Se fue Quino, y no es cualquier cosa lo que se nos va en esta época tan oscura. Quino rescató un proyecto de país que finalmente no fue. Y con él se fue algo de nosotros, sus hijos, que de alguna manera estábamos destinados a realizarlo y a darle continuidad.
También retrató las expectativas de la clase media a la que pertenecíamos, y los imaginarios de esa clase media que propulsó, con su afán de ilustrar el mundo y de abrir panoramas vitales, un universo de símbolos que no fueran sólo los de la dictadura y los estados represivos --ideologías a las que suele asociarse de manera excluyente a la clase media argentina--.
Nos preguntamos, ¿qué será ahora de Mafalda, Felipe, Manolito, Susanita, Miguelito, Guille, Libertad? Hasta de esos papás, jóvenes papás que tenían la edad de Quino en ese momento, los treinta y pico. Esos también somos nosotros, quedándonos huérfanos, solitos. ¿No es terrible que ese universo argentino haya pasado a ser un recuerdo, apenas una promesa, un sueño no realizado? O un homenaje, pero no una realidad o un presente.
Ojos caleidoscópicos
Mafalda es un símbolo de nuestra estructura social y cultural, pero es asimismo un símbolo fallido. Mafalda en el cielo con diamantes, jugando con el espíritu Beatle que su creador, Quino, le otorgara como rasgo contracultural y disruptor a esa generación sojuzgada culturalmente por los valores nacionales patriarcales.
El contrapunto entre la niña Mafalda y su madre --Raquel-- es inmediato. Mafalda hace preguntas a las que nunca renuncia, y esas preguntas no sólo identifican los emergentes políticos y culturales de su época y de la asfixiante dictadura, sino que marcan una diferencia respecto de la participación en lo común, diferenciándose también de la arquetípica estampa materna, atareada en los quehaceres domésticos y habiendo renunciado a las realizaciones personales, a manos de encarnar el ideal de la vida familiar y burguesa.
Entonces, la de Mafalda, la saga que Quino ilustró y escribió vitalmente durante una década, no es cualquier estampa de la clase media argentina. Es asimismo esa población interpelada por los signos revolucionarios de una época. Mafalda se transforma así en un friso caleidoscópico de realidad mundana y transversal.
Mafalda mira a través de los “ojos caleidoscópicos” que ponen del revés los status quo establecidos. Y cuando la leemos, Mafalda es asimismo mirada por esos ojos caleidoscópicos, en el límite de aquella experiencia que Freud señaló como “siniestra”, inspirado en los ojos sueltos del cuento de Hoffman, “El hombre de arena”.
Por eso Mafalda es también afín al psicoanálisis, contemporánea incluso de su auge francés --la Escuela Francesa liderada por Jaques Lacan--. Es, fundamentalmente, un reverso de la trama de lo que damos por instituido. Allí, en la saga que propone Mafalda, se mira no para perder los ojos, como sí ocurre en “El hombre de arena”, donde se trata del sacrificio delirante de un mirar de más que se paga con la locura y la ceguera, se paga con la mutilación, sino que Mafalda nos invita a mirar para poner la lógica del mundo al revés, cabeza abajo, y refrescar las viejas visiones con nuevas perspectivas.
Esta Mafalda, como en el tema de los Beatles “Lucy en el cielo con diamantes”, es una subversión del sujeto, una subversión lisérgica, un intento de reinvención de una comunidad en la cual de algún modo se proyectaba la vida aspiracional del proyecto nacional y de la clase media argentina, y por extensión se proponía allí un proyecto de país que no se realizó, no sucedió, no aconteció. En Mafalda, pese a su sobrado escepticismo sobre la humanidad, habita ese profundo humanismo que pretende una diferencia, una ruptura, una autonomía colectiva.
Con la muerte de Quino nos quedamos huérfanos, y somos como esos amigos de la niñez contestataria que se despliegan en esta historieta --que reunía las edades del hombre, la infancia, la adolescencia y la adultez--.De pronto, sin alguien que nos pinte o nos escriba para que allí leamos, nos dibuje para que respiremos nuestros sueños henchidos, nos provea cobijo y nos asegure la continuidad de la vida ¿Qué haremos ahora sin la continuidad de esos días? ¿Qué es lo que se ha ido irreversible, el mayo francés, el Woodstock pueblerino y barrial que transcurre en Buenos Aires de finales de los sesenta y principios de los setenta, el Vietnam de “haz el amor y no la guerra”, nuestra propia infancia, el estado de bienestar que prometió la posguerra, la idea de progreso, o mejor aún, de porvenir?
Posiblemente, en ese haz de posibilidades junto con otras, nos quedamos huérfanos de los modos en lo que la subjetividad había logrado asirse a un proyecto colectivo, a un sueño y su posible realización. Entrar en Mafalda tal vez no sólo sea entrar en los dominios de una época y sus fantasías, sino entrar en un viaje donde la dimensión de lo humano sea posible y realizable.
Mafalda es en este sentido un canon, una medida de realización colectiva.
Yapa
Habría que redefinir qué es la orfandad. No sólo esa que acontece cuando se van nuestros mayores. ¿Es ese proyecto colectivo el que tal vez ya no existe, no existe como cosmovisión amparadora? No sólo es la orfandad personal, de esas personas que perdemos de nuestro entorno querido, las que sin dudas no volverán, es la orfandad que supone una dificultad de reconocer las marcas de una cultura ¿En qué cultura estaríamos viviendo si ya no es la nuestra?
No nos alcanza con decir que Quino vive en nosotros, tenemos la sensación de que nos lo fueron quitando. Es un modo de relacionarnos el que nos fueron quitando, un modo de pensar la vida, de pensar las relaciones humanas, de pensar los barrios y nuestra ciudad portal y portuaria. La ciudad fue objeto de demolición forzada tanto como de persecución. Todo lo así conocido por reconocido se destruyó, se degradó, se transfiguró en una serie de eslóganes de una antipolítica mediatizada, se fue haciendo cenizas entre los dedos, las manos quedaron oscuras y silentes, forzados los lazos sociales y espontáneos a una biopolítica tecnocrática, distante por ajena, expulsiva, sin alma.
Esa es la manera en la que hoy se piensa la relación con el otro. Esta época viene sin yapa. Esa pequeña comunión en la que el comerciante regala unos céntimos para propiciar una charla, un comentario compartido, y asegurar un nuevo encuentro. Allí lo relevante no es la compra, es el intercambio.También allí uno redondea y da su yapa amable.
Esa yapa era una yapa cultural, era un modo generoso de vivir, de prestarnos las cosas, de compartir y contagiarnos fervor. Como en el Mundo de Mafalda, donde la plaza y la calle son el lugar común, el modo de transcurrir en la cultura y entender la relación con los otros, con nosotros.
No cesa
¿Qué vamos a hacer si no disponemos de esa cosmovisión? Aunque también Mafalda es una respiración que no cesa.
Todos conocemos la referencia del hallazgo del nombre Mafalda en la línea de un nombre que fuera funcional a los electrodomésticos Mansfield --compañía que originariamente le había encomendado el personaje a Quino--, por su similicadencia entre Mansfied y Mafalda. Y que, a su vez, la elección del nombre de Mafalda por Quino, no era otro que el de Mafalda de Saboya. Sin embargo, cuando decimos Mafalda sólo imaginamos a nuestra heroína universal, este nombre entrañable ligado de manera indeleble a la cultura contemporánea, una referencia en la que toda una comunidad se ampara y vive. Mafalda es “esta”, la de la historieta, nuestra Mafalda ¿Y no es acaso Mafalda una posible e inconsciente realización para su autor de una “Ma falda”, una “mamá falda” que acunó al propio Quino maternalmente, y lo sostuvo en su propia orfandad? En la historieta, Mafalda tiene un padre que es precisamente un alter de Quino, misma edad y mismas características simbólicas, pero a su vez la creación de Mafalda es una apuesta maternal, una creación de vida que se respalda en una lengua madre, en una cultura que se haga madre, en un país que también sea maternal refugio y que no condene al exilio destructor. En Mafalda yace asimismo una envoltura de vida posible, tal vez por eso la queremos y la disfrutamos en ese ida y vuelta: identificados con Mafalda, también como padres y adultos de Mafalda --como lo fue Quino--, y Mafalda extendiendo los pliegues de papel de diez años de producción para que allí nos acunemos y vivamos.
Mafalda como nombre propio, la niña Mafalda sostenida por el paternal Quino, Mafalda recibiendo en sus faldas al Quino de la vida real. Quino y Mafalda como padre y madre, pareja parental para que todos los lectores de este acontecimiento cultural llamado Mafalda podamos renacer con ellos y procurarnos nuestro cielo con diamantes.
Ese país, esa ciudad de Buenos Aires, esa forma de vivir de Mafalda fue la que nos crio. Algunos de nosotros somos aquellos chicos criados por esos padres, y si hoy nos han sacado esa proyección, ¿qué significa decir “hoy” en este contexto? ¿Qué significa, incluso, “ir hacia adelante”?
Decir hoy e ir hacia adelante eran parte de la cosmovisión del Estado de Bienestar, del país que no se conformaba con la primarización agroexportadora, el país industrial y pionero, el país de las universidades y los universitarios, el país de los artistas, el país de los bohemios, el país de la diversidad siempre amenazada, el país en ciernes. Ese país no era hegemónico, debatía, abrazaba tanto el “flowerpower” como el proyecto nacional y popular, tanto el rock argentino como la psicodelia, tanto la lucha armada como la poética revolucionaria. Esas mixturas eran parte de una sociedad, un país que nombrábamos “nuestro país”, incluso un planeta, porque los debates se enardecían a nivel mundial y nos sentíamos cerca de los acontecimientos de un proceso colectivo y en disputa.
Es un claro anuncio que nos quitaron a Quino. Nos lo fueron quitando de a poco. Lo encontrábamos cada tanto en esas páginas geniales que publicaba, como crítica y observación social. Y ahora, ya no está.
La orfandad nos va cercando, salvo que entreabras los ojos y rebusques los signos en los “caleidoscópicos ojos” de Mafalda en el cielo con diamantes.
Si hojear un libro y una vida es también desmontarla, tal vez todavía haya ahí algo por leer, un encuentro verdadero, un alivio de los días por venir, una caricia, una yapa mágica, un renacer.
Cristian Rodríguez y Fernando Falcon integran el Espacio Psicoanalítico Contemporáneo (EPC) y el Institute Gérard Haddad de París (IGH).