Arranca el mes del orgullo y el pronóstico virtual me inquieta. Ya el 28 de junio pandémico me pegó para la mierda, porque las redes sociales y su inminente presión a todes de publicar sobre todo, arrastró hordas de heteros que inundaron mis feeds con palabras como amor, arcoiris, igualdad y la peor de todas: inclusión. El sector de mis contactos lgtttbiqp no militante hizo lo suyo enumerando una y otra vez, las violencias que la heterosexualidad obligatoria descarga contra nosotres todos los días. Yo estaba harta y todavía no terminaba el primer termo de mate. Desde luego que considero importante denunciar todas las injusticias que sufrimos a manos de la heteronorma, pero el 28 de junio siempre fue para mí, un día de celebración. Cuando comencé a militar en la colectiva lésbica Malas como las Arañas, Stonewall era nuestra oportunidad de salir a calle a explotar de placer, a prender fuego los closets -literalmente- y bailar alrededor de la fogata extasiades, empoderándonos en el placer colectivo de celebrarnos y desterrar por un instante, toda la mierda que acechaba a la vuelta de la esquina.
AIRE DE PIONERA
En medio de tanto pinkwashing y descargas de hartazgo, en ese momento, se que ya pasaron cinco meses, me llegó un mensaje: ¡Feliz día del orgullo! Sonreí pensando que el 28 de junio es como nuestra navidad, si no puedo salir a bailar, al menos puedo saludar a la gente que quiero de mi comunidad y compartir esa alegría de existir, de que existan en mi vida. Queremos que nos deseen, decía Perlongher, ninguno de los post de la gente hetero me hablaba del deseo. Ahí nomás agarré el teléfono y llamé a la primera persona que sintió orgullo de que yo fuera lesbiana: mi tía de Corrientes.
Les pongo en situación: poco después de enterarse de que su hija era lesbiana y aún un poco aturdida, mi vieja en un ataque racional e intentando sobreponerse al shock me dijo: “Andá a ver a la tía María Inés (también conocida como su prima o mi tía de Corrientes, la primera lesbiana que registro antes de Sandra y Celeste)”. La tarde que llegué al campo donde vivía yo estaba bastante enojada. Se suponía que mi tía iba a introducirme en el mundo lésbico del mismo modo que lo hubiera echo mi madre si yo hubiese sido hetero (¡Wittig no lo permita!). Durante las interminables horas de colectivo hacia su casa, mi hermano intentaba apaciguar mi malestar explicándome por teléfono que era la decisión más sensata, dado que nadie más en la familia sabía sobre “esas cosas que hacen las lesbianas” y después de todo, alguna persona adulta tenía que acompañarme en el proceso por el que pasaba, al menos hasta que mi vieja se animara a preguntarme qué pensaba, mirándome a los ojos, como solía hacerlo en tantas otras charlas. Crucé la tranquera en un silencio casi adolescente que mantuve firme, estaba claro que mi tía ya lo sabía pero esperaba con una paciencia amorosa a que yo se lo dijera de nuevo. Yo no quería dar más explicaciones. Agotamos varias pavas de mate en la galería hasta que su paciencia expulsó un: “¿Y, no tenes nada para decirme?”
Nos reímos. Mi tía no quería explicaciones, quería saber cómo se llamaba mi novia, cómo la había conocido, si estaba enamorada… Le conté todos los detalles mientras me miraba con orgullo. Salir del closet me costó bastantes años de terapia porque aún desconocía el feminismo y el mundo lgtttbiqp. Me sentía en falta, sentía culpa y todas esas emociones de mierda que la heterosexualidad obligatoria impone con violencia en nuestras existencias. Pero esa tarde no, esa tarde mi tía me miró con orgullo y todo fue distinto. La charla continuó en anécdotas sobre sus novias, las lesbianas famosas que conocía... ¡había un mundo lésbico esperándome! Atardecía en un campo de Corrientes.
MI PRIMERA TRIBU
Yo estaba agotada -y extasiada- cuando me preguntó: “¿Te acordás cuando vivía con ustedes?" “Tía, no sabía que habías vivido en Formosa y menos con nosotros”, “Sí, en un departamento delante de tu casa, yo los cuidaba a veces, a vos y a tu hermano, vos eras muy chiquita e ¡insoportable! Debe ser entonces que te eché el aliento”. Seguimos riendo, como si nos encontráramos después de varios años de esperarnos. Ahí me enteré de la leyenda: dicen las lesbianas correntinas que si de chiquita otra lesbiana te echa el aliento, te hereda el lesbianismo.
La primera vez que fui a una marcha del orgullo en Capital Federal, observé la multitud de mostris fogoneando el éxtasis colectivo y pensé “wow, somos una bocha (un montón)”. Tardé 19 años decirle a una chica que me gustaba y cuando por fin lo hice, tardamos tres días en darnos un beso. Todavía no encontraba mi primera tribu disidente y aun no imaginábamos una ley de matrimonio igualitario o de identidad de género. Me llevó dos años más salir del closet con mi vieja y otro año y medio con mi viejo. Años de enrosques, de miedo, borrados en 30 segundos de marcha del orgullo. Tal fue el efecto que tuvo en mi vida, el haberme entregado a la multitud del arcoiris. No se trata de números (aunque también), se trata de la experiencia ritual, en la que tu cuerpo se transforma en un cuerpo colectivo que vive y respira glitter, en el caso de la marcha del orgullo. Un cuerpo que construye memoria en cada ritual en el que vuelve a la vida, que grita, que baila, que ríe y llora, o exige y se enoja.
Yo no sé cómo se traslada esa experiencia ritual a la virtualidad, y tampoco sé si es posible, pero sí conozco la potencia política del orgullo y sé que no necesita de multitudes. Me la enseñó mi tía María Inés una tarde, en un pequeño pueblo de Corrientes.