Cuando Adriana Calvo parió a su hija Teresa, con una venda en los ojos y las manos atadas detrás de la espalda, en un patrullero rumbo al Pozo de Banfield, parió también la promesa que la acompañó toda su vida: buscar justicia. Adriana Calvo, sobreviviente de la última dictadura y fundadora de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD), falleció hace casi diez años. La lentitud de la justicia no le permitió volver a declarar sobre el último campo de concentración que tuvo su periplo como secuestrada del circuito Camps. Sin embargo, su testimonio será uno de los primeros en escucharse, incorporado por video, en el juicio por las brigadas de Banfield, Quilmes y Lanús, que se inició el martes pasado en los tribunales federales de La Plata.
El 4 de febrero de 1977, Adriana Calvo se encontró rodeada en su casa de Tolosa por un grupo de hombres. Ese día no había ido a trabajar a la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), donde había estudiado Física y daba clases, para quedarse con el segundo de sus hijos, Santiago. La mayor, Martina, tenía tres años y por primera vez había decidido ir a Temperley a dormir con sus abuelos. Adriana estaba embarazada de seis meses de su tercera hija. Adriana sólo atinó a pedirles tiempo para vestirse antes de que se la llevaran. Atrás, salió Santiago de la mano de uno de los integrantes de la patota, pero, por suerte, una pareja mayor vecina logró arrebatárselo a tiempo.
A Adriana la llevaron primero a la Brigada de Investigaciones de La Plata. Después a Arana, donde se enteró que estaba también su marido, Miguel Laborde. “¿Dónde están los chicos’”, gritó con desesperación y recibió el primer cachetazo del cautiverio. Una semana en ese infierno donde la tortura sucedía a cada hora y después el traslado a la Comisaría V de La Plata, otro infierno donde estuvo alrededor de dos meses. El 15 de abril empezó con los trabajos de parto. En lugar de llevarla a un hospital, la cargaron a un patrullero. En el cruce de Alpargatas pararon. Había dado a luz sola, atada y tabicada, a su beba. Durante el resto del viaje pidió que le alcanzaran a la nena que se había caído entre los asientos. No lo hicieron. El patrullero se perdió, pidió indicaciones y ella se dio cuenta de que estaba llegando a ese infierno donde todo era peor. Estaba en Banfield. Cuando llegaron, un médico se metió en el auto y cortó el cordón que unía a Adriana con Teresa. Era Jorge Bergés, el partero del Circuito Camps. A Adriana la subieron a una sala de azulejos blancos y, entre gritos y burlas, le trajeron un balde para limpiar su propia placenta. Sólo después le devolvieron a la beba. Bergés le sacó el tabique: “Acá ya no lo necesitás”. Estaba en el infierno en que ninguna venda prometía una sobrevida.
En Banfield casi no se comía. Teresa estaba desnuda, su única cuna era un cajón de escritorio. En otra celda estaban los hombres con los que había compartido cautiverio en la Comisaría V. Le hicieron llegar una poesía a través de las compañeras: “Llegó Teresa, la que nació presa”. Las compañeras se turnaban para acunar a la beba. Esas mismas compañeras hicieron una muralla cuando los guardias anunciaron que iban a poner una pastilla de gamexane para matar los piojos que eran una plaga en la brigada de la calle Vernet. Un día subió uno de los represores, la llamó a Adriana por su nombre y le anunció que se iba. Antes se ocupó de decirle que todo lo que había visto y oído era mentira. “Son discos que ponemos para asustarlos”, se justificó. Ese día la subieron a un Renault 12 oscuro y la dejaron a unas cuadras de la casa de la madre en Temperley.
Al día siguiente de su liberación, Adriana y su marido se presentaron en la facultad para retomar sus puestos como docentes. No lo lograron. Desde ese día empezaron a avisar a las familias de quienes compartieron cautiverio. Entre los dos llamaron a no menos de 50 familias. Cuando Teresa cumplió siete años, sentaron a los tres chicos en la cama matrimonial y les contaron su historia. Hablaron de malos malísimos y de buenos buenísimos. Era la época en la que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) empezaba a recolectar los testimonios y a visitar los centros clandestinos. Adriana fue una de las tres sobrevivientes que participó del programa Nunca Más antes de que se presentara el informe. Ahí conoció a Jorge Watts, sobreviviente de Vesubio, que la convocó a reunirse. Era el embrión de la AEDD, que se presentó en sociedad a finales de octubre de 1984. Seis meses después, el 29 de abril de 1985, Adriana fue la primera sobreviviente en declarar en el Juicio a las Juntas.
“Señor presidente -- le dijo al juez Guillermo Ledesma --, ese día hice la promesa que, si mi beba vivía y yo vivía, iba a luchar todos los días de mi vida para que se hiciera justicia”. Y así lo hizo. En 2009, calculaba que había prestado testimonio unas quince veces en el país y en el exterior. El mismo día de la anulación de las leyes de impunidad le dijo a Myriam Bregman que había que organizarse, que iban a necesitar abogados porque las querellas iban a ser tantas que iban a tener que llevarlas con carritos. A Guadalupe Godoy la encontró en una marcha antirrepresiva y le dijo que necesitaban abogados en La Plata. Ella se ofreció a “puntear” causas, pero casi quince años después se convirtió en una de las abogadas que no estuvo ausente en casi ningún juicio de la jurisdicción.
-¿Cómo vivieron el inicio del juicio? -- le preguntó Página/12 a las hijas y al hijo de Adriana Calvo. “Lo viví con mucha tristeza”, rompe el hielo Santiago Laborde. Teresa Laborde todavía estaba movilizada por una publicación que había hecho en redes sociales por el Día de la Identidad, en la que reclamaba que se abrieran los archivos del Estado. “Es una mezcla, una contradicción entre el amor que recibís, la angustia y la bronca que te da ver a los genocidas que están en su casa”, dice Teresa. Martina pasó los días anteriores al inicio del juicio en cama. “Me da bronca que mi mamá no lo pueda ver, pero también me da mucho orgullo que toda esa información que ella juntó se pueda usar para hacer justicia”, agrega Martina Laborde.
En su casa, si algo no faltó fue la memoria. Un pañuelo de las Madres colgado en el comedor. Los móviles de televisión extranjeros casi todos los fines de semana registrando los testimonios. Santiago, haciendo encuestas entre sus compañeros de la primaria sobre su opinión acerca de los militares. Martina, llorando desconsoladamente en la Semana Santa del ‘87. “Van a volver, van a volver”, decía la chica de catorce años con mucho más conocimiento de lo sucedido que muchos adultos en un mundo que era indiferente a la tragedia de miles. Una militancia que muchas veces los arrastraba a marchas cuando no querían y la convivencia con el miedo que sembraban los llamados con amenazas, que volvieron a repetirse cuando su madre se convirtió en la cara más visible de la demanda por la aparición con vida de Jorge Julio López. A veces, Adriana era tanto o más parecida al cuadro que tenía de Don Quijote, luchando contra los molinos de vientos de la impunidad. Aun así, nunca vencida ni resignada. “La recuerdo alegre”, dice Teresa. “Sin alegría, no habría podido llegar a nada”, apunta Santiago.
El testimonio que Adriana Calvo brindó en 2006 en el juicio contra Miguel Osvaldo Etchecolatz será uno de los primeros que escuchará el Tribunal Oral Federal (TOF) 1 de La Plata. Etchecolatz vuelve a estar en el banquillo desde la Unidad 34 de Campo de Mayo. Adriana sigue acusándolo a él y a todos los represores como se juró ese 15 de abril de 1977 con su bebita recién nacida, rumbo al Pozo de Banfield. Falleció el 12 de diciembre de 2010. Hasta dos días antes había seguido trabajando en las listas de represores y víctimas de la AEDD. En su declaración en el Juicio a las Juntas, Adriana cerró diciendo: “A mí lograron aterrorizarme, señor presidente, pero, por suerte, no lograron aterrorizar a todo el pueblo. Hubo Madres, Abuelas, Familiares que los enfrentaron y hoy estoy aquí pidiendo justicia gracias a ellos”. En este juicio muchos otros le agradecerán a ella la osadía de haberle hecho frente al miedo y a los molinos de viento.