Así como hay ecologías para el amor, las hay para la lectura de libros. Leí Un beso de Dick (Blatt & Ríos), de Fernando Molano Vargas, en medio del desasosiego del amor neoliberal. No veía la hora de llegar a casa para tirarme a la cama a leerlo. Entre ensoñaciones, lágrimas y semen. Al mes, envalentonado por la novela, me lancé a una historia de amor que no fue. Si como dicen los psicoanalistas el siglo reniega de cualquier código de amor -una reserva de signos para enlazarnos-, las maricas casi no contamos ni con literatura donde tejer las imágenes, los gestos, los goces y los enunciados del amor. Nuestra educación sentimental es magra. Ni que decir de las compañeras: “Las travestis nos morimos sin haber escrito una carta de amor”, dice Claudia Rodríguez. Lo que la sociedad niega no es el sexo entre hombres, si no el cortejo entre muchachos, fue una tesis de Foucault en los 80. Somos analfabetos del amor. Una aculturación del amor heterosexual nos ha colonizado. Sin embargo, el amor no es solamente un discurso heterosexual alucinatorio, a lo Roland Barthes. El amor es un acontecimiento del encuentro de los cuerpos y sus efectos. ¿Cómo organizar esos encuentros?, es la pregunta que no cesa. En la ecología neoliberal el amor está espoliado. Un narcicismo absoluto amenazado estandariza lo incalculable de lo irreductiblemente otro. Entonces, acorazamos nuestras vidas posmodernas de histeria. Pero ya no es la histeria teatral del siglo XIX, con las locas de Charcot y Freud en convulsiones, ataques y conversiones físicas. La histeria actual es abandónica, cobarde, deserotizada, individualista, especuladora y exitista. 

Pero aún reaparecen libros como Un beso de Dick. Su autor murió de sida a mi edad, 37 años. En 1998, cuando los cuerpos caían a montones en los hospitales y a los días morían. La novela la escribió en 1989, en Bogotá. Pienso que este libro traza una teoría sentimental marica a rescatar. Los amantes son dos compañeros de colegio, futbolistas. Uno, poeta nato; y el otro, dibujante de jugadores que sueña con hacer películas. Felipe y Leonardo; o bien, “Felicidad” y “Fantasía”, como nombres de batalla del amor clandestino. Se dicen “amigos, porque eso de novios es muy chistoso”. La narración avanza en el soliloquio de Felipe, y con unos diálogos íntimos de película. El primer miedo es la declaración amorosa: decir “A mí sólo me gusta, usted, Leonardo”, o “Estoy como enamorado de usted, Felipe”, cómo decirlo, cuándo. La declaración es primordial porque nombra el acontecimiento –el encuentro azaroso entre los cuerpos afectándose más allá de sí mismos–, y hace factible organizar las posibilidades para vivir una historia de amor. El amor es como esos “ladrones de relojes” del guión que cranea Felipe: sustrae a los amantes del tiempo normado, e instituye una temporalidad diferencial y crítica del cálculo y la conectividad neoliberales. La sensualidad de la escritura de Molano Vargas abre la percepción con la intensidad de los cuerpos gozando. En la jerga bogotana “declararse” al amado se dice “estallarse”. La teoría marica gambetea con el fútbol: estallarse y vivir una historia con alguien es jugársela, como co-jugadores de un partido. Soltar la pelota, decidirse antes de que pase el tiempo de juego. Pero antes habrá que hacerse unas piernas fuertes para correr lejos en la intensidad de los besos. Discernir reveses, desplazamientos y afectos que la jugada produce. En la incertidumbre de la composición de la cancha, que es muda porque nos hemos lanzamos a jugar sin códigos, habrá que hacerlo con paciencia, y sin recurrir a los clichés de nostálgicas jugadas fallidas. Para no cagarla, como otras veces, salirse del sentimentalismo de un final feliz. Compartir otras imágenes, otras emociones, otros ritmos como cuando nos descubre un poema que no comprendemos pero nos gusta. La praxis de esta teoría descongela pasiones en tiempos de estandarización y miedo neoliberales. A falta de códigos amorosos, nosotr*s componemos ritmos dispares.