Despedir a un amigo debe de ser una de las cosas más difíciles de la vida porque la letra es la certificación de que algo pasó (y acá estoy para dar testimonio de ello aun cuando todavía me resulte irreal). ¿Cómo empezar a escribir sobre Rodolfo en pasado?
Recuerdo la fuerte impresión que me causó El apartado, su primera novela, que tuvo un recibimiento unánime. Un texto de una contundencia y calidad sorprendentes que, por encima de todo, lo que deja sentir es la huella del carácter inconformista de un outsider. Contaba Rodolfo que Osvaldo Lamborghini lo citó en un café y le dijo: “Bueno, ¡ahora no tenés que escribir más!”, como si esa novela fuera suficiente demostración de talento y lo consagrara para siempre. Mucho para decir de una generación de grandes escritores que se preguntaban cómo escribir después de Borges. Durante un tiempo algunos de ellos fueron amigos: Héctor Libertella, Tamara Kamenszain, Ricardo Piglia, Luis Gusmán, Germán García, Fogwill, Briante, Leónidas y Osvaldo Lamborghini; por otro lado, Abelardo Castillo, Sylvia Iparraguirre y Liliana Heker alrededor de El escarabajo de oro, y en algún momento la pregunta que Piglia disparó al ruedo quedó flotando en el aire: “¿Quién de nosotros será el número uno?”. Tal vez la juventud y la época alentaban las chicanas pero Rabanal no se dejó apurar. Los que lo conocieron entonces admiraron su determinación de dejar el periodismo para dedicarse a la literatura; yo, que lo conocí unos años después, sé que nunca concibió la literatura como una competencia o una carrera, era apasionado pero no voraz.
Rodolfo veía a la cultura como sistema nervioso central de la humanidad y su formación, que tuvo a los clásicos como nudos vitales –su incondicional identificación con Homero— se abría a los fundamentos formales y “objetivos” de la ciencia, a los lógicos de la matemática y a las narraciones de la historia. Fue un lector extraordinario de poesía, desde Dante a Parra; y si algunos críticos encontraron a su escritura “elegante” tiene que ver con ese oído fino para poetas como Eliot y Pound, Ashbery, Zymborska, Mandelstam, Ajmatova, Tsvietaieva, Rilke, Cummings, Pizarnik, Orozco, Tranströmer, Michaux, Char, Brodsky, Lihn, Paul Bowles, a los que leyó y releyó con fervor a lo largo de los años.
Vuelvo a El apartado porque un inconformista es lo que fue toda su vida y en todos sus libros se percibe la necesidad de pensar en contra. Los que tuvimos la suerte de ser sus amigos pudimos compartir lecturas que ampliaban los mundos; sus reflexiones siempre fueron potentes incitaciones a pensar de manera crítica, no había otro modo. Y al mismo tiempo sabía que esas invenciones y especulaciones enmascaraban la fragilidad de la vida. Rodolfo era bondadoso y delicado pero también irreductible, no se engañaba. Sus personajes, con una enunciación fuerte y poética, observan desde los bordes con una mirada oblicua que no busca hacer centro ni encontrar certezas. Lo conocí cuando Juan Forn publicó La vida brillante en Biblioteca del Sur; yo lo admiraba desde su primer libro pero también por Un día perfecto y En otra parte, textos arriesgados, que se incrustaban en el pensamiento.
En 1997 Rodolfo, Juan Forn y yo viajamos a Porto Alegre, Rio de Janeiro y Fortaleza invitados a un intercambio de escritores, a través de la secretaría de Cultura que dirigía Pacho O´Donnell. Durante una semana dialogamos en el ámbito universitario de cada ciudad con Sergio Sant’Ána, Tabajara Ruas y estudiantes brasileros de Letras; descubrí la fascinación que él generaba como interlocutor y su sentido del humor chispeante. Nos divertimos muchísimo. De vuelta en Buenos Aires, nos vimos con más frecuencia. En 1999 Rodolfo y Cristina Hernández —su gran amor y compañera, también querida amiga nuestra—, se mudaron a Uruguay, donde nos seguimos encontrando cada marzo. En el verano de 2006 me contó que estaba terminando una nueva novela y le pregunté si podíamos, desde Seix Barral, hacerle una propuesta formal para publicarla. Sus últimos libros —La mujer rusa, Los peligros de la dicha y La costa bárbara— los había publicado en Adriana Hidalgo. Con Alberto Díaz y Nacho Iraola elaboramos una propuesta que él encontró razonable y ese año publicamos El héroe sin nombre, y más tarde el ensayo montaignesco El roce de Dante (2008), La vida privada (2011) y La vida escrita (2014), siempre con enorme felicidad.
En esos años viajaba con frecuencia a Buenos Aires y nos encontrábamos a comer, generalmente en Lo de Jesús, en Palermo. Cada encuentro era una fiesta. Nuestras afinidades y discusiones tenían que ver con la forma, nos preocupaba cómo decir de un modo nuevo, no repetirse, no aburrirse. Hablábamos de la desaparición del mundo tal como lo conocimos en el siglo XX, la caída de los ropajes: ya nada encubre el vacío. Y mientras soportamos el vacío, escribimos y leemos y anotamos posibilidades de belleza, de invención y de fuga, de estoicismo. Su mirada para la política nacional e internacional era de una lucidez inmensa y también para cualquier otra cuestión, como el amor de pareja, “un tema del que no se puede decir nada”. Rodolfo, además de su inteligencia irónica brillante, tenía una escucha finísima: hablar con él era un ida y vuelta vital y verdadero.
Nunca abandonó sus indagaciones sobre el lenguaje. Beckett y Wittgenstein como gran pregunta e inspiración hasta el último día. En nuestras charlas telefónicas diarias en estos meses de cuarentena me comentaba Sobre la certeza, en el que Wittgenstein responde a Descartes y su necesidad de llegar a la roca dura de la certeza a través de someter todo a la duda (el planteo de la duda presupone la certeza). Yo había empezado a leer el Tractatus y Rodolfo me alentaba a seguir aunque no comprendiera del todo, que lo leyera como poesía, que no se trata de acumular saber sino de lanzar interrogantes para seguir pensando y nunca creer que vamos a concluir en algo. En el intercambio por mail, le mandé un texto raro de Barthes, no muy conocido, “Cultura y tragedia”, de 1942, que escribe a los veintisiete años en el medio de la Ocupación nazi; allí dice que el drama se soporta pero la tragedia no está dada, no es algo más que lo terrible, hay que acceder a ella. Rodolfo me contestó: “Querida Paula, es increíble... Recién hoy descubro este texto -¡maravilloso!- ¡De verdad, supo ser grande Barthes! Sorprende en qué pocas líneas dice todo lo que dice de manera acertada y bella. Ante su mirada, nuestra actualidad es de una banalidad aterradora que disolvió la cultura del entretenimiento y volvió imposible hablar de ética. Desde ya, puedo y necesito pensar en términos “filosófico literarios” y lo hago todo el tiempo, salvo que incluyo “lo otro” como si fuera una forma material, corporal, palpable y de algún modo inmediata”.
Él se había educado en la obligación ante uno mismo de aspirar al genio, al amor intelectual a la verdad y a la claridad. En sus notas para las Contratapas de Página/12 era fascinante ver cómo iba estructurando su argumentación y pasaba una y otra vez la lanzadera por el tejido del texto ampliando el círculo de la incidencia de lo que problematizaba.
Todavía me resulta irreal su partida. Imposible renunciar a la luminosidad incomparable de su pensamiento y afecto. Puedo verlo cuando escribía La vida escrita, el estado de trance que tenía. Me contaba que pasaba horas en su estudio tecleando como un poseído. Una novela diario o un diario como novela que convoca a los años 70 en Buenos Aires de manera tan vívida. Escrita con el cuerpo. Cuando fuimos a La Barra de Maldonado con Ramón ese año, Rodolfo iba y venía con partes del libro para que lo leyera. Él, totalmente concentrado, con un fervor extraño, hermoso.
En un mail Rodolfo me escribió: “Leo y escribo como si me fugara”.
También yo hoy leo y escribo como si me fugara.