Algo en Néstor sorprendía. También su muerte. Un día de censo: cuando sonaban los timbres de los departamentos o se golpeaba a las puertas de las casas para saber cuántas personas vivían en este país, él murió. Un hombre menos. Y la rutina ciudadana dio lugar al dolor colectivo y en los días que siguieron lo lloramos en la plaza y en la calle, lo despedimos con la certeza de que habíamos conocido a un político excepcional. “Néstor no se murió” se cantó en los meses y en los años siguientes pero bien sabemos que aunque las personas amadas habiten en nuestra memoria no están allí para poner su lucidez, su abrazo, su saber hacer. Vivir en la memoria es vivir en lo que ya fueron pero no en la apertura arrojada a lo que vendrá. Néstor ya no nos pudo sorprender después de aquel 27 de octubre.

Lo he contado pero prefiero repetirme a omitir mi personal sorpresa. Un día de 2008, mientras las rutas estaban cortadas por las patronales agropecuarias, transcurría una asamblea de Carta abierta en el tercer piso de la Biblioteca Nacional. Bajaba con una amiga a buscar un café, y cuando se abrió la puerta del ascensor en la planta baja, estaba Néstor. Con el actual presidente. Sólo pude decirle: ¡qué lindo que viniste!, como si fuera un amigo que se cae por casa a visitarnos de improviso. Esa fue la sensación. Solemnidad ninguna.

Pocos días después o antes era una noche de invierno y algunos centenares de personas estábamos en la Plaza de Mayo. Había convocado Luis D’ Elía, con la sagacidad del saber de que a la amenaza no hay que dejarla crecer. Nos fuimos quedando, en corrillos y ateridos, entre compañeras y compañeros demasiadxs preocupadxs para volver a dormir. Y llegó el que sorprendía, con un puñado de ministros del gabinete de Cristina y en la plaza corrió un entusiasmo, un abrazo colectivo, una sonoridad nueva. Estaba allí. A mí me corrió un escalofrío: cuánta fragilidad, pensé, para que esté Néstor acá. Pero esa fragilidad fue nuestra fuerza, porque lo fue la capacidad de antagonizar, de dar curso al conflicto y de estar en el momento que había que estar.

La política, se sabe, es virtud y fortuna, es otear el horizonte, agudizar la mirada, sostener el roce, arriesgar y equivocarse o acertar, es juntar información de modo delirante y amasar amorosamente el cuerpo colectivo. Todo eso hacía NK: cuentan que todo el día hablaba por teléfono y sabía qué pasaba en cada intendencia y cada institución. Hizo política capilar, detenida, minuciosa, y a la vez, produjo grandes gestos encerrados en pequeñas palabras. Dijo “proceda” y condensó treinta años de pelea y pensó que el Estado podía fundarse sobre otras bases, las del reconocimiento de su pasado criminal. No habíamos esperado todo eso del abogado sureño, de su tenaz filiación a al partido justicialista, de su llegada en medio del tembladeral.

Recuerdo aquellos momentos de fragilidad que fueron también los de la oportunidad, los de la lúcida intuición de que había que construir tramas políticas, intervenciones osadas, apuestas al futuro. La 125 fue derrotada en el Congreso pero esos meses constituyeron un nuevo rostro para la articulación política, que se nombró fuerza propia o saber de los conflictos, que triunfó en 2011. Después de la muerte de uno de sus arquitectos. Está mal decir arquitecto, no era su estilo el de ese oficio. Más artesanal era. Un maestro mayor de obras. Hay quienes recuerdan así su modo de comprender la economía, con números en cuadernitos. También parecía así su modo de tejer política, hecho de paciencias, astucias, chistes.

Astuto como príncipe maquiaveliano, paciente como peronista de cuna, chistoso como plebeyo barrial, comprometido como sobreviviente de una generación que se había arrojado a la revolución, todo eso era Néstor, pero en una escala tan privada de solemnidad, tan ajena a la formalidad, que tentaba al abrazo.

Hilos de un recuerdo, que intentan tejer el lugar de esa ausencia, dar cuenta de qué es aquello que extrañamos cuando mencionamos al que falta. Se lo extraña en los momentos de riesgo, allí cuando la fragilidad nos asedia, en esas noches como aquella en que se llegó a la Plaza de Mayo, porque algo en esa terca osadía lo hacía asumirse como derrotado o asumir la derrota como un dato posible. Después de perder, de modo inverosímil, ante un candidato millonario y precario -que decía algo así como alicate en la campaña- en la Provincia de Buenos Aires, apareció por la asamblea de Carta abierta en el Parque Lezama. Fue a hablar de la derrota, pero también a decir que cuando todo está en riesgo, ningún esfuerzo debe omitirse, y que cuando los adversarios carecen de escrúpulos y de piedad, no podemos privarnos de la mayor lucidez ni del mayor temple combativo.

Él había llegado a la política bajo el signo de la revolución, lloró a sus compañerxs masacradxs y de algún modo se preservó fiel a aquella primavera, pero hizo política con las artes del pragmatismo, la fuerza de la rosca, el control de los recursos. No fue el suyo el nombre de una revolución pero condujo un período de fuertes disputas y ampliación de derechos. Como el peronismo mismo, que al decir de Alejandro Kaufman, siempre es insuficiente “frente a las utopías y los anhelos que desde hace más de dos siglos nos prometimos y auguramos, pero tanto asimismo como para que sea lacerado en el patíbulo que cada vez vuelven a levantar para terminar con él”. Puso su nombre como nombre de un capítulo memorable del peronismo y muchxs habitamos mejor ese movimiento por la inflexión de estos años y no por una tradición que no carece de oscuridades y agachadas. Extrañamos al que quizás el 17 se hubiera hecho una escapadad a la caravana, pese a todo.