Este martes, en el Palacio del Temple de Valencia, hubo un acto cerrado del que participaron el presidente de la Generalitat local, Ximo Puig, varios ministros y los descendientes directos de Miguel Hernández. Fue un acto de desagravio al poeta que, condenado a cadena perpetua por el franquismo, escribió encarcelado la última parte de su obra, una de las más altas del siglo XX. No es una obra en el aire la de Miguel Hernández. Es una obra cuyas raíces yacen bajo tierra, como miles y miles de españoles que soñaron y quisieron llevar adelante su república.
La república de los republicanos españoles no es la que está en boca de los que hoy aquí (o en Estados Unidos o en Brasil o en Colombia o en otros países) la pronuncian junto con otra, corrupción. Los ladrones de guante blanco y multitudes alteradas las repiten a los gritos, como si realmente estuvieran reclamando república y honestidad. Esas dos palabras forman parte de un pack, un combo, una oferta envasada al vacío, una tracción de góndola comunicacional, un recurso retórico que les permita creer, a quienes compran el producto, que “luchan” por algo que tiene sentido. Y no es cierto. No es materia opinable. Hay cuerpos del delito y es necesario un poder judicial que vuelva a ponerle la venda en los ojos a la mujer que sostiene la balanza.
Quedan esas palabras, que intentan ser robadas junto a la connotación altiva y honrada que le han dejado adherida a cada letra hombres y mujeres que pelearon por ella y ofrecieron sus vidas. Y como ellos odian tanto, en España han llegado casi sintomáticamente a meterse con los versos de un muchacho que creció cuidando cabras en Orihuela, su pueblo y el de Ramón Sijé, el que se le murió un día como del rayo.
El Ayuntamiento de Madrid, del PP, decidió borrar el poema del poeta que formaba parte del Memorial del Cementerio de la Almudena. Qué afrenta, qué desquicio, y sin embargo qué síntoma perfecto del odio que les inspiran las palabras a las que no acceden, los mundos fraternos y heroicos de los que no participan, el amor que no les entra por los poros.
En Valencia, de autoridades socialistas, esta semana, en ese acto, se le anunció a la familia de Miguel Hernández que ese nombre llevará el aeropuerto de Alicante. Ni aquí ni allá ni en ninguna parte hay bandos que se correspondan en la barbarie y en la legitimidad. No. Hay puja, pero el odio está instalado, como desde el principio de los tiempos, en los que no poseen las palabras, en los que no tienen nada que expresar ni tienen referentes que les transfieran la belleza de sus percepciones y sus certezas, como han tenido todos los pueblos. Los odiadores de hoy no tienen poetas, y quizá por eso hayan querido arrancar a Miguel Hernández de Madrid. “Nosotros no tenemos ese rencor, ese odio. Frente este tipo de actitudes, poesía y democracia”, dijo en el Palacio del Temple uno de los ministros.
Por su parte, el ministro valenciano de Salud, presente en el acto que respetó todos los protocolos mientras en las calles de tantas ciudades europeas los nuevos bárbaros rompen lo público negándose como niños preescolares a respetar las reglas, dijo “es natural que en un momento como éste cunda el desánimo y el pesimismo, pero la historia nos enseña que somos capaces de levantarnos. El mar volverá”.
Citaba en esa frase un poema corto y potente como un pimpollo que revienta de ese poeta que había sido condenado a perpetua por haber ido al frente de batalla a llevar sus recitales de poesía. Al muchacho de ojos redondos y asombrados que antes de sus 31 años, cuando murió preso y de tuberculosis, había logrado pasar del pastoreo de cabras a fundar una revista con Pablo Neruda y a ser considerado el último gran nombre de la generación del 27.
El poema es este:
En este campo
estuvo el mar.
Alguna vez volverá.
Si alguna vez una gota
roza este campo, este campo
siente el recuerdo del mar.
Alguna vez volverá.