Dora Barrancos ha dedicado los últimos cincuenta años a estudiar el desarrollo de la educación, de los movimientos libertarios y anarquistas y de los feminismos en la Argentina. En los 50 ingresó a la militancia de la mano del socialismo y pronto se sumó a la Juventud Peronista. En paralelo, se recibió de Socióloga en la Universidad de Buenos Aires para luego doctorarse en Historia en la Universidad de Campinas, en Brasil, país al que llegó perseguida por la dictadura y donde tuvo sus primeros contactos con el movimiento de mujeres y las disidencias sexuales. Desde que volvió del exilio, en 1986, integra el CONICET, organismo del cual fue directora en representación de las Ciencias Sociales y Humanidades hasta mayo de 2019, elegida por el voto de la comunidad científica. En 1994, asumió como legisladora de la Ciudad de Buenos Aires por el Frente Grande y, hoy, ha dirigido la Maestría y el Doctorado en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Nacional de Quilmes. Actualmente es asesora del presidente Alberto Fernández.
Tanto cuando habla como cuando escribe, Barrancos asegura que no pretende separar a la autobiógrafa de la historiadora. Así lo deja en claro en cualquiera de las conversaciones en las que se sumerge en la historia oculta y cotidiana de las mujeres argentinas, sin dejar de anclar nunca los datos duros con sus experiencias de vida.
LO PERSONAL ES POLITICO
(…)Desde la adolescencia y la juventud, es decir, desde que me reconozco embarcada en la evolución de ir elaborando un pensamiento propio, siempre, pero siempre, sostuve una posición favorable a la legalización del aborto. Claro que entonces estaba lejos de pensarlo como una cuestión de Derechos Humanos fundamentales. Evidentemente, no tenía en mi juventud toda la arquitectura conceptual que fui adquiriendo muchos años después. Pero sí subrayo que desde mi juventud, siendo estudiante universitaria, siempre sostuve el aborto. Pienso y repienso la época y no encuentro que hubiera mucha diatriba contra el aborto en la gente de mi generación.
No había cause posible de posiciones desfavorables en el área académica. Tampoco había habilitación de su tratamiento en forma pública, no que yo recuerde. No había ningún seminario, ninguna materia, en los que se permitirá hablar abiertamente de estos fenómenos tan humanos. Ni siquiera estaban dados esos espacios en áreas como la de Psicología. Yo cursé varias materias de Psicología por eso lo puedo asegurar. La sexualidad, que es un término tan fundamental, básico para la estructura psíquica, en el dictado de las materias de psicología, evocaba más una burocracia sexual que propiamente una alusión directa a los deseos y las pulsiones humanos. Por supuesto que las palabras como “pulsión” se mencionaban en clase pero había un distanciamiento total. Podría haber habido en esos espacios algún cauce, alguna oportunidad, para que los alumnos nos conectáramos con las consecuencias de los intercambios sexuales reales. Desde luego era inexorable el marco de la heterosexualidad. En el mundo académico y más específicamente en el sociológico: nada. La sexualidad real no era un repertorio que estuviera a mano. Sí recuerdo otros repertorios notables ya no transitados en la Academia sino en lo que podríamos llamar la periferia de la Academia, como los textos antifamilia de la época, las charlas en tertulias. En mi mundo personal, durante mis veinte y mis treinta, sí teníamos muchas charlas domésticas sobre estos temas que no se daban, o se daban muy poco, en el orden público. Mabel Bellucci, que ha hecho un trabajo de investigación muy interesante sobre el aborto, dice que había una conformación de sentidos con relación al aborto de mucha mayor amabilidad que lo que se encontró después, en los 80 y 90. Creo que es una buena conjetura. En síntesis: el aborto no era un término de debate público, pero en los andariveles privados, colaterales a lo públicos o filopúblico, es decir, en corrillos, en interacciones de periferias de la Academia y en la vida cotidiana en general, se podría conjeturar que no había una resistencia tan hirsuta al aborto.
¿Acompañó alguna vez a alguien a abortar? ¿Usted Abortó?
(…)Me hice un aborto en Argentina, sin mayores complicaciones. Pero recuerdo con especial estremecimiento el aborto que me practiqué en Brasil, durante mi exilio, en condiciones penosísimas. Una intervención que casi me lleva a la muerte. En Brasil la situación era mucho más grave que acá. No había buenas instituciones médicas “clandestinas” en Belo Horizonte, que era donde nosotros estábamos viviendo. Para hacerlo en condiciones un poco más seguras había que trasladarse a Río de Janeiro o San Pablo y pagar muchísimo dinero. Fue por eso que decidí hacerlo allí donde estaba. Fue brutal, casi no me dieron anestesia. Luego, al mes de la intervención, tuve una hemorragia que casi me lleva para el otro lado. Mi marido, que es médico, estaba desesperado y actuó rápido. Y supongo que me salvé por eso, porque actuaron corriendo frente a una escena que fue realmente impresionante. Recuerdo por supuesto el pánico que teníamos, y también recuerdo que cuando llegué al hospital me atendió un médico muy agradable que me agarró de la mano y me dijo: “quédate tranquila, a esto lo resolvemos bien”. Esas palabras fueron para mí una ráfaga de tranquilidad porque estaba aterrada y al borde de perder el conocimiento. Me quedé esa noche internada y pude salir al día siguiente.
(…)Me hice feminista en Brasil… Fue a partir de un femicidio muy estruendoso. El asesino estaba siendo defendido por un muy buen reputado abogado penalista. Recuerdo una entrevista en la que le preguntan al abogado cómo iba a ser la estrategia para defender a su cliente, un acaudalado play boy. Y el abogado contestó: “Muy sencillo, voy a recurrir a la legítima defensa del honor”. Escuchar eso fue en escándalo para mi sensibilidad y para mi mente. La mujer que había sido asesinada pertenecía a la alta sociedad y se le habían achacado, después de muerta, todas las fórmulas de los “desvíos” de la sexualidad imaginables. Esa catarata de agravios contra esa mujer profundizó mi penuria. Pensaba: “No puedo creer todo lo que están diciendo de ella para justificar su crimen”. Las descripciones alcanzaban niveles de crueldad y escatología desopilantes, para poder recurrir a la figura, como ya había mencionado el abogado, del honor mancillado del marido. El haber tomado conciencia de aquello lo marco como momento clave que me catapultó a una nueva subjetividad, a querer interiorizarme más y más en el feminismo.
LA OLA VERDE ANTES DE LA MAREA
En este país ha habido siempre un consenso implícito para legitimarlo. Argentina es un país de notable caída de la fecundidad y que hizo rápidamente la transición demográfica. Desde fines del siglo XIX e inicios del siglo XX, la tasa de natalidad fue cayendo al punto de que alrededor de 1920 ya había preocupaciones por el tema a nivel gubernamental. ¿Qué hay detrás de esos números? Prácticas anticonceptivas inocentes (que inevitablemente llevan a embarazos no deseados). La medida anticonceptiva más ingenua que había era es el coitus interruptus, que a su vez es la medida más insegura respecto de la prevención del embarazo. ¿Cómo se explica esta relación entre una mayoría de medios anticonceptivos completamente falibles con la caída demográfica? Hay que pensar cómo eran los imaginarios femeninos cada vez más reforzados en el sentido de controlar el número de hijos. Este era un tema que no tenía, hasta mediados del XX, un gran debate público, salvo para mis amigas y amigos los anarquistas. Pero no hay registro de un debate franqueado sobre el control de la natalidad. Sin embargo, es evidente que hubo un imaginario muy nutrido sobre todo en los núcleos de mujeres que habían llegado como inmigrantes, en donde el cálculo que hacen es el de una mejor calidad de vida. Y dentro de ese horizonte de una mejor vida está el punto de angostar el número de nacimientos.
Aquellas personas habitantes de los núcleos urbanos que se hacen un trazado de expectativas de ascenso familiar obviamente contemplaban la decisión silenciosa de tener un limitado número de hijos. La Argentina es un país de transición demográfica temprana casi en la misma época que lo hace Francia. Ese es un contraste grande con el resto de los países de América Latina (sin contar Uruguay) y es un rasgo que tiene muchísimo que ver con las subjetividades, los sentimientos de esas familias que quieren progresar. Y a la cabeza de esas familias está la iniciativa de las mujeres. He aquí donde se instala una muy fuerte legitimidad del aborto. Me he dedicado a estudiar este fenómeno y puedo decir que era muy común encontrar avisos de gran cantidad de partera que de manera críptica promocionan en los diarios que hacían aborto.
Algo crucial fue el consenso en torno a la idea de despenalizar. Obturar por completo, aniquilar, la posibilidad de la cárcel para la mujer que aborta. Después están todos los detalles y toda la conceptualización que se ha hecho. Pero la cuestión de la despenalización es una base, un eje vertebral: impedir la brutalidad de que una mujer pueda ser llevada a prisión por la decisión que ha tomado. También he hecho un análisis sobre cómo es la experiencia en términos de jurisprudencia del aborto. Es un muy interesante ver que en este país no ha habido encarcelamiento de médicos aborteros. Es algo que se ha dado sólo en casos excepcionales, sólo en condición gravísima de la muerte de la paciente. El procedimiento sería más o menos así: alguien denuncia que otro hace abortos. Entonces el juez ordena “allánese” y se allana. Pero resulta que los elementos que se van a encontrar en el consultorio obstétrico parta atender el proceso de la gestación son los mismos que se usan para hacer un aborto. ¿Cómo se determina entonces que hubo un aborto? Se vuelve muy difícil que alguien pueda ser detenido en estas condiciones porque para incriminarlo habría que determinar con pruebas que la paciente en cuestión estaba embarazada. Si no se cuenta con la prueba del embarazo, tampoco se puede tener la prueba del aborto. Por eso la jurisprudencia suele hablar de “maniobra abortiva” de aborto imposible. Se vuelve casi imposible probar empíricamente lo que sucedió. Como mucho se dirá que hubo una maniobra, pero seguimos sin tener posibilidades de probar el aborto y el embarazo. Es imposible penalizar si no se constata la existencia de delito.
LA OBJECION DE CONCIENCIA
Algunos médicos tal vez se sienten muy mortificados cuando alguien se mete con el tema de la objeción de conciencia y hace alguna crítica en ese sentido. Los invito a salir de la mortificación y analizar. Hay un sector de la comunidad médica muy marcado por la confesionalidad y estos son los que más se aferran a determinados sentidos de la objeción de consciencia. Pero si nos remontamos en el tiempo, la objeción de consciencia era un atributo de los disidentes del Estado, del autoritarismo, de los regímenes de esclavitud aun presentes en las sociedades modernas. Era una herramienta para defenderse de los regímenes de obligatoriedad que plantea el Estado como la orden de ir a la guerra. La objeción de consciencia fue históricamente enmarcada como herramienta típica de disidencia a izquierda, progresista. En los últimos años ese sentido cambió. Ha habido un choque y este concepto, que era libertario, ha empezado a ser usado con fines reaccionarios. A mi entender los médicos tienen una obturación que, en todo caso, deviene de su formación. Este uso de la objeción de conciencia tiene que ver con una suerte de telos que opera en el sentido de que los cuerpos no les pertenecen a las mujeres. Los cuerpos, según esta visión, serían de la naturaleza y de la intervención médica. “¿Qué tiene que ver el cuerpo con tomar decisiones?”, se preguntan. El cuerpo, para ellos, no tendría nada que ver con la autonomía. Es heterónomo. Son ideas dadas, que el médico recibe durante su formación y sobre las que no reflexiona demasiado. Y la gran mayoría de los médicos no lo expresan en estos términos porque no es algo totalmente consciente, sino un corpus de conceptos que actúan por lo bajo. Aquí entonces tenemos un coctel de sentimientos conservadores, sentimientos confesionales y estas ideas que se desprenden del punto de vista central que tiene la ciencia médica, que tiene una gran incidencia en sus vidas y en sus regencias.
Este modo de ver se podría pensar como un orden sacramental de lo médico. No se puede comprender de otra manera cómo los médicos están más inundados de la objeción de conciencia como si les fuera propio, como si fuera un grupo particularmente acometido por creencias religiosas. ¿Son los médicos más religiosos que los abogados o que cualquier otra profesión? Diría que no, sino que ahí radica una cuestión que se nutre con un principio que no es estrictamente confesional, sino para-confesional. Y que tiene que ver con una suerte de preconcepto fundamental del propio orden médico. ¿Qué pasaría si a los abogados se les ocurriera empezar a hacer este uso de la objeción de conciencia? No es que los abogados no la usen. Recurren a ella en casos especiales como cuando se niegan a defender a un genocida, por ejemplo. El tema es que uno de los pilares del Derecho es que todo el mundo tiene derecho a la defensa, hasta el peor criminal. Si todos pudieran ser objetores de conciencia, no habría ya abogados penalistas. Los objetores de conciencia con relación a un tópico de la circunstancia profesional deberían aclararlo antes. De modo que un médico si se declara objetor de consciencia, no puede quedar a cargo del área de Obstetricia, por el mismo motivo que a nadie se le ocurría ser hematólogo siendo Testigo de Jehová o especializarse en trasfusiones de sangre. Tiene una convicción precedente que le impide hacer esa tarea y debería aclararlo.
FALACIAS ANTIDERECHOS
El nudo fundamental da vueltas siempre alrededor de la falacia de la vida. Recuerdo que en los años 90 muchas queridas compañeras decían: “No podemos enfrentar en un debate la cuestión de la vida, tenemos que corrernos del concepto de vida”. Pero en los últimos tiempos venimos elaborando una idea contraria: justamente lo que debemos defender es la vida. Nuestra posición representa la vida digna de ser vivida, un sentido radicalmente digno de la vida. El lema “Salvemos las dos vidas” es una desmentida. ¿Qué quiere decir ese lema frente a la violación? Lo que en verdad quiere decir es “hagámosle toda la retaguardia estratégica, la protección, al abyecto que viola”. Quiere decir: “hagamos el marco estratégico para seguir torturando a las niñas”. ¿Qué otro sentido sino la crueldad puede tener volver madre a la fuerza a una nena de diez u once años? Es una exaltación tan vituperable de la no-vida que desconcierta. Se invoca la palabra “vida” para producir daño, muerte y crueldad. El lexema “Salvemos las dos vidas” tiene su eficacia. ¿Quién no quiere proteger la vida? Pero es una eficacia que apenas se sostiene por un rato, se cae ante la primera argumentación porque en las “dos vidas”, lo que está sobre la mesa, más que la vida es la discusión con respecto al concepto de persona. “Persona” es un concepto técnico-jurídico. Hay persona en tanto hay autonomía de un cuerpo. Ahí también se presenta una contradicción: no se es persona mientras se depende de otra persona. Un feto es una vida en evolución. No hay posibilidades de extraer un feto del útero y gestarlo independientemente. Por otro lado, los sectores contrarios a la legalización del aborto se han manejado con absolutos: vida como absoluto. Ese es un registro muy anacrónico y fundamentalista. Hay un apego al desciframiento único de un concepto. Cuando en verdad, los términos (como la vida, la libertad, por ejemplo) son relativos. Si los fetos fueran considerados personas en un amplio espectro, el derecho privado se tornaría un completo caos. ¿Los fetos tendrían que tener capacidad de herencia? ¿Podrían entonces reclamar por sus derechos patrimoniales? Imaginemos de manera contra-fáctica una nueva distribución de la patrimonialidad que tuviera en cuenta lo que le corresponde a los fetos perdidos. Los invito a los sectores antiderechos a poner en sus testamentos a todos los fetos y a los embriones congelados. Por algo la humanidad ha hecho lugar a la idea de que el no nato es justamente eso. Está en estado de potencia legal: si nace vivo, efectivamente es una persona y tiene derecho completo. Hoy está discutiéndose qué pasa con los embriones que surgen de las técnicas de reproducción humana asistida y que no se implantan. ¿No habría que horrorizarse ante la idea de frigoríficos con persona congeladas? No creo que ninguna de las personas con capacidad de gestar que hablan de salvar las dos vidas aceptaría implantarse un embrión de más de diez años. Otra pregunta: ¿por qué no les ponen nombre a todos esos embriones y les hacen un DNI? ¿Por qué no vemos hordas de antiderechos haciendo reclamos por esos embriones congelados? ¿Por qué? ¡Porque es un disparate!
¿Dónde está la producción máxima de sentidos de los antiderechos? Una vez que empezamos a desmalezar punto por punto (las cuestiones ya mencionadas de: la definición jurídica de persona, la concepción de los derechos como absolutos o relativos, la falacia de la defensa de la vida, etc.), lo que queda al descubierto, la escena de base, muestra que lo que está en el fondo es el sentimiento patriarcal de que las mujeres no tienen derecho a la libertad ni al placer sexual. En la obligatoriedad del maternaje hay una escalada que concluye en la obturación de la libertad sexual de las mujeres. Eso es lo que incomoda: la libertad de no desear tener hijos, la libertad de escabullirse del mandato del maternaje. El embarazo es en el ochenta por ciento de los casos una contingencia. Las personas heterosexuales que realizan un coito, en general, no están pensando en reproducirse. Por supuesto que existen las planificaciones y los propósitos, pero eso no es lo corriente. Una contingencia no puede convertirse en una obligatoriedad de enormes consecuencias para las mujeres.
Ya que vamos a discutir la vida, la dignidad y el amor materno como un aspecto reverencial inexcusable, me permito agregar esto: por imperio de los derechos ganados por niños, niñas y adolescentes, una vez que una se habilita como madre, lo es sin solución de continuidad. No puede jamar renunciar a eso. No nos deshabilitamos jamás de esa obligación. Si son niños, nos necesitan porque son niños. Si son adolescentes, porque son adolescentes. Si son jóvenes, porque son jóvenes. Las hijas e hijos pasan a convertirse en verdaderos desvelos de amor. No son contingencias y nos preocuparán hasta el último día. Con esto no quiero decir que las madres seamos cuidadoras eternas, sólo digo que si hay deseo, no podremos jamás obturar las afectividades. Me refiero a las situaciones por fuera del mandato. Yo veo allí una inexorable posición de preocupación por nuestras hijas e hijos. Una vez que hemos devenido madres, porque hemos querido, evidentemente hay allí unos lazos que se vuelven inmarcesibles. Por el tránsito de la propia cultura. Con un hijo podremos pelearnos, hasta decir “no lo quiero ver más”, pero en esa separación hay una catástrofe…
En Argentina los hijos eran y son un bien muy escaso, y ésa es una marca demográfica muy fuerte. Se estila tener dos o tres hijos, no once, como en otros lugares. Eso funde otros sentidos, radica otra relaciones, muy por fuera del mandato de la maternidad. No es lo mismo el amor materno cuando tenés doce chicos que cuando tenés dos. Implica madres más tormentosas también, seguramente. En cuanto a la maternidad deseada, partimos, culturalmente, de circunstancias especiales. El amor de madre es un constructo, nada tiene que ver con el instinto. A pesar de la existencia de todas estas aristas, los antiderechos han reducido a la mujer a su capacidad de maternaje y a la inexcusable exigencia de aguantar la vida que está hospedando a como dé lugar. La vida, insisto, es un término que no discutimos Estamos discutiendo en todo caso que haya un ser humano completo, en cuyo caso, las cuestiones éticas cambian.
Traté de no escuchar durante las audiencias previas al tratamiento de la ley en 2018 a Abel Albino, este señor que parece que después del debate perdió el habla. Albino es un reducto muy poco erudito, un amasijo de consideraciones completamente desapegadas a la propia vida. Sí debo remarcar la sorpresa que me generaron algunas figuras durante el debate que me mortificaron porque nos corrieron por izquierda. No tiene sentido mencionar esos nombres. Se dijo que la preocupación por la legalización del aborto era un tema de la clase media. Esa es una afirmación realmente desconcertante si se tiene en cuenta que nunca hubo, que yo recuerde, tanta sororidad de clase. Es muy iluminador lo que nos ha ocurrido a las feministas: es paradójica y muy sabida la situación pero en la Argentina quien tiene dinero, va a un consultorio privado y se hace un aborto sin demasiados inconvenientes. La penalización de aborto es la obstrucción de la libertad, es una injuria, cualquiera sea la clase social de la persona afectada. Pero, además, decir que el movimiento de lucha por el aborto es un movimiento de la clase media es incalificable. La verdad es que a las mujeres de la clase media para arriba no les han faltado recursos para abortar. No les ha faltado cómo recurrir al consultorio privado, inclusive a buenas clínicas y buenos especialistas. Habernos quedado con eso, con la realidad de que es una práctica sólo disponible para quienes la pueden pagar, hubiera sido un derrotero catastrófico de asimilación patriarcal. Y no fue así. No recuerdo haber visto un gesto de tan alta sororidad en las últimas temporadas como este de salir a las calles a procurar esta ley con tanta fuerza como pudo precipitarse a propósito de una cierta estrategia diseñada por el Gobierno de Mauricio Macri, quizás para distraer la atención sobre otros temas. Independientemente de las circunstancias y deseos ocultos bajo los cuales el Gobierno armó la treta, el fenómeno tomó su propio cauce. Tomamos ese guante con una enorme convicción y con más fuerza y asidero todavía lo hicimos pensando en las otras mujeres, las que mueren, que no son necesariamente nosotras, las mujeres como una, de clase media. Lo hicimos pensando en quienes deben recurrir a una intervención en condiciones deplorables. O se autointervienen o solicitan la intervención de una comadre o amiga, y esto las coloca más próximas de la muerte. La tasa de mortalidad materna afecta claramente a los sectores populares. Si pudiéramos hacer un trabajo muy fino con respecto a cómo se distribuye esa tasa, se vería hasta qué punto recae sobre todo en los segmentos populares. Decir que es una preocupación de clase media es un sombrío y muy pobre epíteto. Es muy ominoso que haya curas, religiosos de todo tipo, voceros antiderechos con intenciones de instar a las mujeres de las clases populares a cargar con aquello que no desean. Obligar a una mujer a llevar adelante un embarazo que no quiere, independientemente de cuál sea su pertenencia social, es de una crueldad manifiesta y, además, hacerlas partícipes del mandato de que tienen que amar al ser que están procreando. Es injurioso por donde se lo mire y es propio de los vertederos patriarcales. Nunca hemos tenido, que yo recuerde, una salida a lo público tan vigorosa, tan abigarrada, en nombre de las muertas que son nuestras compañeras de las clases populares. Se podría aventurar que todas las luchas feministas han sido luchas pan-clases pero hay algunas que están más lejos de resonar en los sectores populares. Hay otras que son ínsitas a sus vidas. El aborto es una de ellas.