Se ha publicado Bitácora de un navegante: Teoría política y dialéctica de la historia latinoamericana, “Antología esencial” de Atilio Boron, por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), una institución que él mismo animó durante largo tiempo y es parte de una extensa y vasta trayectoria que incluye casi treinta años de labores docentes en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), y esa misma cantidad como investigador científico del Conicet. Borón actualmente es director del Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales (del Centro Cultural de la Cooperación) y director del Centro de Complementación Curricular de la Facultad de Humanidades y Artes (UNDAV), entre otros roles.
Bitácora de un navegante, en más de setecientas páginas, concentra medio siglo de labores teóricas: dieciocho escritos seleccionados de una treintena de libros, un centenar de capítulos y numerosas conferencias, ponencias y notas de opinión. Desde su primer artículo publicado, “América Latina en el año 2000” (1968), a un texto autobiográfico “Mi camino hacia Marx: breve ensayo de autobiografía político-intelectual” (2010); de unas “Notas sobre las raíces histórico-estructurales de la movilización política en Chile” (1975), a un fragmento de su tesis doctoral “La formación y crisis del Estado oligárquico-liberal en la Argentina, 1880-1930” (1976). No faltan prólogos a obras clásicas de Marx, Engels, Lenin y Rosa Luxemburg; y el enfoque centrado en América Latina, ayer y hoy, con Mariátegui, el Che y la Revolución cubana –con un estudio introductorio a La historia me absolverá, de Fidel Castro, y la Venezuela de Hugo Chávez.
El estudio introductorio de Sabrina González, “Virtú y fortuna de un intelectual público marxista entre el infierno y la Biblia”, recorre y comenta cada uno de los escritos, analizándolos y ligándolos al contexto vital de su autor, una biografía signada por la politización y radicalización políticas de las décadas de 1960 y 1970, el exilio (lo que incluye una estadía en Chile –previo al golpe de Pinochet–, estudios en Estados Unidos y un “período mexicano”, hasta el retorno de la democracia a la Argentina), y una búsqueda constante por ampliar los márgenes y capacidades de la teoría marxista, buscando ligarla a los avatares de la política y la historia. Para González “en Atilio Boron madura, paulatinamente, un académico marxista de tonalidades maquiaveliano-gramscianas, un docente, un investigador, un escritor prolífico, pero, muy peculiarmente, un hacedor de espacios de diálogo con proyección emancipadoras entre e intergeneracionales”. En un breve apartado, el libro incluye decenas de saludos y homenajes de estudiantes y colegas, destacándose Noam Chomsky, Michel Löwy, Adolfo Pérez Esquivel, Göran Therborn, Marilena Chauí, Néstor Kohan y Mabel Thwaites Rey. En otro texto introductorio, Francisco López Segrera menciona obras medulares de Borón, como Estado, Capitalismo y Democracia en América Latina (1991), Tras el Búho de Minerva: mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo (2000), e Imperio & Imperialismo. Una lectura crítica de Michael Hardt y Antonio Negri (2002).
¿Qué busca o pretende la aparición de este libro, que abarca un “extracto” de cincuenta años de trabajos intelectuales? ¿Cómo y de quién surgió la idea?
–La idea surgió de CLACSO que hace unos años está editando una serie de libros denominados “Antologías Esenciales” para recuperar los aportes latinoamericanos de las ciencias sociales. Mi inclusión en esa serie fue una sorpresa porque eso suele hacerse para homenajear a autores difuntos. Y yo estoy empeñado, a pesar del Covid-19, en postergar lo más posible ese funesto tránsito. Mi primera reacción fue interpretarlo como el gesto amable pero prematuro de una muy querida institución a la que tuve el honor de servir como Secretario Ejecutivo. Después recapacité y concluí que no era una mala idea porque ofrecía una respuesta a quienes buscaban algunos escritos míos que estaban agotados o disponibles en lejanas bibliotecas. Y además me entusiasmó la idea de revisitar el recorrido de mis ideas en un arco temporal que arranca con mi primer trabajo publicado, en 1969, y que llega hasta nuestros días. Respondo así a la primera parte de tu pregunta: la publicación me ofreció una oportunidad única de examinar cómo había ido variando mi pensamiento a lo largo de medio siglo. Por eso muy apropiadamente el libro comienza con un ensayo autobiográfico, escrito hace unos años, en donde explico cómo fue que me convertí en un intelectual marxista y los factores que determinaron ese cambio. Esta maduración teórica y política queda de manifiesto en la cronología de los textos en donde en los más antiguos se advierte una tensión entre la perspectiva crítica y radical que latía en ellos y la insuficiencia de la “caja de herramientas” conceptuales y teóricas que me había suministrado el saber convencional de las ciencias sociales. Aquel artículo, escrito a los veintiséis años, hace evidente mi insatisfacción con los conceptos y categorías de la sociología y la ciencia política norteamericanas y mi afanosa búsqueda de un aparato crítico, teórico y metodológico alternativo, que recién culminaría unos años más tarde. Es notable que pese a estar impregnado de un contenido antiimperialista la palabra “imperialismo” no se mencionara ni una sola vez. Visto desde esta perspectiva la Antología puede ser de utilidad para las jóvenes generaciones, atrapadas como yo en las celdas del saber convencional, y enviarles un mensaje esperanzador: hay vida fuera del paradigma dominante en las ciencias sociales.
En la introducción, Sabrina González te define como “intelectual público”. ¿Qué otras “categorías intelectuales” observás?, ¿cómo ves la situación actual desde el plano de las ideas?
–El tema refiere a mi progresivo apartamiento de los debates del mundo académico, no así de la docencia universitaria. Durante los años ochentas combatí las tesis complacientes y conservadoras que erigían la “transición posfranquista” como el modelo exitoso de construcción democrática -cosa que la historia se encargó de refutar- y proponían para Latinoamérica emular el ejemplo español. Decidí apartarme de esos debates dominados por el pensamiento hegemónico. La esterilidad práctica de esas discusiones me convencieron de que si yo sabía algo lo mejor sería compartirlo con un público mucho más amplio y más interesado en cambiar el mundo que malgastarlo en polémicas académicas, huérfanas de toda potencialidades transformadoras. Eso fue lo que me convirtió en columnista de Página/12 desde que se fundó el diario.Edwa rd W. Said decía que “un intelectual es alguien que plantea preguntas molestas, que confronta toda ortodoxia y todo dogma y que, presumiblemente, no será fácilmente cooptado por gobiernos o corporaciones”. Remataba diciendo que “siempre tendrá una opción: o bien ponerse del lado de los más débiles... o hacerlo junto a los más poderosos”. Expresó mi parecer cuando dijo que se sentía como “un exiliado” en la universidad. Algo muy semejante dijo Darcy Ribeiro al recordar que cada vez que se puso del lado de los pobres, los negros, los campesinos y los débiles fue derrotado. “Pero” –agregó– “nunca me puse del lado de los que me vencieron. Esa es mi victoria”.
Entonces te planteaste una apertura a nuevas audiencias, desde el diario, desde tus escritos.
-A diferencia del académico convencional, que escribe para sus colegas y estudiantes, la audiencia hacia la cual se dirige el intelectual público es la sociedad en su conjunto. Descarta la jerga oscurantista y llena de tecnicismos, y apela a un lenguaje claro y sencillo, para ser leído por el gran público. Aspira, con eso, a ser parte de la construcción colectiva de una conciencia crítica de su tiempo y no a reproducir las ideas dominantes. Ferdinand de Saussure es el padre de la lingüística moderna pero no fue un intelectual público. Su pensamiento no trascendió los muros de la academia. Noam Chomsky revolucionó la lingüística pero, aparte, se convirtió en uno de los principales, si no el principal, pensador público contemporáneo con sus permanentes intervenciones sobre los asuntos más cruciales de nuestro tiempo. Fernández Retamar dijo de él que es “el Las Casas del imperio actual”.
En el primer texto de la antología, autobiográfico, aparece Adolfo Sánchez Vázquez como un maestro durante tu exilio en México. ¿Te parece que habría que rescatar y publicar algún título en particular de él?
–Sí, Sánchez Vázquez fue una de las más lúcidas expresiones de la filosofía marxista en la segunda mitad del siglo veinte y los primeros años del actual. Y el año próximo, al cumplirse el décimo aniversario de su deceso, habría que hacer un esfuerzo editorial para difundir su vasta obra. Me pondrías en un aprieto si tuviera que elegir por cuál empezar. Pero me jugaría por tres: Filosofía de la Praxis, sus Ensayos Marxistas sobre filosofía e ideología y su texto sobre El joven Marx.
¿Seguís dirigiendo la colección “Batalla de Ideas”, de Ediciones Luxemburg? ¿Hay planes de próximas publicaciones?
–Sí, por supuesto. Ya publicamos doce títulos de clásicos del marxismo. Teníamos varios más en carpeta pero la pandemia nos obligó a abrir un paréntesis. Confiamos en publicar tres libros en 2021: La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, de Lenin, con un prólogo mío; de Lenin también Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, con un estudio introductorio de Hernán Randi y Marcelo Rodríguez y un texto que reúne los análisis de Marx, Engels y Lenin sobre la Comuna de París, con una introducción de Marcelo Rodríguez.
Tu texto autobiográfico da cuenta de tu “camino hacia Marx”. Ahora bien ¿cómo es el camino que ha venido transitando el marxismo, desde el siglo XIX al XXI? Y especialmente ¿qué cuestiones a resolver y desafíos hay?
–Los desafíos son enormes, porque el capitalismo, analizado como nadie y mejor que nadie por la tradición marxista, ha seguido avanzando en su “destrucción creativa” al decir de Schumpeter y mutando, como un virus maligno cada vez más ponzoñoso y devastador. Hoy la agresión al medio ambiente es infinitamente mayor –y en gran medida irreparable– que la que existía en momentos en que Marx y Engels publicaran el Manifiesto Comunista en 1848. La polarización económica creció desorbitada y, según Oxfam, desde 2015 el 1 % más rico del planeta posee más riqueza que el resto de la población mundial. Un nuevo estudio de Thomas Piketty reveló que en Estados Unidos los ingresos del 50 % más pobre de la población se han congelado en los últimos 30 años, mientras que los del 1 % más rico han aumentado un 300 % en el mismo periodo. Los opinólogos y académicos que ignoran u ocultan estos datos son cómplices de estos crímenes. El 9 abril el New York Times, que no puede ser acusado de marxista, se escandalizó porque comprobó que el 1 % más rico de Estados Unidos poseía tanta riqueza como el 80 % más pobre de su población. Hay cuatro enormes desafíos civilizatorios que ponen en cuestión el futuro de la humanidad: reparar los daños infligidos a la Madre Tierra; redistribuir la riqueza; refundar las democracias, hoy convertidas en corruptas plutocracias, y poner fin a la dominación imperialista, amenaza permanente a la paz, la justicia, la democracia y los derechos humanos.
¿Qué reflexión podés hacer a partir de la pandemia y la pospandemia?
–La pandemia ha asestado un golpe mortal al neoliberalismo, pero no al capitalismo. El Foro Económico de Davos propone salir de la crisis con un “capitalismo recargado”, fuertemente estadocéntrico. El ya mencionado editorial del NYT sostiene que el neoliberalismo produjo un fracaso económico, social y sanitario monumental. Enfrentamos una encrucijada histórica. Si sobrevive a la presión de las fuerzas sociales y políticas que pugnan por crear un nuevo orden tendremos un capitalismo con menos mercado, más estatista y autoritario que el anterior. Pero hay otro camino: el “protosocialismo”, o los comienzos de un tránsito hacia el socialismo en donde ese nuevo Estado amplíe y profundice los derechos de la ciudadanía y enfrente los cuatro desafíos antes mencionados. Para esto tendrá que desmercantilizar viejos derechos convertidos en mercancías por el neoliberalismo (salud, educación, seguridad social, vivienda, servicios básicos, etc.) y recuperar parte de las escandalosas fortunas retenidas por el 1 % más rico del planeta. Si fracasara en este empeño al no poder siquiera impulsar una reforma tributaria integral y progresiva condenará a la sociedad a padecer los rigores de una atroz distopía capitalista. No es inevitable: si los pueblos quieren otra cosa –y como decía Floreal Gorini están dispuestos a luchar para conseguirla– será posible comenzar a construir un mundo mejor.
LA ETAPA MEXICANA
Ya había tenido antes la oportunidad de visitar a México, país que me cautivó ni bien puse pie en tierra. El México de 1976 estaba profundamente marcado por la fuerte orientación tercermundista que le había impreso el presidente Luis Echeverría Álvarez, la solidaridad con las víctimas y la resistencia a las dictaduras y por el entusiasta apoyo a la gesta de los sandinistas, que culminaría con su gran victoria en 1979. En ese marco, poco me costó sumergirme de lleno en los debates precipitados por la coyuntura con un polémico artículo en donde criticaba a quienes utilizaban equivocadamente, a mi juicio, el concepto de fascismo para caracterizar a las sangrientas dictaduras de la región. Estas, a diferencia de aquel, no tenían ni intención ni capacidad alguna de movilización y activación de los sectores medios para convertirlos en baluartes de sus regímenes; tampoco tenían condiciones para encarar un proyecto que potenciara la gravitación de sus “burguesías nacionales” en una fase del capitalismo signada por su acelerada internacionalización y el predominio indiscutido de las grandes transnacionales, que habían dado cristiana sepultura a lo que, con su habitual sarcasmo, el Che denominaba “burguesías autóctonas”, porque de nacional no tenían nada. Además, tal cual lo dije en repetidas ocasiones en varias mesas redondas organizadas en México, bajo las dictaduras del Cono Sur, Antonio Gramsci no hubiera sobrevivido ni un par de días bajo Videla o Pinochet. Eran todavía peores que el fascismo, y la consigna no servía porque replicaba mecánicamente una caracterización que había sido justa para algunos países europeos en el período de entreguerras pero que el desarrollo del capitalismo había enviado al museo de antigüedades.
En los días inmediatamente posteriores al golpe chileno, los esbirros de Pinochet habían irrumpido en las instalaciones de FLACSO y, sin más trámite, fusilaron a dos de nuestros estudiantes, no por casualidad los dos procedentes de Bolivia. Ese crimen paralizó a la institución durante varios años, y ante la imposibilidad de seguir ofreciendo sus programas de posgrado en Chile y la descomposición de la vida intelectual (además de social y política) de la Argentina de mediados de la década de 1970, que impedía a la sede de FLACSO en Buenos Aires desempeñar normalmente sus actividades, la institución había aceptado un ofrecimiento del presidente Luis Echeverría Álvarez para instalar una nueva sede de FLACSO en Ciudad de México. Esta decisión, fulminante y extemporánea, venía a complicar mis planes. A comienzos de 1976, el Departamento de Sociología de Yale me había invitado a unirme a su cuerpo docente ni bien terminase mis estudios doctorales en Harvard. No quería radicarme en Estados Unidos, pero la negra noche de las dictaduras en América Latina me cerraba prácticamente todas las puertas, salvo la mexicana. Además, la oferta de Yale era difícil de rechazar, pues llevaba implícita una posición definitiva en esa universidad con lo cual mi situación económica futura quedaría resuelta de una vez para siempre. Acordadas todas las formalidades del caso, a las dos semanas de firmado el contrato de trabajo con esa universidad recibo un urgente llamado del secretario general de FLACSO de aquellos años, Arturo O’Connell, comunicándome que se abriría una nueva sede en México y que quería que yo me integrara a ella, aportando no solo la experiencia recogida durante mis años en Chile sino también la que cosechara en Harvard. No dudé un instante en aceptar su ofrecimiento, aunque sabía que estaba dejando de lado una oportunidad que, tal vez, jamás se me volvería a presentar en mi vida. Pero sentía que debía hacerlo y que si en la academia norteamericana mi presencia no haría diferencia alguna, en FLACSO/México podría contribuir a la rigurosa formación crítica de una nueva generación de estudiantes latinoamericanos, retomando las labores que interrumpiera para realizar mis estudios doctorales a fines de 1976.
Permanecí en México por casi ocho años, entre agosto de 1976 y febrero de 1984. En esos momentos ese país era el más formidable refugio del pensamiento crítico que jamás haya existido en América Latina y dudo que en cualquier parte del mundo. Allí me encontré con algunos de los más brillantes intelectuales de la región y, además, forjé amistades entrañables con mis amigos mexicanos y con esa noble nación, a tal punto que me identifico como un “argenmex” de pura cepa y siento por México un amor tan grande como el que tengo por la Argentina. Nombrarlos a todos sería imposible, pero no podría dejar de mencionar, en una provisoria enumeración, a Pablo González Casanova, Sergio de la Peña, Adolfo Sánchez Vázquez, Rodolfo Stavenhagen, Carlos Payán (fundador de La Jornada), don Arnaldo Orfila Reynal, (genio creador de Siglo XXI), don Sergio Bagú, John Saxe-Fernández, José María Calderón, Huzo Zemelman, Lucio Oliver, Raquel Sosa, Estela Arredondo, Lilia Bermúdez, Agustín Cueva, Gerard-Pierre Charles, Suzy Castor y tantos otros, algunos de ellos colegas, otros alumnos. Con algunos seguimos transitando por el mismo sendero en pos del socialismo; no pocos, lamentablemente, abandonaron el combate y se plegaron a distintas iniciativas, algunas controversiales y otras francamente detestables pero que no viene al caso examinar aquí. En todo caso, debo decir que en México aterricé en la FLACSO, permaneciendo en dicha institución hasta agosto de 1979.
* Fragmento de “Mi camino hacia Marx. Breve ensayo de autobiografía político-intelectual”, en Bitácora de un navegante (CLACSO, 2020).