Cuando un escritor que te enseñó algo muere, el primer gesto de despedida es intentar uno de reencuentro. Entonces lo busco donde seguirá viviendo. Así esta mañana del Día de los Muertos, el siguiente a la muerte de Rodolfo Rabanal, voy al estante de los argentinos y busco La vida escrita, de 2014. La referencia a Dante, “La vita nuova”, ese experimento donde se alternan la poesía y la prosa, está cantada. No hay ningún verso en este libro de Rabanal, pero su prosa respira lo poético. Así te encontrás con uno de los escasos narradores que sabe no sólo ser amigo de poetas como Bustos, Gelman, Bailey y Madariaga sino también lector exquisito de Schiller, Yeats y Cummings. En principio, La vida escrita propicia una lectura de diario, pero puede a la vez devenir otra cosa: una selección de apuntes en libretas dispuestas de adelante hacia atrás y otra vez desde atrás, desde el pasado, hacia el presente, un ir y venir que se parece más a un ejercicio mnemónico que a un diario. Es sabido: por lo general un diario es el reducto plañidero de las amarguras y los bloqueos. Kafka, Pavese y Cheever son modelos en este sentido. Pero juzgar un diario implica también parcialidad. Kafka toma de Goethe la idea de que sólo quien escribe uno está en condiciones de leer el de otro. A Rabanal no le va la autocompasión. Y otro rasgo que lo separa de la etiqueta diarista, es el pudor, una mesura que contiene tanto los exabruptos sentimentales como la especulación de una lectura a futuro. Además, una clave lo exime de la confesión: la reunión de estos textos nunca había sido, antes de su publicación, siquiera proyecto, es decir, cero elaboración deliberada. En todo caso, apuntes que podrían ser canibalizados en un proyecto mayor. Por tanto, sus entradas comportan un tractatus fragmentario, reflejo nada casual de Wittgenstein, en el que lo anecdótico cobra significación en la medida en que esta “vida escrita” induce a pensar la vida misma. Ni más ni menos: la literatura como filosofía. También, como si fuera poco gesto, el conjunto es a la vez partitura y bitácora del construirse y ser escritor. “Escribir. La pasión por un oficio termina por definir a un oficio de pasión”, esto anota.

En julio del 87 Rabanal se aburre una noche leyendo a Shepard y se interesa más por Wittgenstein, su “Diario filósofico”, y anota: “Wittgenstein pensaba que la filosofía debiera escribirse como una pieza poética. Seguramente por eso su vida y sus ideas inducen a las fantasías narrativas”. Y subraya: “Cuando se formula una ley ética de la forma “Debes…” el primer pensamiento que surge es “¿Y si no lo hago?”. Está claro, de todos modos, que la ética no tiene nada que ver con el premio y el castigo”. Después Rabanal subraya: “El milagro estético es la existencia del mundo. Que exista lo que existe es milagroso”. Estos subrayados y anotaciones, donde tensa en secreto la dialéctica entre ética y estética, en su mayoría, los hace en solitario en bares, de madrugada, albergándose en cuartos de hotel baratos y austeros.

Una década atrás, en una madrugada de noviembre del 75, tiene treinta y cinco cuando se entera del asesinato de Pasolini: “Siento que vivimos en un mundo agitado y violento por todas partes, en todo momento, siempre”. En tanto, el diario en que trabaja, La Opinión proclama su novela El apartado como la mejor novela argentina en mucho tiempo”. Unas noches después, en diciembre, en el Bárbaro, toma cerveza con Lamborghini y Briante. El registro, hoy en día colmo de la incorrección política, puede azorar a espíritus modernos. A Rabanal no le parece improbable que Lamborghini, que viene colocado, esté loco. Di Paola y Briante están somnolientos. Comentan que la noche anterior se cagaron a piñas (literal) con unos trolos muy duros. A Dipi, chicanea Briante, le llenaron la cara de dedos. Y Dipi le retruca que fue él quien salió a defenderlo. Lamborghini interviene cambiando de tema y habla de Rabanal: “Escribió un libro de puta madre”, afirma. “No me jodas”, dice Briante despertándose: “Entonces vamos a ser tres, el Turco, yo y vos”. El Turco es Asís y Briante se olvida de Soriano. Rabanal escribe en su libreta: “Mañana Briante dirá otra cosa. No importa. Y también seguramente Lamborghini inventará otros prestigios. Este es un grupo salvaje, lleno de feroces rivalidades, alusiones demoledoras, intrigas cruzadas, bromas sangrientas y reconocimientos secretos aunque ácidamente irónicos. Y pese a todo no puede hablarse de verdaderas canalladas”. Discreto, como “apartado” de este ambiente que pronto habrá de disolver el espanto, se mueve Rabanal. Sin embargo la anotación del elogio de Lamborghini respecto a su primera novela, dejando la ingenuidad de lado, inducen la conjetura de que no le disgusta pertenecer, ser reconocido, integrar un sistema de escrituras contrapuestas, textos que debaten contra otros textos, y en su debate configuran el corpus de la literatura de los 70.

El golpe militar es inminente, se siente en el aire. En enero del 76 Rabanal se encuentra como cronista en Córdoba, intervenida por el general Benjamín Menéndez. Hay tiroteos cerrados. No hay noche sin estampidos ni explosiones. Aunque no firma muchas de sus notas, desde La Opinión le informan que le llegó una amenaza, que vuelva cuanto antes. No obstante, en marzo cubre Tucumán, el ejército diezmando y desapareciendo el ERP. En Mendoza, detienen a su hermano Daniel, militante montonero. Lo visita en un presidio que es un galpón. El prisionero acusa la tortura, tobillos vendados, el rostro estragado. Rabanal anota las desapariciones: la pérdida de contacto con Gelman, de Bustos tampoco sabe nada. Las salas de redacción se llenan de services y la sospecha de que cualquiera puede ser un delator. En septiembre deja La Opinión, da un paso fugaz por la revista Vosotras. En el 79, aprovechando una beca Fullbright, viaja a Estados Unidos. Entre el 81 y el 93 es traductor en la Unesco.

La caligrafía de las libretas es de una pulcritud y un equilibrio asombroso. No se corresponde con el tumulto interior. Más tarde Rabanal admitirá que los instantes que lo llevaron a “la felicidad y el misterio de la escritura”, fueron “lo ordinario de los días, una dimensión terrorífica, a veces idílica o pujante, pero en todos los casos una familiar extrañeza de sentir que “yo es otro”.

La memoria me dice que parece que fue ayer, pero la memoria miente. Fue hace mucho. Pero qué es hace mucho. “El tiempo envejece rápido”, escribió Tabucchi. Se me corregirá, el que envejece es uno. Aunque en la memoria, ese patio trasero de nuestras ilusiones perdidas, siempre somos jóvenes. Y si persigo una justeza el recuerdo debo anclarlo, al voleo, en los 90. Fresán me había llamado para colaborar en una revista que editaba Brascó. Rabanal era el redactor jefe sin que se notara. Un cuento que yo había escrito dio en su escritorio, lo leyó y me llamó. No había hecho ni una marca. Pero me propuso que tomáramos un café y lo leyéramos juntos. Con delicadeza, conversando, sus observaciones eran sutilmente quirúrgicas pero amistosas. Al cuento se le notaban tornillos, hilvanes. Me volví con el cuento y una vez en mi departamento estuve “deconstruyéndolo” hasta la madrugada. La ansiedad me impulsó a llevárselo pulido al día siguiente. Lo leyó. Bajamos a la barra del bar de Esmeralda y Viamonte. Y no hablamos más del asunto. En esos encuentros, lo supe después, había aprendido más del oficio de narrar que en los años de la carrera de Letras. Su enseñanza volví a encontrarla esta mañana al detenerme en un arte poética que Rabanal califica “un manual estratégico de bolsillo en cuatro puntos”: “1.- Narrar lo abstracto de forma concreta. Ser conciso. 2.- Cercar la historia como dentro de un círculo mágico. 3.- Narrar lo apasionante sin ninguna pasión aparente. 4.- Enrarecer la banalidad”.

Si La vida escrita resulta el laboratorio íntimo de quien parece escribir, como en la época de la dictadura, de modo transitorio, ignorando si mañana vivirá, también conviene subrayarle su paneo de un clima de época no sólo en el momento del terror sino también durante la post-democracia. Su garra de la escritura periodística cuestionadora alcanzaría más tarde, más acá, en los últimos años, un potencial de pensamiento a la vez angustiado y reflexivo como columnista de este diario. Su preocupación por la realidad, a través de una prosa aguda, precisa, está leída más cerca, en intensidad, como la de un lector desencantado de la historia que no extravía la curiosidad por una ficción enloquecida y demencial cuyo foco intenta iluminar, explicarse al explicarnos, la suerte de lo humano sujeto a la voracidad del sistema. Ni más ni menos, la lectura de la historia inesperada que le ha tocado, la que nos toca, esta peste que nos ha sitiado y nos compromete obligándonos a pensar cómo hemos vivido hasta ahora, cómo queremos vivir y si cabe la esperanza de una condición humana posible que se resignifique dejando atrás la voracidad de un capitalismo que ha demostrado su imposibilidad de ser mínimamente aguantable.