El 31 de octubre de 1980 partieron barcos y barcazas rumbo al puerto de cruceros de Cayo Hueso, el punto más meridional de la Estados Unidos continental. Así venía sucediendo desde el 15 de abril, solo que esa vez, a diferencia de todas las anteriores, las embarcaciones regresaron de Cuba vacía de pasajeros, apenas con sus tripulantes. La orden de Fidel Castro daba fin a uno de los procesos migratorios marítimos más convulsionados del siglo pasado: el Éxodo del Mariel. A partir de entonces comenzaría la desordenada inserción de los exiliados en la Florida (con Miami como epicentro). Y, en otro sentido, una enrevesada lectura social, geopolítica y cultural que permanece abierta exactamente cuarentena años después.

Durante aquel semestre, unos 125 mil cubanos habían cruzado el Estrecho de Florida desde el Mariel luego de que Fidel autorizara sus partidas, siempre y cuando tuvieran algún familiar o conocido dispuesto a recogerlos en el puerto ubicado 50 kilómetros al oeste de La Habana. Fue la consecuencia directa luego de que un grupo de personas secuestrara una guagua y la chocara contra el enrejado de la Embajada de Perú el 1º de abril de 1980, ocasionando la muerte de un guardia. Los disidentes reclamaban asilo y la sede diplomática lo concedió, por lo que el régimen cubano decidió retirar la custodia. En pocas horas el lugar se abarrotó de miles personas en sus salones, pasillos y parques. Un caos.

La tensión intentó ser aprovechada por Jimmy Carter, quien atravesaba su penúltimo año de mandato presidencial y buscaba la reelección en un contexto de crisis económica como no vivía Estados Unidos desde la posguerra. Pero el trasfondo era mayor que la foto de cubanos amontonados en los jardines de la embajada peruana: desde 1979 el gobierno de Cuba venía manteniendo conversaciones (a distintos niveles) con exiliados y con Washington para organizar la migración de presos políticos, aunque sin éxito. Mientras la administración Carter demoraba o disminuía la cantidad de visas mensuales pactadas, por lo bajo Florida recibía a cubanos que habían secuestrado botes pesqueros y barcos internacionales.

En simultáneo, Cuba tenía la información de que Estados Unidos planeaba para mayo una serie de ejercicios militares en el Caribe con miles de efectivos, cientos de aviones y decenas de buques de guerra, además de un desembarco en la Base Naval de Guantánamo, cuya bahía había sido cedida de manera perpetua en 1903 por Tomás Estrada Palma, primer presidente de la República Cubana.

Durante abril y mayo de 1980, La Habana fue un caldero de movilizaciones, actos y protestas. El 1º de mayo, y ante una multitud, Fidel dio un incendiario discurso en la Plaza de la Revolución donde acusó a Carter de minar los “positivos” acercamientos iniciales, influido por los “halcones” que lo presionaban a retomar una línea “cada vez más agresiva contra Cuba”. Un día después, casi un millar de personas rodearon la Oficina de Intereses de Estados Unidos para exigir visas y la mitad de ellos ingresaron al edificio por las ventanas luego de pelearse violentamente con vecinos en las escalinatas. Unos videos registraron la crudeza del enfrentamiento y fueron manipulados en distintos documentales, exhibiéndolos como ataques de pro-revolucionarios contra pro-yanquis cuando, en verdad, se nota que fue al revés.

Para Castro, la apertura del puerto del Mariel significó una estrategia que acorraló a Carter en varios sentidos: por un lado obligó a Estados Unidos a recibir a aquellos exiliados con los que ese país manifestaba solidarse, al tiempo que la salida a la Florida propiciaba a cubanos algunas de las libertades reclamadas. Ante la avalancha de inmigrantes, el presidente norteamericano debió reasignar partidas multimillonarias para recibirlos y atenderlos.

Pero al poco tiempo Miami se desbordó y decidió reubicar numerosos exiliados en los hangares de la Base Naval de Key West, en carpas montadas debajo de autopistas y en refugios improvisados dentro del estadio de fútbol americano Orange Bowl. Con menor suerte, otra importante cantidad fue derivada a cárceles en los estadios de Georgia y Luisiana, donde varios permanecieron durante años y provocaron resonados motines. Como es de imaginar, este tipo de fenómenos derechizó a sectores que se vieron invadidos por un agente exógeno: los estadounidenses (e incluso otros cubanos) bautizaron a estos elementos como marielitos, término despectivo que figura a un lúmpen, a un paria. Para el imaginario social, esos cubanos exiliados en 1980 eran indignos que caían a la Florida a quitarles el trabajo.

Desde la Revolución Cubana en adelante hubo varios procesos migratorios hacia Estados Unidos: los batistianos que escaparon en barco del puerto de Camarioca en 1965, los denominados Vuelos de la Libertad desde ese año hasta 1973 y la Crisis de los Balseros ya a mediados de los ’90 (además del tenebroso Operativo Peter Pan con el que 14 mil niños fueron exiliados por sus padres y con la complicidad de la iglesia católica, pero sin la compañía de aquellos).

Sin embargo ninguno de estos aportó tanto material cinematográfico como el Éxodo del Mariel. Los documentales En sus propias palabras, de Jorge Ula, y La ciudad de las carpas, de Miñuca Villaverde, son los más conocidos. Ambas son producciones realizadas por cubanos en la diáspora, aunque con expreso financiamiento de diversas agencias públicas norteamericanas. El apoyo económico era evidente: luego Estados Unidos utilizaría estas piezas como propaganda propia.

Pero el más curioso es Amigos, una tragicomedia de Iván Acosta que fue estrenada en 1985 y se promocionó como “La contracara de Caracortada”. La película se produjo con 340 mil dólares (cien veces menos que Scarface) y, lejos de mostrar a los marielitos como narcos o asesinos, los exhibe como convidados de piedra del Gran Sueño Americano. Ramón, su protagonista, busca trabajo en una Miami plagada de coterráneos, pero es sistemáticamente discriminado. Su paisano Olmedo, empleado en una funeraria, le dice con resignada frustración: “Y eso que los cubanos fuimos quienes construimos esta ciudad encima de los pantanos”.