El título del libro de Mario Wainfeld, al margen de sus méritos informativos y narrativos, es síntesis perfecta de una de las convicciones más grandes que impone la figura.
“Kirchner. El tipo que supo”.
Por un lado es afirmación que ingeniosa y decididamente convoca a la lectura; por otro, y sobre todo, despierta ipso facto el desafío de profundizar qué es lo que supo el tipo.
Ni el detractor más enfático de Kirchner pondría en duda -no ocurre, de hecho- que fue un gran ejecutor de lo que leyó en la realidad local, regional e internacional de su momento.
Sólo después de ese reconocimiento unánime resulta habilitada la polémica en torno de si, a ese largo plazo en el que estamos todos muertos, el tipo fue “apenas” un diseñador coyuntural. O, antes, un estupendo proyectista.
¿En qué consistiría ser un estratega político, además? ¿En anticipar el curso de la Historia para dentro de períodos insondables? ¿O en saber cómo forjar y aprovechar episodios que dejen un legado de base para que, hasta donde sí podría dar la vista, haya una correlación de fuerzas favorable o más pareja?
Basados en lo que el tipo supo según le reconocen todos (de piso no fue un Alfonsín, que terminó injustamente muy mal por un golpe “de mercado”; ni un Menem, cuya matriz pragmática saltó por el aire como podía predecirlo cualquiera con dos dedos políticos de frente; ni un De la Rúa, como inútil a tiempo completo al no-mando de un rejunte de viudas peronistas y radicales), primero cabría despejar cuestiones que van del eticismo o la moral hasta “la suerte que tuvo”.
Las críticas destructivas subsistentes son que Kirchner -más luego los Kirchner, él y Cristina- fue un saltimbanqui que de adherir al menemato pasó sin escalas al populismo izquierdoide; y de su ausencia absoluta en el campo de los derechos humanos aplicados a la denuncia y militancia contra el genocidio, a cooptar Madres, Abuelas y organismos del área mediante declaraciones, gestos y medidas contundentes.
Segundo, que tuvo la fortuna fantástica del ajuste cuya conclusión y administración ya había producido el interregno duhaldista.
Sumado, el precio espectacular de las materias primas de origen agropecuario.
De allí surgió y ahí permanece el lugar común de que con plata, a través de la tonelada de soja a 600 dólares y porque los chinos necesitaban el poroto para sus chanchos, como nunca, ser redistributivo con espíritu de justicia social es la cosa más fácil del mundo.
Tercero, que la historia derrumbó o hirió la imagen del tipo que supo, y la de la mujer que continuó su obra, debido a una corrupción generalizada e irrefutable.
Esas invectivas se caen por su propio peso desde cualquier análisis intelectualmente honesto; pero, cree uno, corresponde dedicarles unas pocas líneas.
Que Kirchner proviniese de ausencia de épica contra la dictadura y el menemato no le quita un gramo de emoción al modo y el fondo en que, en todo caso, reparó esas faltas.
Que sea “acusado” de sólo usufructuar circunstancias favorables en beneficio de las mayorías es la imputación más mugrienta de todas, como si no sobraran los ejemplos de iguales contextos que fueron usados para joderles la vida a esas mismas mayorías.
Y que haya habido en su mandato -y en el de CFK- una corrupción sistematizada, estructural al modelo como ocurrió con Menem, fue derrumbado por la falta de probanzas: sirvió para que la derecha se entronizara, con el aporte clave de una economía blandengue que le hizo la primera; pero ahora se caen a pedazos todas las invenciones mediáticas y, más aun, casi no hay manera de ocultar que la auténtica asociación ilícita fue constitutiva del gobierno macrista.
Sin embargo, así se tomaran por veraces o verosímiles las amonestaciones contra Kirchner, lo que no resiste es pretender que un hombre, un dirigente político, un hijo de su tiempo, un líder, carezca de toda contradicción.
Ahí es cuando la figura de Kirchner adquiere una estatura inmensa porque, justamente, fue capaz de resolver esa dialéctica complejísima de que el peronismo concentra lo mejor que nos pasó y, también, alguna parte de lo perjudicial.
Alguna parte si se quiere minúscula, en su recorrido histórico, al comparársela contra toda otra experiencia en la que no haya gobernado el peronismo en su versión más favorable a las necesidades de los desplazados, los oprimidos, los sectores de clase media-baja y de media propiamente dicha que, sólo gracias a él, se aproximaron a aquello de la movilidad social ascendente.
Kirchner fue la solución de varios años a ese intríngulis, interminable, respecto del peronismo como elemento meramente conservador, autoritario; o como lo más comprobable que se haya registrado para acercarle disfrute a las masas.
Lo que supo Kirchner es atravesar la frontera del posibilismo para darle ventaja a que lo posible fuera, sea, una energía que se mantiene para que el terreno siga en disputa entre los proyectos oligárquicos, imperturbables, y los que se labran en dirección contraria.
Al cabo de las prácticas frustradas después del retorno democrático, Kirchner persiste como insignia de que la política tiene todavía algo para decir frente al saqueo neoliberal que -jamás debe dejar de recordárselo- engendró y organiza una victoria cultural, universal, de la conquista de las almas. De asentarlas en el egoísmo individualista, y de aspiración de clase, como única perspectiva. Eso que se llama “construcción de subjetividad” o “producción de sentidos”.
En orden aleatorio que hoy muchos relativizan por acostumbramiento descriptivo, como si se tratara de que fue soplar y hacer botellas, Kirchner dijo y ocasionó sacarse de encima los condicionamientos del Fondo; liquidar en sus primeras horas de gestión a una Corte Suprema abyecta; repartir la “suerte internacional” en socorro de los humildes; impulsar la ley de Medios y la de Matrimonio Igualitario; la Asignación Universal por Hijo; la reestatización del sistema jubilatorio, que cortó aquella estafa espeluznante de las Afjp.
Todo eso y tanto más le allegó no solamente el favor popular representativo, sino la significación de que personalidades y sectores formados en la cultura y acción de izquierda, e incluso del radicalismo, aportasen a erigir ese faro que nadie calculó cuando era un pingüino desconocido al que se observaba como mera casualidad -o como mucho una incógnita- tras el estallido de 2001.
Suele no repararse en ese último aspecto: excepto por algunas franjas constantemente radicalizadas y a las que, empero, les guardaba respeto (baste memorar la conmoción que le produjo el asesinato de Mariano Ferreyra, días antes de morir), Kirchner personificó la reconciliación entre el peronismo y una izquierda, entendida ampliamente, que más bien siempre abrevó en el gorilismo.
A 10 años de haber partido, con este embate feroz desde los enemigos históricos del concepto más expresivo de la palabra “pueblo”, no renunciemos a la necesidad de que Kirchner deba ser citado en presente.