Al más célebre de los poetas malditos, Charles Baudelaire, se le atribuye la frase que reza: “La mayor astucia del demonio es hacernos creer que no existe”, contemporánea de esta otra sentencia del no menos celebre Fiódor Dostoievski: “Dios ha muerto, todo está permitido”.

Estos dos aforismos enmarcan la cúspide de la modernidad. Los Dioses y Demiurgos han sido desplazados por el triunfo de la razón, y la verdad, soportada en su fundamento teológico, da lugar a una verdad producto de la lógica racional.

Esta nueva fe en la humanidad y el progreso durará poco. Un primer golpe, en Sarajevo, con el asesinato del Archiduque de Austria, y una herida mortal, con la Segunda Guerra, donde por primera vez en la historia se asesina masivamente de manera racional, pondrán fin a la mentada fe en la humanidad y al absolutismo de la verdad.

No proponiéndome aquí hacer una revisión histórica de los comienzos del siglo 20, y dejando, por un tiempo, tranquilo a Dios, me interesa reflexionar un poco acerca de su socio: el demonio. Uno de los tantos nombres del mal.

Tomaremos como hipótesis de trabajo la idea de Baudelaire, es decir, no es cierto que el demonio no exista, sino que es una astucia de él, que así lo creamos. De modo que éste tendrá que existir entre nosotros adoptando formas simuladas.

En 1997, el director cinematográfico Taylor Hackford estrena su film “El abogado del diablo”. Allí, John Milton, maravillosamente interpretado por Al Pacino, finge ser un poderoso abogado de Nueva York, pero a poco rodar el celuloide, se revela que es el mismísimo maligno.

La imaginación de Hackford ha pergeñado la idea de que una profesión vinculada con el ejercicio del derecho y la práctica de la justicia podía ser el escondite perfecto donde habite el mal.

Cuando en el desarrollo de la trama se desata la eterna batalla entre el bien y el mal, y éste último pareciera haber sido derrotado, nos anoticiamos en la escena final que solo ha cambiado su ropaje y persiste. Escondido esta vez, en otra profesión, que se presenta como perfecta para albergarlo. El periodismo.

En la fantasía del cineasta, abogados (por qué no jueces) y periodistas son el simulacro perfecto para vehiculizar la acción del mal.

Dos profesiones nobles que históricamente han estado vinculadas con la defensa de la verdad, hoy se ven colusionadas en contra de esta misma.

Pero claro, si el ideal de la modernidad ha caído, y con él la confianza en la razón y la verdad, lo que queda después de la verdad, es una posverdad. No importan los hechos, importa que creamos en los hechos. No importa la verdad, importa que creamos que es verdad.

Pero sobre todo importa que ni siquiera sospechemos que hay sentidos, ideas que pueden estar siendo instaladas en nuestras cabecitas por la más fantástica máquina de dominación que jamás existiera.

No. Lo que importa es que pensemos que somos libres, que estamos exentos de quedar atrapados en las redes donde cae el cardumen, que nos sintamos más inteligentes que el resto, que ninguna solución colectiva puede ser otra cosa que una falacia. De este modo, la hipnosis mass media se mostrará con su máxima eficacia, como denunciara mi amiga Nora Merlin en su libro Colonización de la subjetividad.

Pero claro, yo no creo en el demonio…

Osvaldo Rodríguez es profesor adjunto Psicoanálisis Freud I UBA.