Los vecinos que, sentados en la vereda, intentaban espantar los malos pensamientos que acarrean los atardeceres, no preguntaban la hora cuando veían pasar a don Cirilo en su puntual caminata diaria desde su panadería hasta el bar España. Era un film sin final, proyectado en la vereda de enfrente, sobre el largo paredón del club Plaza, el único actor ignoraba a la platea como toda buena estrella del cine mudo de principio del siglo pasado. De impecable traje cruzado a rayas, zapatos negros recién lustrados, en ocasiones, corbata, en otras, sombrero, a veces, una flor en el ojal, pero siempre acompañado por una fina boquilla y un bastón de madera que manejaba con distinción, el panadero cumplía religiosamente la procesión del vermut. 

La platea improvisaba un guión oral alrededor del pasado pesado del protagonista, si bien el público se encontraba dividido entre admiradores y detractores, a nadie le resultaba indiferente dicha historia. Comencé a familiarizarme con nombres y palabras comunes en los relatos, Chicho Grande, Chicho Chico, Ágata Galiffi, mafia siciliana, mano negra, vendetta, Chicago argentina. Ninguna biografía coincidía, el caminante, según las distintas versiones, podía figurar como amigo, testigo o cómplice de los mafiosos, lo único que nadie ponía en duda era que había sido el propietario de la mejor panadería de Pichincha. 

Mi abuela veía a lucifer por todas partes, pero cuando se cruzaba con el hacedor de pan se persignaba tres veces seguidas. Aceptaba y alimentaba las versiones más extremas sobre el "ateo, anarquista y libertario", términos que sonaban a insultos dentro de su católico discurso. No dudaba en culparlo hasta de los nombres puestos a las masas, ”sacramentos”, " jesuitas", " bolas de fraile", sostenía que no sólo representaban burlas a la fe cristiana, también habían servido, seguramente, como códigos secretos para distintos secuestros extorsivos. 

Inocentemente intenté eludir a una organización de 2000 años de antigüedad, cambiando mis clases de catequesis por partidos de fútbol en la plaza. Una tarde al regresar de la escuela, divise la inconfundible bicicleta roja de doble caño con guarda polleras del padre David apoyada contra el árbol de la puerta de mi casa. 

La peor penitencia, un curso intensivo a cargo de la fanática religiosa, repetir hasta el cansancio oraciones como medio para llegar a la verdad. La vez que me atreví a negar la existencia de satanás, la catequista me advirtió enojada, "negarlo es una forma de demostrar lo contrario, es el triunfo del mal pensar que éste no existe". 

Mientras me ataba un enorme moño en mi brazo izquierdo, mi abuela me dijo, "tenés que estar contento, hoy es un día de fiesta, vas a tomar tu segundo sacramento, te faltan tres más". 

Aquel 8 de diciembre visité por la mañana la casa del señor, por la tarde concurrí a la oficina del diablo. Lo encontré en una de las mesas situadas sobre la vereda de calle Córdoba, sentado frente a una botella de Amargo Obrero, un sifón de soda, una rodaja de pomelo y un plato con lupines. Cuando me paré frente a él, sacó de su bolsillo unas monedas y me pidió una estampita sin ángeles, en el mismo momento le pregunté si el diablo existía. Mirándome a los ojos no tardó en responderme, "claro que existe, vive en los espejos". 

Sin entender la respuesta lo volví a interrogar, esta vez sobre la verdad. Se tomó todo el tiempo para contestarme, pareció buscar los conceptos entre los aherrumbrados vagones abandonados sobre las vías muertas, los mismos trenes que alguna vez había visto en movimiento, cargados de madera. Desde allí me respondió pensando en voz alta, " si la verdad existe... nada tiene que ver con nosotros. Está mucho más allá de los límites de la mente humana. Lo que existe en este planeta es una pariente lejana de la verdad, la belleza". Me miró otra vez de frente y me regaló el mejor regalo de comunión que pude tener: “Ojalá que durante toda tu vida puedas sentir toda la belleza del mundo entrando por tu piel, que no olvides nunca el niño que eres ahora, que puedas temblar de emoción siempre, que nunca dejes de conmoverte, que no te ganen los malos pensamientos, de no ser así sólo verás paisajes vacíos como postales y espejos, muchos espejos, estés donde estés, vayas donde vayas". 

El tiempo no sólo juega a favor de la osteoporosis, también deshuesa palabras, oxida modismos, entierra dichos populares en el monte del olvido. En una oportunidad compré provisiones para el fin de semana en un almacén del centro. La joven comerciante en un momento dado me preguntó, “va a llevar algo más, ¿señor?", ingenuamente respondí desde el pasado, " no, gracias, con esto y un bizcocho...", acto seguido vi sorprendido como la almacenera colocaba un bizcocho de hojaldre en el interior de la bolsa dando por finalizada la venta. Lo mismo me sucede en las panaderías boutique cuando sintetizo mi pedido, "una docena surtida de facturas con nombres, por favor", las vendedoras me quedan mirando estupefactas. Si tienen tiempo y ganas no sólo les explico, también les marco la diferencia entre los vigilantes clásicos y los agentes de seguridad, generalmente más pequeños y con masa pastelera sobre el lomo, ejemplares nunca vistos en las bandejas de don Cirilo. 

La semana pasada, mientras esperaba mi turno en un comercio de la zona, me llamó la atención un televisor gigante, sus familiares zócalos manipulando las imágenes sin sonido me hicieron dudar si el maligno en la actualidad seguirá habitando en los espejos, tal vez desde la distorsión el daño logrado es mayor aún que desde el narcisismo. Con una bandeja en una mano, una pinza en la otra y una amplia sonrisa vendedora, una joven detrás del mostrador me devolvió a la realidad con un comentario desafortunado, "¿para qué mirar lo que ya sabemos, no ?, si todos los políticos son iguales... ¿desea elegir las facturas?". Generalmente contesto lo que siento en el momento, "siguiendo su línea de pensamiento, podría decir, entonces, que todas las mujeres, hombres, libros, música y por consiguiente artículos de panadería también son idénticos entre sí, por lo cual no comprendo su pregunta. Deme 12 unidades iguales, sólo le pido que me incluya dos sacramentos, no vaya ser que mandinga exista."

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