“Quisiera que me recuerden” dice el primer verso de un poema de Joaquín Areta, obrero y militante detenido desaparecido. Néstor Kirchner solía recitarlo, “shesheando” la ese. Como presidente, quiso que lo recordaran entreverando realizaciones, gestos y palabras inolvidables. Discursos o epigramas porque Kirchner fue un precursor del tuit con frases punzantes e inolvidables. “¿Qué te pasha Clarín?” entre tantas. Las palabras o las imágenes no funcionaban como simulacros: complementaban a los hechos.
El cuadro del dictador Jorge Rafael Videla no llegó descolgado: lo precedían la renovación de la Corte Suprema, la reapertura de la ESMA, la anulación de las leyes del perdón construida por los tres poderes del Estado. El gesto visibilizaba, popularizaba, la complejidad de la política pública.
A veces la intuición anticipaba a las movidas. Fidel Castro y Hugo Chávez estuvieron presentes en la jura. Por entonces Kirchner no estaba convencido de dedicarse mucho a la política internacional, menos aún de viajar fuera del país. Le parecía una pérdida de tiempo con tantas urgencias pendientes en la Argentina. A la vez, no terminaba de empatizar con el caribeño Chávez ni con el brasileño Lula da Silva. Se adaptó pronto porque asumió que la política exterior era un capítulo de la doméstica o viceversa. A los dos años, se tiraba paredes con Lula, ambos “conducían” al líder bolivariano (como éste mismo reconoció) en la Cumbre del ALCA o lo persuadían para que se jugase convocando al referéndum revocatorio. Redondeó el ciclo, durante el primer mandato de Cristina Fernández de Kirchner, aceptando la presidencia de UNASUR que asumió mientras poroteaba voto a voto en el Congreso para garantizar la ley de Matrimonio Igualitario. La única que votó en Diputados.
Se fotografió en las primeras paritarias que empujo favoreciendo a los sindicatos, en la recuperación de sentido del Consejo del Salario. Las instituciones se reconfiguraban: trabajadores recuperaban terreno en la puja distributiva, con el apoyo del Estado. Suele evocarse que anotaba en un cuadernito indicadores económicos, atento a los equilibrios fiscales. También seguía mes a mes los indicadores sobre desempleo, creación de puestos de trabajo. Comprendía y predicaba que la autoestima de un laburante depende de tener conchabo digno, de poder educar a los hijos, de comer un asado los domingos. Puso en cuestión cien veces al "pejotismo" al que traccionó a izquierda sin poder vencerlo. El peronismo le brotaba por los poros cuando activaba la redistribución de ingresos, el regreso de derechos conculcados.
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Enunció en la Asamblea de las Organización de Naciones Unidas (ONU) “somos los hijos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo”. Corría el mes de septiembre de 2003, el hombre imprimía ritmo de vértigo. A esa altura las puertas de la Casa Rosada se habían abierto para las Madres y las Abuelas como jamás antes. Pasaron a tener espacio central en los actos, en las visitas de estado de gobernantes extranjeros, en el día tras día. Los compañeros gobernadores del PJ trinaron de lo lindo al principio, porque Kirchner los mandó (a veces literalmente) a segundo plano. Tuvieron que acostumbrarse.
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Kirchner recordaba queriendo. En su primer trayecto del Congreso a la Casa de Gobierno rememoró las Plazas de los ’70. Lo conmovía la gente. La primera vez que se abalanzó sobre la multitud desconcertó a propios, extraños y a la custodia presidencial. Después se hizo regla. Discutidor o peleón, sabía terminar una rencilla con un gesto amical, un abrazo, una palmada, un empujón. No se destacaba por la destreza fina, sabía transmitir los sentimientos. Esta columna rehuye los contrafactuales, tan tentadores cuando un líder parte de modo abrupto y prematuro. Con una excepción: imposible no pensar cuánto le hubiera costado a Kirchner en esta coyuntura distópica la carestía de abrazos o empellones, tan suyos como el cuadernito de contabilidad pública.
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No lo conocían quienes lo votaron por descarte ni sus colegas de la región. Estos lo despidieron conmovidos y respetuosos, incluso el colombiano Juan Manuel Santos, de derechas él. El pueblo lo lloró y lo honró trasfundiendo fuerza a Cristina a apenas siete años de conocer su apellido, hace justo una década.
“ Quisiera que me recuerden/ sin llorar ni lamentarse/ quisiera que me recuerden/ por haber hecho caminos/ por haber marcado un rumbo” prosigue el poema de Areta. Así fue, para millones de argentinos y de argentinas.
Resultó ser un gran presidente porque eligió rumbos con coherencia. Con errores y hasta con inconsecuencias. Pero su legado queda enorme, se agiganta con el tiempo y explica por qué la fuerza que refundó sigue vigente.
Los movimientos populares tocan cuerdas emocionales que los ajenos ignoran. Y a menudo desprecian, algo que deberían evitar. Los líderes procuran hacerse querer pero no mediante artificios sino defendiendo intereses, ideas y valores. Kirchner anheló que lo quisieran de ese modo, claro. Y vaya si lo logró.
Ah… lo de “sin llorar ni lamentarse” que cada cual lo maneje a su manera.