruz en rescate de la memoria de las huelgas patagónicas, ofrecieron predios alternativos para el gimnasio, propuestas que no fueron escuchadas.
Hace unos días, tras un convenio firmado a escondidas entre las autoridades religiosas del instituto y el intendente de la ciudad, radical y allegado a la Sociedad Rural local, empezaron las tareas de demolición del edificio histórico, uno de los pocos que quedan de la etapa fundacional de la ciudad.
El edificio debía acallar sus verdades, había que auyentar los espíritus con la esperanza de que los escombros quedaran mudos, perdiéndose uno de los sitios más emblemáticos que recuerda la masacre de hace cien años.
Sin embargo, antes de que todo terminara en polvo y piedra, desde la Comisión Nacional de Monumentos y Bienes históricos, dependiente del ministro de Cultura de la Nación, se declaró en estos días que la antigua comisaría de San Julián pasara a ser, con efecto inmediato, Monumento Histórico Nacional, con el objetivo de fundar un museo que rescate la memoria de los perseguidos y silenciados.
Es la primera vez en casi un siglo que el Estado Nacional, con la firma directa del Presidente, asume su deuda con la memoria de las huelgas rurales de Santa Cruz, prometiendo un museo que a la sociedad de San Julián, a la provincia y al país entero permitirá saber qué pasó hace un siglo, quiénes fueron los responsables, por qué taparon la verdad durante tanto tiempo y por qué prentenden silenciarla hasta ahora, qué enseñanzas nos deja para entender los problemas de hoy y nos permita encontrar las soluciones para el futuro.
Osvaldo recuperó la Verdad a través de su investigación y sus libros. Ahora, con la excomisaría de San Julián, se hace Memoria. Alguna vez se hará Justicia con los humillados de siempre.