Paro la pelota con el pecho de espaldas al arco contrario. No la piso porque está hecha de papel, medias viejas y cinta de embalar. Cuando intento darme vuelta, lo tengo pegado a uno que me quiere sacar la pelota, pero la cubro con todo mi cuerpo, retrocedo un poco y me doy vuelta. Los demás empiezan a gritar “pasala, no te la comas, pasala”. Escucho lo que dicen, pero ya decidí la jugada. Estoy frente a frente con Cristian que tiene las piernas mucho más largas que las mías, pero le gano en velocidad. Hace el intento de avanzar rápido sobre mí, le tiro un caño, lo esquivo por la derecha abriéndome y con el espacio libre, le pego un latigazo con el empeine. La pelota atraviesa todo el patio del colegio y meto un golazo que no vamos a poder festejar, porque, en esa acción, también rompo uno de los vidrios de la ventana del comedor. Me da bronca porque llevo mi camiseta preferida que es la de Holanda y no voy a poder sacarme el guardapolvo, revolearlo y gritar el gol.
La directora sale del despacho, todos los que estábamos jugando el partido, los chicos de cuarto y los de quinto grado, no bien ella se asoma, se escabullen como cucarachas. No queda nadie. Nos miramos de frente. Lo primero que le advierto es: yo no fui. Mira incrédula, mueve la cabeza y rebolea los ojos como diciendo “otra vez lo mismo” y me pide que me acerque como lo ha hecho un millón de veces por mi apellido. En realidad, hace mucho que ya no usa mi apellido, más bien lo deformó, le cambió algunas letras y me llama como también lo hacen algunas maestras y compañeros: Bolonqui.
—Vos viste que alguna otra nena juegue a la pelota, que tenga el guardapolvo sucio de estar arrastrándose en el suelo, sin botones o que esté todo el día rodeada de varones, me preguntaba, mientras me ponían en penitencia. Cuando me llamaban de dirección, me dejaban sacándole punta a millones de lápices con un sacapuntas a palanca parecido en su forma al rallador de queso que usaba en casa. Tenía ocho años, a punto de cumplir nueve, estaba en cuarto grado y era la única Raulito, así me decían en el colegio. Con los años y a medida que iba engordando, a esa manera de nombrarme, se le sumará otra: la gorda machona.
Los varones me rechazaban porque era una nena y en muchos casos, porque tenía mejor rendimiento que ellos jugando a la pelota. Tuvieron que aceptarme por mi persistencia y porque, aunque no querían, me metía en los partidos igual. Además, era una de las más fuertes del colegio y eso ayudó mucho. Las nenas me aburrían, había diferencia de energías e intereses, ellas podían sentarse en el patio con sus muñecas, hacían la vertical o la medialuna, hablaban o se peinaban. Lo único que me gustaba era jugar al elástico, pero no me invitaban. No era bienvenida porque me juntaba con los varones, me veían como un bicho raro y yo hacía como que no me importaba.
Se suponía que había algo en mí que estaba mal, pero no me decían qué, solo me mandaban al gabinete psicopedagógico.
—¿Vos sentís que sos un varón? ¿te gustaría ser uno? Me preguntaba la psicóloga.
Lo que quiero es jugar al fútbol en la selección holandesa.
—Pero vos sos argentina, ¿por qué querés jugar para ese país?
—Me gusta el color naranja y también porque soy fanática de Ruud Gullit, el diez de Holanda, le explicaba.
—A vos, ¿te gusta o querés ser? Porque son cosas diferentes.
—Me gusta y quiero ser como él, le contestaba.
—Ajá, claro.
En la escuela me enseñaron a avergonzarme por lo que era y también a obedecer. A formarme manteniendo distancia en el lugar asignado, a marchar, en silencio, a levantarme cuando entraba alguien al aula, a cantar el himno, a saludar a la bandera y a pedir permiso para todo.
A partir de quinto grado, después de consensuar con mi papá y “por mi bien”, me prohibieron jugar a la pelota. Además, me obligaron a continuar con la psicóloga que estaba obsesionada con mi negación a tener hijos.
No bien tuve la edad para hacerlo, a los trece, falté al colegio y fui a la prueba de jugadoras de Futsal en Atlanta, club del que soy socia desde 1983. Me presenté con la camiseta de Holanda y puse todo, como si mi vida dependiera de eso. Una vez que finalizó la práctica, mientras las jugadoras descansábamos y tomábamos agua, el entrenador nos explicó cómo nos manejarían desde ese momento en adelante. Las seleccionadas entrenarían tres veces por semanas durante dos horas, que la camiseta del Bohemio se transpiraba, que además de una responsabilidad, era un honor que íbamos a tener que ganarnos en cada entrenamiento. Nos agradeció y nos pidió que a medida que nos fuera llamando por nuestros apellidos, que pasáramos al frente para recoger la camiseta oficial del Club que era nuestra nueva casa. Y así empezó: Muy bien, Fernández, la suya es la seis, Gallardo la cuatro, Mansilla la cinco, Acevedo la dos, Manso la tres, Fisher la ocho, Foraro la nueve, y Gullit, Gullit. Me miró y me preguntó en tono de reto, ¿así de atenta va a estar en la cancha, usted? ¿su apellido no es Gullit como dice la camiseta? No, mi apellido es Bolonqui, le dije mientras me paraba para recibir la 10.