Dad a César lo que es de César

Estoy escribiendo mientras participo de una clase de zoom, a medida que me aburro, silencio el micrófono y la imagen, leo los e-mails de trabajo y corrijo el escrito que tanto demoré en iniciar. Por la ventana de mi estudio veo la calle vacía. Vivo en un barrio alejado del centro de la ciudad, donde las calles son anchas y más aún las veredas, y donde hay más árboles por cuadra que personas. En muchos momentos esto para mí era un descanso y una ventura. De pronto, una voz grita a través de la reja de mi casa (hay rejas porque así está dispuesto desde antes de yo vivir aquí y porque, de otra manera, yo “no estaría a salvo”); y la voz grita pues no tengo timbre, nunca lo hubo. Alguna vez puse una campanita de bronce que duró poco tiempo, alguien la convirtió en llaves o en otra cosa. La voz repite su rasguido, y sólo escucho: ¡ñoraaaa!

Es César. Desde que empezó la pandemia viene dos o tres veces por semana. Antes pasaba cada dos semanas o a lo sumo cada 7 días. César es del Chaco y tiene la misma edad que mi hijo, 13 años, a veces viene solo y otras con su hermano. Tiene ojos claros y la tez quemada por un sol de la calle. Vive en el barrio “La bombacha” desde hace 4 años, un caserío precario, del otro lado del “7 de setiembre” . Su padre, según me dijo, hace tiempo que no consigue trabajo, tampoco su madre; y él y sus hermanos “con el tema de la pandemia” no van a la escuela. Eso dice César, quien ahora está a cargo de la economía familiar porque es el mayor de cinco hermanos. Con el correr de estos días, fui observando el deterioro de su piel, de sus dientes, de sus ojos irritados, aun así, siempre sonríe cuando me saluda. Como muchas otras personas que pasan por mi casa, y que aumentan cada semana, César me pedía ropa o algo que me sobre. Desde que se manifestó la pandemia y las medidas concatenantes, me pide ropa con talles específicos, comida y a veces también dinero. Al principio venía a cara limpia, pero después de los primeros quince días de cuarentena y mientras yo iba respondiendo sin reticencias a sus pedidos, comencé a verle a él y a su hermano la máscara en su rostro -a veces con la media cara cubierta, otras como si fuera un pañuelo en el cuello y otras debajo de la nariz, indolente a tanta prerrogativa-. No puedo decir que con César construimos una relación amistosa, pero sí que existe la suficiente confianza para él aumentar la frecuencia de sus visitas, tener más precisión en sus pedidos y yo ocuparme de encontrar alguna respuesta a lo que él me pregunta.

La primera vez que trajo su máscara de tela negra me sorprendió y me pregunté por qué lo haría. Imaginé que, en su barrio, en su cohabitación con vecinos, en su casa de un cuarto para siete personas, la distancia es una abstracción de clase. Entonces pude ver que no traía su máscara para cuidarse del virus, al acercarse a mí no temía que lo contagiara de algún mal; tampoco lo hacía como parte de un protocolo obligatorio. Me di cuenta que no lo hacía por él sino por mí, lo hacía para devolverme a mí la capacidad de dar algo: un compromiso con otro o la dignidad de reconocer que no estoy sola.

Estas últimas veces ya no le doy aquello que me sobra, busco lo que a él le hace falta o le gustaría, no por compasión ni por ninguna reminiscencia religiosa que tenga que ver con la culpa social, sino porque César es una persona que llama a mi puerta y espera algo de mí y yo también de él.

Tal vez César me restituye un sentido perdido, en esta frontera donde vivo. En este límite entre la zona más residencial de la ciudad y las villas, él crea un puente que sesga el abismo.

Mi actual barrio no ha cambiado desde la pandemia, ni su fisonomía ni las prácticas cotidianas. Viniendo de las zonas efervescentes de la ciudad, siempre me sorprendió que, al recorrer sus calles, muy raras veces encontraba seres humanos. Observaba en mis caminatas, enormes y fastuosas casas con predios gigantes, para mi acostumbrado espacio vital. Me preguntaba si alguien las habitaría: persianas bajas, muros altos de piedra, de ladrillo o de cercos de ligustros, algún perro que me ladraba al pasar, a veces algunos autos importantes -estacionados fuera e incluso asomando su capot por donde era posible ver-; pero nunca veía personas. Esas casas ya estaban deshabitadas o la gente que vivía allí, ya estaba “aislada” desde mucho antes.

Como dije, vivo en la triple frontera, de un lado de mi calle empiezan las mansiones de estilo europeo y fundamentalmente inglés; luego mi calle con casas amables, gorditas, con sus paredes y ventanas linderas a la vereda, ofreciéndose a los peatones. Del otro lado, empieza el 7 de Septiembre, el pulular constante, el humo los fines de semana (de ramas quemadas, de asados, de yuyos encendidos anti-mosquitos), la cumbia o reggaetón a través de parlantes domésticos, las motonetas, las bicicletas, la ropa colorida en las mujeres y muchos niños que deambulan por entre las callecitas, cortadas y callejones. Las granjitas, los quioscos que fían y los pequeños negocios de plurirrubros. En ese lado, en esa frontera, las cosas tampoco cambiaron mucho a partir de la pandemia. A pesar de que se ven algunos tapabocas como disfraces de un carnaval olvidado, ahí las personas y sus cuerpos siguieron saliendo a la calle, encontrándose entre ellos, buscándose el rumbo de cada día, transpirando, oliendo, expandiéndose, vociferando, sonando; porque necesitaban vivir.

Desde esta situación fronteriza, volví a entender algo que el trajín, los prejuicios, los miedos y el paso del tiempo habían silenciado: que la distancia social es inherente a esta vida y a este lugar en el mundo, que existe desde mucho antes que nos la dictaran los gobiernos y los especialistas, y que mide mucho más que dos metros o una cuadra.