Como para demostrar que los fantasmas del pasado no desaparecen si no se resuelven, Etiopia está viviendo un conflicto que parece ya ser una guerra civil en todo menos en nombre. Técnicamente, el gobierno central envió una fuerza militar a una provincia en la que hubo un ataque a un cuartel por parte de milicias armadas. Pero por atrás del lenguaje de comunicados oficiales se esconde una división violenta entre aliados políticos que nunca estuvieron cómodos y el renacer de un conflicto secular entre los del norte, los del sur y los oromo, la etnia del premier etíope.
El antecedente inmediato del conflicto es la decisión del gobierno de la provincia de Tigray de convocar a unas elecciones que el gobierno central no autorizó. Tigray es gobernada por el Frente de Liberación del Pueblo Tigriña, uno de los aliados esenciales en el Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope. El Frente fue una alianza, siempre tensa, entre diversos sectores unidos por su odio al gobierno militar del Derg, que derrocó al emperador Haile Selasie en 1974 y hundió al país en una espiral de violencia y terror paramilitar nunca vista. El Frente fue el paraguas político para la guerra civil que finalmente terminó con el exilio de Mengistu Haile Mariam en mayo de 1991.
En estos casi treinta años, Etiopía restauró una semblanza de democracia, tuvo por primera vez desde al segunda guerra mundial treinta años sin hambrunas y hasta llevó a cabo unos muy poco conocidos juicios por delitos de lesa humanidad en los que se condenó a prisión por genocidio a 73 militares. El país tuvo un boom poblacional y se transformó en el segundo más poblado de Africa, después de Nigeria.
Etiopia se declaró recientemente una república federal, buscando resolver un problema muy frecuente en Africa, el del regionalismo y la baja identidad nacional de países muchas veces armadas sobre un mapa colonial. No es el caso de Etiopía, el único país del continente que no fue colonia europea y el único en rechazar por las armas una invasión colonialista. Tan impactante fue ese evento, que hasta la década de 1960 las únicas embajadas africanas en este planeta eran las etíopes. Como los invasores derrotados eran italianos, Benito Mussolini explícitamente se vengó en 1936 invadiendo el país y masacrando desde el aire, con gases venenosos, a cualquiera que se opusiera. La ocupación terminó en 1940 cuando un ejército etíope en el exilio, las guerrillas locales y un pequeño congingente británico retomaron el país.
Pero pese a su unidad frente al invasor colonial y a una tradición política de dos milenios, Etiopía sigue teniendo divisiones étnicas reales. Una de las más antiguas se da entre la etnic oromo y la tigriña, enemigos tradicionales en las interminables guerras dinásticas del viejo imperio. A esto se agregan los habitantes de las regiones desérticas al sur de Adis Abeba, la capital, que conforman las provincias de Bale, Sidamo y Harague pero son tierras conquistadas al fin del siglo 19 con identidad étnica somalí y musulmana.
El problema entre Tigray y el gobierno central no es tanto étnico -los mismos tigriña bromean que son indistinguibles del resto de los habitantes del macizo central- como político. Etiopía tiene una fuerte tradición centralista en la que cuesta delegar poderes a las provincias, herencia de siglos de gobierno imperial en los que los gobernadores locales eran, en el mejor de los casos, señores feudales locales y en el peor enviados por el trono sin consulta ni conformidad. Las sagas históricas del imperio cuentan las interminables batallas entre tigriñas, wollo, oromo y otros grupos en cambiantes alianzas con dinastías y pretendientes al trono.
El actual primer ministro, Abiy Ahmed, elegido en abril de 2018 con apenas 41 años de edad, parecía que iba a descomprimir la situación y habilitar una solución política después del largo gobierno de Hailemariam Desalegn. Ahmed lanzó una enérgica batería de reformas políticas y económicas, hizo la paz con Eritrea después de veinte años de guerra fría, recibió el premio Nobel de la Paz el año pasado por ese gesto y fue un eficiente mediador en el conflicto por la independencia de Sudán del sur. También liberó miles de presos por causas políticas y legalizó partidos de oposición prohibidos por Desalegn.
Pese a la prosperidad relativa en el país, Ahmed no avanzó en la reforma del sistema federal. Y pese a ser el primer premier de la etnia oromo de la actual república y un musulmán, no descomprimiólas tensiones regionales. De hecho, una vez en el poder creó un partido propio, el Partido de la Prosperidad, rompiendo efectivamente el Frente que lo había llevado al gobierno.
Este miércoles, Ahmed dió el fuerte paso de ordenar una ofensiva militar contra las fuerzas tigriña acusadas de atacar un cuartel. El jueves, la Cámara de Representantes del Pueblo, diputados, aprobó un estado de emergencia por seis meses que le da al gobierno central vía libre para sus operaciones militares. Ahmed declaró que las operaciones ya realizadas fueron "un éxito" y desoyó los llamados a la cautela de la ONU y de Estados Unidos.
La versión tigriña de los hechos es completamente diferente. El presidente de la región de Tigray Debrestion Gebremichael, ya había denunciado el lunes que el gobierno federal planeaba un ataque como castigo por celebrar en septiembre elecciones parlamentarias. Adis Abeba había prohibido el acto electoral como parte de las medidas contra la pandemia y declaró las elecciones ilegales.
Algo que hizo de inmediato el gobierno central fue cortar internet y las líneas telefónicas a la provincia de Tigray, con lo que no se sabe cuántas víctimas ya causaron los combates. Pero ya hay columnas de refugiados que perdieron lo poco que tenían y advertencias de la Comisión Etíope de Derechos Humanos, del Consejo Noruego para los Refugiados y de Amnistía Internacional.