Los últimos días de marzo, todo parecía pasajero. No importaba (tanto) haber entrado en la pandemia sin compañía sexual, porque bueno, iba a pasar rápido. Hubo otras preocupaciones, hasta que las ganas de encontrarse con otrx empezaron a hacerse acuciantes. Tinder, happn, ¿otra vez? ¿Y qué otra forma hay? Desde hace siglos no me ocurre de engancharme con alguien que conozca en mi trabajo, en la calle, en un recital. Tengo una respuesta autoflagelatoria: no le gusto a nadie. La ahuyento. Y otra más general: cada vez nos miramos menos, salir de sí mismx está difícil. Pero hay gente que se encuentra, dice mi voz interior. En abril, la cosa empieza a pintar para largo. La única posibilidad parece reactivar aplicaciones, y sobre todo, pensar que quizás el intercambio sea virtual durante un tiempo.

Sin salir de casa, el celular es el gran contacto con el mundo exterior. Pasar el dedo, scrollear, es mucho más rápido que tomar un café. Mirar, mirar, mirar. Poner cruz o corazón, leer las descripciones, imaginarse una conversación posible. Descartados los que ponen su auto en el perfil. La obviedad exime de explicaciones.

Primer match, una conversación que dura varios días. Quizás haya sido la dificultad de pactar un encuentro lo que extinguió la charla. No hubo flechazo, claramente. Tampoco, a esta altura, se pide tanto de una aplicación.

¿Cuánto de verdad hay en una foto? Poco o mucho, depende. Hay una que me llama la atención, le pongo like. Poco después, pasamos al whatsApp. La primera conversa termina así: --¿querés que te mande una foto mía de mi pija? –No, todavía no.
Llega la foto. Lo bloqueo. Hablemos de consentimiento. Y no hace falta ser feminista, por supuesto, para saber que como mínimo deberías esperar que yo quiera mirártela. Me desanimo por unos cuantos días. Adiós, sexting, adiós.

Pero el aburrimiento, las ganas de contacto, se imponen. Empiezo a darle like sólo a quienes manifiestan querer “una relación”. ¿Por qué, Sonia, por qué? Qué sé yo, supongo que quiero una pareja, tengo que dejar ir esos mandatos. “Yo quiero algo serio, una compañera”, se ataja casi en la primera línea de diálogo un tal O. “Sí, yo también”, le respondo. Según parece, esa frase abre paso a la posesión. Planteos de exclusividad, sin conocernos. ¿De verdad? Me llama por teléfono. Su verborragia es llamativa. Cada tanto, unos cuantos minutos, puedo colar una frase. Habla de su trabajo, lo escucho. Me pregunta qué hago, le digo que soy periodista. “Qué lindo” atina a decir para volver a su monólogo. Una larga intervención sobre el periodismo. Mi atención empieza a menguar, pero escucho algunas frases sueltas. “Miro TN, escucho Radio Mitre, me encanta Lanata”, me dice el chabón (a esta altura se ganó el rótulo). Y se acuerda de que está hablando con alguien, aunque parece fascinado con escucharse. “¿Dónde trabajas?”, me pregunta. “Página/12”, me deja colar. Empieza una nueva lección. “Lo que pasa es que el mundo se maneja por el intercambio. Estados Unidos, Francia, Finlandia, todo se basa en el intercambio”, son algunas de las frases que llego a captar de su larga disertación sobre política internacional, llena de frases escuchadas en programas de televisión. Me pregunto si decirle que me nombra países bastante diferentes. ¿Podrá escuchar? Mejor le digo: “Es tarde, tengo sueño”. “Hablemos mañana, responde”. Y yo ruego que no se le ocurra. ¿Se habrá enterado de mi fastidio?

Otro intento, y van… ¿Por qué no renuncio?

En el momento en que tomo el celular, abro el ícono una vez más. Es de noche, terminé una serie. Quiero contactos con otrxs. Mis amigas están en la suya. En fin, me confieso reincidente. Otro diálogo. Fluye al principio. Estado civil, el temita de tener o no tener hijos. Dónde vivís, qué te gusta hacer. Ay, parece que será una buena charla. "¿A qué te dedicás?" Lo de siempre. "¿Hacés radio?", creo que fue la pregunta detonante. "Sí, tengo un programa". "¿Qué tipo de programa?". "Feminista". Un ícono de Bob Esponja tapándose con una frazada, cara de espanto. “Creo que es la hora de ir a dormir”, escribe él. “Me imaginé que te ibas a asustar”, intento tender un puente. “Es que las feministas son imposibles. No se les puede decir nada”, lanza en dos o tres mensajes. “Sí, es hora de ir a dormir”, respondo. Fin.

En todo hay cuestiones de segmentación social, de belleza hegemónica. Tinder me lo hace saber con todas las letras. “Le diste like a alguien popular. Pon ‘me gusta’ a X para tener más chances”, me indica. No quiero más chances, quiero otros encuentros, otras posibilidades. Con la aplicación no hay diálogo. Es la que manda. Y no quiero obedecer.