Desde hace una década escribo al menos una vez por año sobre Néstor Kirchner, y siempre es el contexto en el que la nota es escrita el que constituye la perspectiva de la memoria, la puesta en foco de su figura, el amplificador de lo que extrañamos, necesitamos y guardamos de Néstor. Fue el único gobernador del país, en 2001, en firmar al acta constitutiva del FRENAPO (Frente Nacional contra la Pobreza), que reclamaba ya entonces un ingreso universal para los más desprotegidos por la crisis, que muchos años después quedó enmarcado en al AUH, en 2009. Y sin embargo, en 2001, Santa Cruz quedaba muy lejos, él era reacio a los medios y no fue de los nombres más pronunciados entonces.
Cuando por cuestiones de trabajo debí reconstruir al menos gran parte de su vida política, y me encontré con el joven de anteojos de marco cuadrado y grueso que discutía con sus compañeros la militarización de la política; cuando lo vi enterarse del golpe la madrugada del 24 de marzo del 76, escuchando la radio con Chiche Labolita en una pensión en la que se habían refugiado con sus compañeras, Cristina Fernández y Gladis Dalessandro; cuando poco después discutió a gritos con Cristina porque se negaba a abandonar La Plata, pese al peligro, antes de recibirse, porque tenía la idea fija de ser gobernador de su provincia, y ella, que veía avanzar la dictadura con pies de plomo, le contestaba “¡Pero gobernador de qué querés ser!”, porque parecía que no iba a quedar nada, finalmente quedó un abogado que se afincó con su esposa en Río Gallegos.
Y no pasaron más de dos años cuando recomenzó la política en el Ateneo Juan Domingo Perón, que ambos fundaron entre otros. Se conservaron algunos videos y allí uno puede verlos, jóvenes, persistentes, empecinados, siempre, como dijo ella, con el tiqui tiqui de la política sobrevolando las escenas domésticas. En esa reconstrucción, lo que siempre me impactó fue la seriedad con la que Néstor se negaba a inscribirse en los términos “serios” para casi todo el arco de la política, en tanto generadora, antes que de otra cosa, de imágenes y eslóganes. La primera intendencia de su ciudad la ganó con una campaña que no incluía ninguna foto suya. Eran stickers con la dirección del municipio que los militantes pegaban casa por casa.
Para la primera candidatura a la gobernación, Cristina eligió una imprenta de Capital porque en Santa Cruz no había imprentas para formatos tan grandes. Ella, que era la que ya conocemos, puntillosa y perfeccionista de la imagen, llegó una tarde con la foto que se le reclamaba: era una foto de cumpleaños. Le pidieron una foto de estudio. Cristina les dijo que lo olvidaran, que Néstor jamás iría a un estudio fotográfico para eso.
Ese desdén por lo que se suponía que debía exhibir, y la insistencia en lo que él decidía exhibir, que era una diferencia, lo asimilamos muy rápido cuando en 2003 llegó a la Presidencia y comprobamos que no se trataba de los mocasines o el traje recto o cruzado, de la reducción del protocolo a su mínima expresión y de la necesidad física y psíquica de entrar en contacto con la gente. Era algo más, que todos sintonizamos en el discurso inaugural. Muchos podrían haber dicho cosas por el estilo. La diferencia era que Néstor las decía en serio y que estaba dispuesto a llevarlas a cabo. Que fue el primer presidente que tuvimos que había pertenecido a la “generación diezmada” y que otras voces venían cargadas en su voz, que había una deuda pendiente con los que habían quedado en el camino y que la “voluntad política”, que hasta Néstor era una expresión retórica, se convirtió en política de Estado.
Podría recordar muchas más cosas, pero como he dicho al principio, es el contexto el que cada año me marca por dónde recordarlo. Entonces vuelvo a la visita que hizo a 678 en el verano de 2010, y dirigiéndose sin mencionarlo a un sector que ahora está adentro del Frente de Todos pero entonces no, dijo que lo importante, lo más importante, era la construcción del poder popular. Que las conducciones podrían ir variando, pero que lo irrenunciable era ese objetivo porque ésa había sido siempre la diferencia: el tema no era llegar al poder, sino tener en claro para qué se quería llegar al él. Y no era para tener una Ferrari. No era para tener privilegios. No era para satisfacer su ego. No era para aferrarse a nada más que a la posibilidad de facilitar la construcción del poder popular.
Me gusta recordar esa escena porque no habíamos sido pródigos en cuadros políticos con objetivos que estuvieran más allá de sus intereses personales. Y creo que cuando deseó que florecieran mil flores pensó en flores de ese tipo: silvestres, perfumadas por intenciones de fondo que se reflejaban en sus formas. Néstor nos hizo amarlo con un amor que el tiempo no desgasta, porque si el mundo ha llegado a esta hecatombe, es por falta de ese tipo de cuadros políticos en todo el mundo. El neoliberalismo es un pacman que se ha comido a mucha gente prometedora. Néstor resultó inmune a los fuegos de artificio, quedó pegado en paredes de cuartos de adolescentes, quedó inmortal en su escafandra que lo mantuvo a salvo del aire tóxico del poder. Nunca olvidó para qué había llegado hasta allí. Y se entregó a esa pelea con cuerpo y alma, hasta que el corazón le dijo basta.
Fue único y valiente como ninguno antes. Lo que prometió en campaña y lo que hizo en su gobierno fue cumplido con creces. Y hoy más que entonces, de un modo mucho más apremiante que entonces, la construcción del poder popular es el horizonte que vemos como salida a los laberintos en los que nos encajona la ultraderecha. La superestructura política se decide en lugares a los que el pueblo no tiene acceso. Néstor fue el primero en enunciar que esa puerta que nos parece cerrada está abierta si es que nos decidimos a entrar.