Hay gente que cree nació el mismo día que el mundo. Y hay gente que actúa como si hubiera nacido el mismo día que el mundo. Es que atender una historia previa, una tradición, un corpus de libros y muertos es un embole. Te obliga a tener memoria y a respetar íconos. Entonces es mejor creer que el mundo nació cuando militamos por primera vez o cuando leímos ese libro que nos cambiaría la vida. Y si es necesario negar o reescribir la historia, lo haremos.

Así se puede ser filósofo sin haber leído a los griegos. Con leer “Foucault para salames” basta. Y una vez negada la parte de la historia que nos molesta es simple ubicarse allí, como un Wally que no se perdió. Es como decir (sin decir) acá estoy luchando y pensando mientras que otros no hicieron nada. ¿Y el pasado? Nahhh… está muy lejos. Esto vale para personas e instituciones. Si hasta los museos están cambiando el contenido de sus colecciones porque lo que transmitieron no era lo que querían o debían transmitir. ¿Nos mintieron antes o nos están mintiendo ahora?

Es un concepto que yo uso cuando hablo de literatura. “Ojo que el mundo no nació con vos”. No es necesario contar lo obvio: guerras mundiales, revoluciones, etc. A menos, claro, que se quiera reescribir esa parte que sabemos todos.

Y en eso estamos, pero no en la literatura sino en la vida.

No se borra todo. Todo depende de la goma de borrar. Se borra lo que molesta por cuestiones ideológicas, de clase, de militancia, etc. Y así nos encaminamos a tratar de reconfigurar la política, la familia, el sexo, etc. Es que todo está bajo la lupa. Una lupa que achica en vez de agrandar. Más se sabe más se niega. Y cuando no se puede negar se lo estudia hasta límites insoportables. Que es otra forma de negar. O de confundir. Es una forma de decir que se hacía mal o que estaba mal. Que no era así, que es cómo se dice ahora que es.

El resultado es un mazacote de ideas y personas que saltan de un charco al otro, entre la ofensa y ser ofensivo, entre la vergüenza y el colaboracionismo, entre pertenecer a este nuevo orden mundial y la insalubre tarea de ser incorrecto. Qué complicado resulta que todos los discursos, placeres o displaceres del pasado deban ser avalados por los discursos del presente.

Veamos el sexo, por ejemplo. Hay tantas novedades, cursos y palabrerío que parecería que antes nunca se cogió bien. O que no se cogió nunca. Entre tantos cursos y coaching y novedades, hoy se estudia más el sexo de lo que se coge. Cualquier pelandrún sabe cómo debemos coger los otros. Cualquiera sabe mejor que nosotros mismos lo que nos da placer. Como si antes, al no ser avalado por alguna de las academias o colectivos existentes, no hubiera existido el simple placer de practicarlo.

Volvamos a coger, es decir al tema de coger. Es muy loco pensar que para disfrutar del viejo y querido dunga dunga antes debamos autopercibirnos, aceptarnos, hacer una de las millares de terapias que hay o salir de algún closet, anulando así el riesgo, la aventura, la búsqueda, el error, la revelación y el aprendizaje. Si seguimos así vamos a terminar creando una app que nos diga cómo nos tenemos que bajar los lienzos y ante quién.

Hasta el valor del instinto está en discusión. El mismo instinto que hizo que los hombres cruzaran el mundo y descubrieran vacunas. ¿Por qué ahora se lo somete a la dictadura de la biblioteca? ¿Por qué algo que siempre fue una cualidad debe ser hoy avalado por un libro o un “especialista”?

Así con la ideología (por eso gusta que la protagonista de Borgen diga “quizá ya no debamos hablar de izquierda y derecha), los géneros, las razas y todos los discursos. ¿Se avanza? Sí, claro. ¿Hacia dónde? Qué sé yo… ¿Es para mejor o peor? Qué sé yo, dije…

No hay palabra, modelo o ícono que no sufra los embates de este “borrón y cuenta nueva”. ¿El Che? ¿Quién es ése? Luchador soy yo que salgo a la calle con un cartel y me hago una selfie. ¿Marx, con esos libros tan gordos?

Hace poco se la agarraron con Picasso, que había adoptado una nena y la había devuelto porque (según se decía hasta ahora) no lo dejaba trabajar. Pero… alguien entendió que (por un cuadro de una nena desnuda) a “Picasso le habrían gustado las niñas”, así, en potencial. Días después, en una nota sobre la pedofilia en Francia, la autora (que ni se molestó en investigar o aclarar), puso a Picasso y a Polanski al mismo nivel. ¿A alguien le importó? No. La historia había sido reescrita por la indignación mal dirigida y el entusiasmo ciego que se parece tanto a la tontera.

Y como todo debe mirarse con la lupa del presente, se van dejando de lado los motores de la historia. Ya apenas se habla de revolución y de lucha de clases. Y se habla con vergüenza. Para colmo a estos chetos de mierda se les ha dado por pelearse entre ellos y no podemos decir que el problema es la lucha de clases bla… bla…

Hay buenas intenciones detrás de esto. No es sólo una avivada. La buena intención es refundar simbólicamente el mundo según un modelo de improbable felicidad o equilibrio. Ya no con los códigos del capitalismo. Sí con otros códigos igualmente resbalosos y confusos. Y bastante estrictos. Tanto que apenas se puede disentir. Y mucha gente se suma (o se calla) por miedo a no pertenecer a este nuevo country. Digo country porque los que motorizan estos cambios son (somos, si prefiere), burgueses, clase media, tirando a blanquitos, occidentales, bienpensantes y políticamente muy correctos. Una pinturita, vea.

En esa reescritura de la que hablaba tienen mucho que ver los generadores de discursos de masas como Google y Netflix. Pero ese es el tema de mi próxima nota. Mientras tanto, que sueñen con los angelitos…

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