La noticia no salió en los diarios. La mañana del 16 de julio de 2019, sin embargo, un murmullo corrió como un reguero de pólvora en el circuito sensible de La Plata. Seba Rulli había muerto. Toda la comunidad sintió que algo se había perdido, pero Pablo Matías Vidal asistió incluso a una especie de desplazamiento. Durante una década y media, habían formado el ying y el yang de una sola figura: el songwriter total para el séptimo subsuelo de la ciudad secreta. Las dos caras de una misma moneda. Ahí donde el uno era uterino, el otro era feroz. Ahí donde el uno tocaba vestido de arcángel, el otro no concedía cambiarse la remera. En ese sentido, su flamante EP Sobrevida es una transmutación: es el nuevo trabajo de uno que podría ser un disco del otro. La vida, como la muerte, es este misterio.

“La última vez que lo vi a Seba fue una semana o diez días antes de enterarme que se había matado”, dice Vidal. “Vino a un ensayo de Los Valses donde estábamos probando ‘Sobrevida’. Estábamos batallando contra esa canción, porque no entraba ni cuadrada. Estaba china. Seba estuvo sentado escuchándola una y otra vez. Cuando hicimos un alto charlé un rato con él y me contó que no estaba bien. Me dejó preocupado. Nos metimos a ensayar otra vez, él se quedó afuera respondiendo unos mensajes por celu y, cuando salimos, no estaba más”.

Fiel a su estilo, Vidal dudó un minuto y después piso el acelerador a fondo. Sobrevida está efectivamente atravesado por la agonía, pero su hilo dorado sirve para atar el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Cuatro canciones arregladas por Francisco Cadierno como si fueran una suite de pop camarístico: guitarra acústica, cuerdas flotadas y pulsadas, percusiones, teclados, palmas, la voz invitada de Diego Martez. Esto no es un EP para la era del streaming. Esto juega en otra liga. Vidal acaricia la sombra como si fuera un tigre y le canta su nana con autoridad. No es un tono casual. En el juego de tronos, es un heredero lumpen para la corona de la canción platense.

A finales de los noventa, Vidal tomó contacto con el núcleo de la cancionística platense a través de un atajo. En busca de casetes del Dr. Tangalanga, comenzó a frecuentar la disquería La Vitrola y el periodista Puki Martínez le otorgó los dones: el primer disco de Estelares y Despojado de Míster América. “En esa época iba a ver a Míster América a La Fabriquera y me volaban la cabeza: ‘no me hinchen las pelotas, esta es la mejor banda del país’”, recuerda Vidal. “La cuestión de la cercanía es letal. Yo tomaba clases de guitarra con Pilu [Pontano], ese tipo con el que flasheaba cuando iba a ver en vivo al grupo. Eso te atraviesa de lado a lado. No es como decir ‘me influenciaron mucho los Beatles’. Está todo bien, pero era fuertísimo ir a un bar y ver, mesa de por medio, a Moretti en la época de La mañana del aviador: un tipo al borde del colapso cantando todas esas canciones que años después iban a ser encumbradísimos hits. Clavándote una daga en el corazón. Eso es influencia”.

En busca de la vida licenciosa del estudiante del interior, Vidal se mudó a una pensión y luego cayó en una casona del Meridiano V. Descubrió, no sin sorpresa, que otro de los inquilinos hacía canciones: Seba Rulli. Y sus amigos. Y los amigos de sus amigos. Abrazados a un verso del poeta Antonio Porchia (“si quieres que las flores de tu jardín no mueran/ abre tu jardín”), dejaron entrar a una generación de músicos y repitieron el patrón arquetípico de La Cofradía de la Flor Solar. La Comu hizo fuerza centrífuga y, a su alrededor, florecieron varias cosas. Primero que nada, el desborde. Después el ciclo Tocate Mil y más tarde un sello: Uf Caruf. Así, mientras hacía fotocopias en un kiosco y descubría las venas de Elliott Smith, Vidal midió los alcances de su propia voz. ¿Quién era ese pelado prematuro y de ojos claros que cantaba sobre el amor en la cumbre nevada de la paranoia? Nos fuimos enterando. En el aire platense del siglo nuevo, Vidal dibujó su perfil con falsete y algunos versos llenos de humor y auto-conciencia monstruosa. Verbigracia, “me quise hacer el artista y compré drogas”.

Foto: Manuel Cascallar

“No puedo considerarme un sobreviviente o un potencial cantautor maldito de la ciudad: no fue ni ahí tan bravo”, concede Vidal. “Pero sí puedo decir que estuve cinco o diez años absolutamente al servicio de Su Majestad, La Canción. Todo lo que hacía giraba en torno a eso. Noches y noches de no dormir. En mi casa, en la casa de cualquiera, en la calle, en la fiesta o en un bar, me ibas a ver escribiendo. Frenéticamente. Me sentía muy identificado con tipos como Kerouac poniéndole el rollo continuo a la máquina de escribir para no tener que cambiar de hoja. Yo estaba así. Curtía mucho lo que se conoce como bohemia. Era una vida al límite porque, por otro lado, toda esta joda era a la par del laburo. No estaba becado, entonces le ponía mucho el cuerpo y la cabeza. Ese momento tiene un nacimiento, auge y caída. Como el Diego en el 94: entré a La Comu haciendo un gol en el 4 a 0 contra Grecia y me retiré del brazo de una enfermera de la FIFA”.

Un matrimonio abierto. Una pyme de crecimiento sustentable. Un solista acompañado. Una constelación celeste. Un contrato con letra chica. Como es de público conocimiento, una banda de rock puede ser muchas cosas. Bueno, Orquesta de Perros era una familia disfuncional. Fundada en algún punto de 2009 como backing band para un solista, devino rápidamente en un trío acústico de armonías vocales y terminó reventando los tapones con cuatro guitarras eléctricas sobre el escenario. El corazón, pese a todo, siempre fue el mismo: las canciones de tres compositores como el propio Vidal, Lautaro Barceló y el enigmático Soviet. Un equilibrio sutil y casi psicótico, casi siempre al borde del bajón, la euforia o las piñas. En ese repertorio, quedaron algunas de sus páginas más celebradas como “Cara de pato” o “En el camino”. Incluso la postrera “Colmillos”, uno de los arquetipos de Vidal: la canción desesperada y sin retorno, la canción como un auto rumbo al acantilado.

“Ejercí, hice uso y abuso de la canción como brazo armado del psicoanálisis”, dice Vidal. “Siempre fui una persona de tener muy disociado el sentimiento del pensamiento, entonces cantar las cosas me resultó el último empujoncito para destrabar algo. Cantarlo para otros es liberador y ayuda a relativizar, porque viene un tipo en un centro cultural, te dice que le pasa lo mismo y entendés que tu pesar no es tan distintivo. De a poco uno se libera, o se perdona. En algún momento me puse a sacar cuenta de mis canciones y me dije ‘loco, ¿todo en primera persona? Hay otras personas en el mundo, también’. Andaba con la cámara del celular todo el tiempo puesta para la selfie, pero la di vuelta y empecé a captar el entorno. Ahí empezaron a salir un montón de canciones que son, entre otras, las del primer disco de Los Valses”.

La edición del debut de Los Valses, en ese sentido, fue una bisagra. Un cuarteto de rock que, deliberadamente, parece recoger los pedazos de una tradición dispersa. La vida lumpen y comunitaria de la universidad. Bandas de un solo disco. Bochatón, Moretti y otros cantautores perdidos. La sintonía iconoclasta de Radio Universidad de La Plata. Las drogas y las neurosis mezcladas con el perfume de los tilos y los paseos en bicicleta. Los estribillos que, en lugar de subirse al puente de mando, viajan de polizones en el corazón de la canción. “Mi interés no es pegarla ni ser masivo, pero necesito de los otros para cantar”, dice Vidal. “No me da lo mismo. Siento que canto por mí y para los otros. No quiero estar penando antes del show porque hay cinco personas en la sala. Me gustaría invitar a todo el mundo a que me venga a ver aunque sea una vez en vivo. Entiendo que puedo acumular quince canciones y cagarte a goles. No te voy a dar respiro”.

Foto: Manuel Cascallar

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