Escribe Jacques Ranciere, filósofo político francés, que la política existe porque existe el desacuerdo. Porque el desacuerdo es constitutivo de la vida humana y social. Y, de ahí, la necesidad de la política. No para anular el desacuerdo, aunque eso también es política, la política dictatorial, sino para llegar a arreglos mínimos que nos permitan vivir en el desacuerdo. En este sentido, hace ya décadas se fue instituyendo y perfeccionando el sistema electoral como la manera más óptima de representar en un gobierno las decisiones, producto de los debates pertinentes, que nos incumben a todos. El desacuerdo formalmente instituido e instituyente.
Las elecciones, entonces, fueron un campo de batalla de ideas, posiciones, representaciones sobre la vida social. Arena política que entraba en ebullición en los momentos electorales para que, pasado ese fragor, con vencedores y vencidos democráticos, las cosas volvieran a un cauce tal que permitiesen el despliegue de la vida cotidiana. Los ánimos exacerbados en la contienda electoral dejaban paso a las incumbencias y preocupaciones personales, grupales y sectoriales. Ni la paz celestial ni la pax romana. Simplemente seguir viviendo y esperando la próxima batalla.
La política de los últimos pocos años está mostrando otras características: un antagonismo material y simbólico feroz, dialéctica e ideológicamente violento que sobrevive a las contiendas electorales. Una división, no necesariamente en dos, social, política y hasta filosófica que pervive a las elecciones y, lo más significativo, que recrudece luego de éstas. Un cuadro social en el que se mantienen en calidad de confrontación las posiciones políticas más allá del resultado electoral. Sociedades fragmentadas sin que la política electoral genere los bálsamos necesarios para unificar ciertos criterios y decisiones respecto a las políticas a seguir.
Es necesario aclarar: no sobreviven los ánimos confrontativos en virtud de las opciones electorales que acaban de competir, es decir de los partidos políticos que se presentaron. Perviven enfrentamientos y antagonismos sustentados en representaciones de la vida política y social, representaciones que los partidos en competición electoral más o menos asumieron programáticamente. Las elecciones, más allá de ganadores y perdedores, no difuminan las posiciones sociales ideológicamente instituidas.
Las elecciones actuales en EE.UU. son un paradigma de lo que se acaba de sostener. Ya no es la clásica contienda demócratas vs. republicanos. Quizás ni siquiera entre Trump y Biden. Se trata de una feroz batalla ideológica, cultural y simbólica entre dos maneras de representar los valores de una correcta vida humana y social en el contexto de la globalidad contemporánea. Visiones absolutamente contrapuestas e irreconciliables. Imaginarios que apuestan por una institucionalidad social compuesta de valores absolutamente confrontados, de mutua exclusión. Y esa división no la diluye el resultado electoral; por el contrario, quizás la recrudezca.
El mismo escenario se libra ya, desde hace década y media en América Latina, entre las posturas comunicacionalmente definidas como populistas y republicanas. Complejizadas ahora por la división entre populismos de derecha y populismos de izquierda. En Europa entre populismo y liberalismo filosófico-político. O entre nacionalismo y cosmopolitismo cultural. En algunos países asiáticos entre un autoritarismo definido como necesario pues mantiene las tradiciones ante la disolvencia de valores culturales u opciones mas occidentalizadas. Ni hablar en sistemas políticos teocráticos.
La política electoral ya no cumple la promesa democrática de ser una catalizadora de las pulsiones sociales y, en su resolución, generar caminos sinuosos pero progresivos, generadores de visiones de futuros posibles. La política electoral se ve actualmente rebasada por desacuerdos personales y sociales, entroncados en concepciones vitales de la vida social. Una modalidad de desacuerdo que excede a la democracia representativa. Una estructura del desacuerdo que es incluso disruptiva de la forma democrática de validar la vida en sociedad. Esa forma democrática a la que Winston Churchill había considerado el menos malo de las formas de gobierno hasta ahora conocidas.
Docente Titular UBA, Director Licenciatura en Ciencia Política y Gobierno, Universidad Nacional de Lanús.