Allá lejos en el tiempo Homero cuenta de Ulises encadenado al mástil de su nave para zafar de las sirenas y Job, en La Biblia, es lanzado al mar por sus compañeros de travesía para ver si afloja con la tormenta el Jehová, que cranea lo de la estadía en la ballena. Unos cuantos siglos después el amigo Franz Kafka a su modo te analiza las estrategias de las sirenas y de Ulises, y Mercé Rodoreda pone a narrar a un marinero que ha vivido ¡años! dentro de otra ballena, versión que le desconfían unos administrativos que tienen que gestionarle unos papeles. Ballenas hay en este libro unas cuantas: Patricia Highsmith compone la deriva de Moby Dick II, una criatura descomunal que ve cómo los hombres matan a su pareja mientras paría, y así es que se pone cada vez más brava, más letal, un crescendo que convoca flotas enteras. Antonio Tabucchi le da voz a otra, que nos ve con un poco de pena, y Sarmiento las observa mientras navega por el Cabo de Hornos en un relato asombroso, que narra un desembarco arriesgado y nocturno en una isla del archipiélago Fernández, aquella en la que años atrás pasó una temporada el marinero Selkirk, el que inspiró a Dafoe para Robinson Crusoe. En el capítulo “Navegación y voluntad de dominio” Domingo Faustino convive con el viaje de Simbad y con tramos marítimos del Drácula de Bram Stoker y del Frankenstein de Mary Shelley. De puertos y/o desembarcos narran Saer, Baudelaire, Tolstói, Isaak Bábel, Bernardo Kordon y Marcelo Carnero; de naufragios y tempestades, Mónica Ávila, Emilia Pardo Bazán, Edgar Allan Poe, Lovecraft y Stevenson. Son apenas, estos, un inicial puñado de nombres propios, señales, periplos, historias que prefiguran el universo que Juan Bautista Duizeide compone en Abordajes literarios, una antología de 78 textos marineros de variadísimos estilos y géneros, porque además de cuentos el libro contiene fragmentos de ensayos y novelas, diarios, crónicas, poemas y hasta el famoso e hipotético aviso publicitario con el que Ernest Shackleton reclutó a la tripulación del Endurance para encarar su mítica expedición a la Antártida: “Se buscan hombres para travesía peligrosa. Escasa paga, frío feroz, largas horas de completa oscuridad. Honores y reconocimiento factibles, no asegurados, sólo en caso de éxito”.

“Me di el gusto de hacer un gran montaje -dice Duizeide-. Yo lo pienso casi como una película, o si querés como una enciclopedia del mar. Una enciclopedia fallida, porque es infinito: con muchos tomos de todas maneras no podríamos dar cuenta. Y además es infinito lo que no conozco. Al libro lo dividí en once secciones, cada una con un ensayo introductorio, y hay un prólogo central. El mar es una de las cosas que más aparecen en todas las literaturas: está en la Biblia, en el Quijote, en Las mil y una noches, en Borges, en Arlt, infinito; y están los escritores dedicados específicamente al mar, ya sea porque fueron marinos profesionales o porque se dedicaron a escribir sobre el mar”. 

El capítulo inicial, “De madera, de acero, de palabras”, ronda los materiales de las embarcaciones; “Navegar es preciso”, “Lenguas de mar”, “Hazañas”, nombran otras secciones. Anota Duizeide en “Planeta mar”, la introducción general: “’La tierra es azul como una naranja’, asegura un verso de Paul Éluard. Tamaña afirmación puede escandalizar al sentido común, pero no la desautoriza la cosmografía: el tercer planeta del sistema solar es casi esférico, levemente achatado en los polos, hinchado en su ecuador, casi tres cuartas partes de él son agua y un noventa por ciento de esa agua está en los mares y océanos. A través de ellos tuvieron lugar durante siglos migraciones, tráficos comerciales, guerras. No hubo gran imperio que no fundara su prosperidad sobre cimientos líquidos. La sal de ultramar condimenta epopeyas: la Odisea de los antiguos griegos, las Eddas de los nórdicos, la Eneida de los romanos, los Lusíadas de los portugueses, los Viajes recopilados por Hakluyt que son la dispersa epopeya de Inglaterra. La literatura popular del siglo XIX –desde los viajeros extraordinarios de Verne a los piratas de Salgari, pasando por incontables émulos del naufragio de Robinson- celebró las aventuras marítimas mediante océanos de tinta. Pero el conocimiento y la soberanía humanas sobre el azul no se lograron sin esfuerzo, sin lucha, sin dolor. ‘Oh, mar, cuánta de tu sal son lágrimas de Portugal’, escribió Fernando Pessoa”.

Por las voces y los autores puestos en diálogo, por las traducciones del inglés y del francés que Duizeide hizo, por el repertorio temporal y geográfico que abarca, el libro excede por muchísimo la mera recopilación. “Traté de pensarlo a través de la navigatio vitae, ese tópico que concibe a la vida como un viaje por mar, que también es uno de los tópicos más antiguos que existen –dice-. Y lo invertí, dije ‘bueno, vamos a pensar la vida de los barcos como una vida humana, que tienen un nacimiento, distintas etapas, y finalmente una muerte, que puede ser un naufragio’. Empecé a trabajar así, aunque después introduje alguna variante. Las secciones con su respectivo prólogo son sobre todo una invitación a una forma de leer, pero luego cada lector entrará por donde le parezca”.

Supongo que la elección del relato de apertura habrá sido todo un asunto en un libro de estas características. ¿Por qué empezaste por “Lo inconcebible y lo monstruoso”, de Jack London?

-Porque me gustaba arrancar con un tono humorístico. Por cuestiones de densidad narrativa, si se quiere, se suelen contar sobre todo los naufragios, los motines a bordo, los incendios, las batallas, los monstruos marinos, las apariciones: la literatura del mar está muy marcada por eso. Y el humor no está tan presente, o está en una segunda línea. Este relato es una tragicomedia: acá es London que está laburando, y como vendía muy bien sus cuentos encarga la construcción de un barco. Le dicen que tiene por delante equis meses y equis dinero, pero eso va haciéndose interminable. Y cuando por fin se puede largar a navegar, el barco está para hundirse en cualquier momento. A la vez se burla muchísimo de los especialistas, y me encanta: creo que en los muelles se concentran la mayor cantidad de expertos del mundo. Si maniobrás o no arranca el motor en un muelle y hay veinte personas, vas a tener veinte teorías. Así los tipos no hayan navegado nunca fuera del Río de la Plata. Bueno, London se mete con eso. Hay un texto de Julio Verne que habla de todo lo contrario, del barco que en su época fue el más grande del mundo, el Great Eastern, que era una ciudad flotante. Y después están los barcos fantásticos y de leyenda, que también son nacimientos.

FOTO DE FABIANA DI LUCA

PILOTO DE TORMENTAS

Duizeide vive desde hace unos años en una isla sobre el río Luján, cerca de Tigre. Y de hecho llegó en lancha hasta el lugar donde transcurre esta entrevista, a orillas del río Tigre. Hizo el secundario en el Liceo Naval de La Plata, se formó como navegante, piloteó pesqueros, cargueros y petroleros, anduvo por el Pacífico y el Atlántico, por el Báltico y el Cabo de Hornos. Escribió Eduardo Belgrano Rawson: “Hay buenos escritores que nunca pisaron un barco y navegantes que ignoran todo acerca del arte de narrar. Luego vienen los menos, duchos en ambos rubros. Duizeide integra este último grupo”. Se centra en la navegación la mayor parte de su obra, compuesta por cuentos y novelas, crónicas y ensayos. En 2008 armó otra antología, Cuentos de navegantes. El trabajo específico para esta, dice, se desplegó en dos años y medio. “Pero si me tengo que meter en una respuesta más compleja y sincera, y como esto tiene que ver con algo que es mi pasión, mi profesión y mi obsesión, capaz que empecé esta antología cuando leí el primer libro que tenía menos dibujitos, La isla del tesoro –rebobina-. O quizá un poco antes, con los relatos orales de mi familia, que me hicieron pensar que me gustaba el mundo del mar. Yo nací en Mar del Plata y también anduve mucho por Necochea, dos ciudades con puerto, y en mi casa, aunque no fueran navegantes, circulaban bastante las historias portuarias o de naufragio. El mar era más vale una gran incógnita, algo que producía miedo, pero también interés; cuando había una tormenta en Necochea, que es un lugar de muchas varaduras y naufragios de buques, iban en auto con largavistas, a ver qué pasaba. Yo leía todo el tiempo historias relacionadas con esto. No creo que uno tenga que tener determinada experiencia para poder leer o escribir acerca de algo; aunque sí es cierto que la experiencia y el manejo de un determinado lenguaje determinan una lectura distinta. Si naufragaste y leés cuentos de naufragios no los leés igual que el tipo que mira desde la orilla. Y me parece que esto también, para bien o para mal, es una marca en el trabajo con la antología”.

Tabajó en la composición una serie de equilibrios: seleccionó lo mejor disponible, se preguntó cómo dialogaban esas piezas entre sí, ajustó cambios y relaciones. “Una figura de seleccionador futbolístico, si se quiere –dice-. Y también hay desequilibrios: zonas de freno y de aceleración, textos muy largos y otros de un par de líneas, ese tipo de juego. Que haya navegantes y autores prácticamente de todas las latitudes, de muy distintas épocas y estilos literarios. Me interesaba que hubiera mujeres pero no en un sentido de cupo: lo del cupo me molesta un poco bastante. Pardo Bazán es una excelente narradora realista, y en su cuento hay una cuestión muy popular que en otros relatos no está. Y aparte era la amante de Benito Pérez Galdós. En el siglo XIX de España. La relación no está especificada en el libro, pero me gustó que estuvieran los dos, y por eso incluí un fragmento muy humorístico de Trafalgar, que es una obra impresionante. Que la cuerda del humor conviviera con lo trágico; que esté lo fantástico y delirante y también lo absolutamente realista. Todo el tiempo pensé en los contrastes, en los vasos comunicantes, en las pequeñas sociedades. Traté de hacer un montaje de cambios constantes, como el mar, que sube y que baja. Que en un momento es tranquilo y en otro tormentoso”.

BARCOS, MUJERES Y PALANGRES

Junto a clásicos como Conrad o Melville subió a su nave a narradoras contemporáneas como Claudia Aboaf o Victoria Esplugas. “Me gustó que hubiera muchas autoras mujeres, porque tienen textos excelentes y dicen cosas que no están diciendo los autores hombres, que son los primeros en los que se piensa cuando se habla de literatura del mar –dice Duizeide-. Y a la vez incluyo a escritores que traen cosas que yo no leí en otra parte. Marcelo Carnero cuenta de los pesqueros que se desarmaban en La Boca cuando cae la Unión Soviética, y cómo a partir de la guita que hace con eso logra conocer el mar: me parece maravilloso. Hay un texto de Valeria Limardo: ella trabajó en una tienda de recuerdos de un crucero de una empresa de una cadena norteamericana, y te tira abajo todo el glamour de lo que alguien puede pensar de un crucero. Hay un fragmento de una novela de Juan Mattio, Tres veces luz, donde narra lo que es la desregulación del mar, el trabajo ahí. También hay un tramo de Trasfondo, de Patricia Ratto, la mejor novela que leí que transcurre en un submarino, que es a la vez una excelente relato sobre la dictadura, sobre los sistemas comunicacionales cerrados, sobre los rumores. Me parece que las narrativas de los contemporáneos son piezas que aportan mucho al panorama que propone la antología”.

Mandarria. Pastecas. Garganchón. Corvas. Palangre. Prunos. Celacantos. Hay palabras navieras a montones, que son a la vez conocidas para vos y desconocidas para muchos lectores. ¿Cómo pensás este rasgo?

-Es como cuando uno viaja a un país en el que, incluso hablando ese idioma, se convierte en sonidos. Uno tiene que hacer una operación para que sea un idioma. Creo que estos textos se pueden saborear y disfrutar aún sin saber qué son esas palabras; algunos tienen más, otros menos, pero en general están. Para mí todas esas palabras son la música del mar.

¿Vos hablabas con los barcos en los que estuviste?

-Eh… sí. Confieso que sí. La cuestión del animismo con los barcos… Cuando las cosas se ponían difíciles les hablaba, como si fueran caballos. Dale, boludo… Sé un poco más obediente al timón. Sé un poco más rápido. Bueno, lo sigo haciendo con las embarcaciones con las que me muevo ahora. Así como converso con los animales, converso con los barcos. Hay un cuento de Conrad, “La bestia”, que trata de un barco malo: en cada viaje mata a alguien. Tiene un sesgo tragicómico, también. No lo incluí porque me incliné por otro de Conrad, menos conocido todavía, en el que cuenta cómo se forma capitán, de un libro de memorias, maravilloso.

La superstición está presente a lo largo del libro. ¿Qué relación, vos, con eso?

-Soy bastante racional en tierra firme, pero en el mar me permito ser un poco supersticioso y hay cosas que no hago, me suelo prender. Las supersticiones son interesantes como núcleos narrativos. En algunos casos son terribles. Yo quise poner un texto de Vito Dumas, que es uno de los más grandes navegantes solitarios de la historia de la navegación a vela. Y en la Argentina tiene una leyenda negra que inventaron los gorilas, por su cercanía al peronismo: lo denunciaron, lo investigaron, y no pudieron probarle nada. Se dijo que era yeta, y eso bastó para matarlo. La biblioteca del Liceo Naval era excelente, pero de él no había nada. Ni se lo nombraba. Cuando empecé a navegar en los mercantes se decía que no había que nombrarlo: lo ninguneaban y lo estigmatizaban. Confieso que soy hincha tardío de Vito Dumas y como todo converso me hice bastante fanático. Sus libros son buenísimos. Sobre todo Los cuarenta bramadores. La vuelta al mundo por la ruta imposible, de donde sale el texto fabuloso que incluí: él ruega que haya una tormenta, porque lo que no aguanta más es la calma. Rompe el sentido común.

FRAGMENTOS DE ABORDAJES LITERARIOS: CUENTOS DEL MAR

Antonio Tabucchi: Una ballena ve a los hombres. (de Dama de Porto Pim, 1983)

Siempre muy ajetreados, y con largas extremidades que agitan con frecuencia. Y son muy poco redondos, sin la majestuosidad de las formas consumadas y suficientes, y con una minúscula cabeza móvil en la que parece concentrarse toda su extraña vida. Llegan deslizándose sobre el mar, pero no nadando, como si fueran pájaros, infieren la muerte con fragilidad y grácil ferocidad. Permanecen largo rato en silencio, pero luego gritan entre ellos con repentina furia, con un galimatías de sonidos que apenas varían y carecen de la perfección de nuestros sonidos esenciales: reclamo, amor, llanto de duelo. Y qué penoso debe resultarles amarse: híspido, casi brusco, inmediato, sin una mullida capa de grasa, favorecido por su naturaleza filiforme que no prevé la heroica dificultad de la unión ni los tiernos esfuerzos para conseguirla.

No les gusta el agua, y la temen, y no se entiende por qué vienen tan a menudo. También ellos van en bancos, pero no llevan a las hembras, y se adivina que están en otra parte, pero son siempre invisibles. A veces cantan, pero sólo para ellos, y su canto no es un reclamo sino una forma de lamento desgarrador. Enseguida se cansan, y cuando cae la noche se echan sobre las pequeñas islas que los transportan y tal vez se duermen o contemplan la luna. Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes.

(De Dama de Porto Pim, 1983)

Charles Baudelaire: El puerto (de El Spleen de París, 1869)

El puerto es un sitio encantador para el alma fatigada en la lucha por vivir. La amplitud del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, las coloraciones cambiantes del mar, el parpadeo de los faros son un maravilloso prisma con que distraer los ojos sin jamás cansarlos. Las formas esbeltas de las naves de abstruso aparejo, a las que el oleaje imprime oscilaciones armoniosas, bastan para sostener en el alma la afición al ritmo y a la belleza. Y además, y sobre todo, para el que no tiene ya ni curiosidad ni ambición, hay una especie de placer misterioso y aristocrático en contemplar, tendido en un mirador o acodado en el muelle, toda esa agitación de los que parten y de los que regresan, de los que tienen, todavía, fuerzas para querer, deseos de enriquecerse o de viajar.

De (El spleen de París, 1869)

Victoria Esplugas: Aguas profundas

Cenamos con mi madre. Nuestra última charla antes del viaje. Le dije que iría a aguas profundas, esta vez peligrosas, en dirección hacia el fin del mundo. Hace días que me pregunta si conozco el barco, la tripulación, que cuándo voy a partir o cuándo a volver. Hay cosas que tendría que saber, pero hay cosas a que aún no quiero averiguar. Juntas hemos avanzado sobre algunos tecnicismos del viaje. Hoy, antes del último día en tierra, se pone a contarme. Le gustan las historias nuestras, donde aún soy una niña. Comienza a contar de cuando aprendí a nadar y ella aprendía a ser madre al mismo tiempo. Ambas, entregadas a nuestro mutuo amor, a nuestra soledad y a nuestro desamparo. Vivíamos en otras tierras y otros mares, bajo la protección de otras familias, rodeadas de tías, primas, sus hijos y sus hombres. Ella no sabe nadar y yo no paro de jugar en el agua. Son todo mayores, y yo corro como un cachorro tras ellos. Pequeñas playas frente al océano y yo más y más dentro del agua. Entonces me enseñan a nadar. Aprendo muy rápido. Llega el día. Arreglé todo. Un adulto, alguno de los tantos padres, me llevará hasta lo hondo, pasando la rompiente. Ella me cuenta que tuvo tanto miedo. me cuenta que tuvo que pensarlo muy bien. ¿Cómo? ¿Cómo hacer para que yo no viera el miedo y lo llevara? ¿Cómo hacer para enseñarme lo que no se sabe? Ella giró sobre sus pies y miró la arena para que no viera sus ojos. Mientras, su niña avanzaba a través del agua fría, feliz, airosa.

(De Miér  Co  Les 2016)

Robert Louis Stevenson: El barco se hunde. (de Fábulas, 1895)

-Señor –irrumpió el teniente primero en el camarote del capitán-, el barco se está yendo a pique.

-Muy bien, míster Spoker –dijo el capitán-; pero esa no es razón para andar a medio afeitarse. Ejercite un poco su mente, míster Spoker, y notará que para una mirada filosófica no hay nada de nuevo en nuestra situación: puede afirmarse que el barco, si es que está yéndose a pique, lo estaba haciendo desde que fue botado.

-Se está hundiendo rápido –dijo el teniente primero cuando regresó de afeitarse.

-¿Rápido, míster Spoker? –preguntó el capitán. Se trata de una expresión rara, porque el tiempo, si lo piensa, es sólo algo relativo.

-Señor –dijo el teniente-, pienso que no resulta demasiado provechoso embarcarnos en semejante discusión cuando estaremos todos el en fondo del mar, metidos para siempre en el armario de Davy Jones, dentro de diez minutos.

-De razonar así –replicó, suavemente, el capitán-, nunca valdrá la pena comenzar ninguna investigación de importancia, dado que las ocasiones de morir antes de conducirla a fin resultan siempre aplastantes. Usted no ha considerado, míster Spoker, la situación del hombre –dijo el capitán sonriendo y sacudiendo la cabeza.

-Estoy mucho más ocupado en considerar la situación del barco –dijo míster Spoker.

-Habla como un buen oficial –respondió el capitán con su mano apoyada sobre el hombro del teniente.

En cubierta se encontraron con que tripulantes habían saqueado el depósito de bebidas y estaban emborrachándose rápidamente.

-Marinero –dijo el capitán-, esto es insensato. El barco se hundirá en dos minutos, van a decirme; bueno, ¿y con eso qué? Para la mirada filosófica, no hay nada de nuevo en nuestra situación. A lo largo de nuestra vida se nos podría haber roto una arteria o podría habernos fulminado un rayo, no en diez minutos, sino en diez segundos, y eso no ha impedido que almorzáramos o depositáramos dinero en una cuenta bancaria. Les aseguro, con una mano sobre mi corazón, que no logro comprender su actitud.

Los hombres ya estaban lo suficientemente idos como para prestarle atención.

-Es algo muy penoso de ver –dijo el capitán.

-Y sin embargo para el ojo filosófico, o lo que sea –contestó el teniente primero-, podría decirse que comenzaron a emborracharse desde que embarcamos.

-Ignoro si usted sigue siempre mis razonamientos, míster Spoker –dijo el capitán-, pero continuemos.

En la santabárbara encontraron un viejo lobo de mar fumando su pipa a pulgadas de las barricas de pólvora.

-¡Dios mío! –dijo el capitán-. ¿Qué está haciendo?

-Pues bien, señor –arrancó el viejo lobo disculpándose-, me dijeron que el barco estaba hundiéndose.

-¿Y qué?, suponiendo que fuera cierto –dijo el capitán-. Para la mirada filosófica, no hay nada de nuevo en nuestra situación. La vida, mi viejo camarada, la vida, en cualquier momento y desde cualquier punto de vista, es tan peligrosa como un barco que se va a pique, y sin embargo la gente acostumbra de hermosa manera a usar paraguas y zapatos de goma, a emprender vastas obras, a conducirse a sí misma en todos los aspectos como si tuviera la esperanza de ser eterna. Y de mi pobre parte le aseguro: despreciaré al hombre que deje de tomar una pastilla o de darle cuerda a su reloj para está en un barco que se hunde. Eso, amigo, no sería una conducta humana.

-Le ruego que me disculpe, señor –dijo míster Spoker-. ¿Pero cuál es la diferencia precisa entre afeitarse en un barco que se hunde o fumar en la santabárbara?

-¡O hacer cualquier cosa en cualquier circunstancia concebible! –gritó el capitán-. ¡Totalmente de acuerdo! Convídeme tabaco.

 

Dos minutos después el barco voló con una gloriosa explosión. 

(De Fábulas, 1895)