Diego Armando Maradona, el más grande jugador que haya dado la Argentina y, a criterio del escritor mexicano Juan Villoro, “la figura más fabulosa que ha producido el fútbol dentro y fuera de la cancha”, cumplirá 60 años el próximo viernes. Todo o casi todo se ha dicho, escrito y mostrado de su incomparable trayectoria deportiva y también de su turbulenta vida personal. 

La vida de Diego la vivimos todos, primero en blanco y negro y luego en colores y sus éxitos, sus derrotas, sus grandezas, sus miserias, sus crisis y sus resurrecciones han sido un poco nuestras. Maradona se expuso a la vista del mundo como si las paredes de sus casas fueran de material transparente. Las luces potentes de los reflectores lo apuntaron por primera vez cuando tenía 15 años y saltó a la primera de Argentinos Juniors: nunca más lo soltaron desde entonces.

A lo largo de estas seis décadas en las que caben varias vidas, demasiadas para un solo individuo, a Diego le tocó desempeñar a tiempo completo, el trabajo más estresante e insalubre de todos cuantos hayan existido: ser Maradona. El hombre más famoso, más amado, más odiado del planeta. El Dios del fútbol mundial. Para poderlo sobrellevar, para protegerse de las furias arrasadoras de la celebridad, la gloria, la fortuna y las tentaciones marginales que venían en ese combo endiablado, Diego creó su propio personaje: Maradona, al cual suele referirse en tercera persona. El hombre y sus bestias todavía conviven en el mismo cuerpo. Y pueden aparecer inesperadamente en cualquier situación, con diferencia de segundos.


“Con Diego voy a todos lados, con Maradona no tomó ni un café”, dijo alguna vez Fernando Signorini, su preparador físico personal y una de las personas que más de cerca lo conocen. Diego es cálido, leal, sensible, divertido, generoso, solidario y amigo de sus amigos. Maradona, en cambio, puede ser capaz de gestos brutales de desprecio, soberbia, atropello y arbitrariedad hacia todo aquel que le represente una amenaza. O no haga lo que él quiere, cuando él quiere y del modo en que él lo quiere. Lo mejor de lo bueno y lo peor de lo malo parecen latir dentro de él. 

En estos 60 años, muchas veces Diego debe haberse sentido prisionero del personaje que armó como coraza protectora. Cuando comenzó a hacerse inmensamente rico y famoso, todas las simples cosas de la cotidianeidad, comunes a miles de millones de personas, le fueron vedadas. El tumulto, el bullicio, el asedio de los periodistas y de la gente y la violación de su intimidad han sido constantes. Y la tensión muchas veces terminó sobrepasándolo. Resulta agobiante vivir así y Diego lo viene soportando desde hace más de cuatro décadas. Ha pagado un precio demasiado elevado por trabajar de Maradona: no tener su propia vida. A cambio, vive en la de tantísimos otros que siempre lo amarán por lo que es: el mito viviente del país de los argentinos.