Por inquietud propia o por amigos llego a materiales que atesoro al instante de conocerlos. Atravesados y resignificados por el afecto, distintas canciones, bandas, poemas, películas, directores, autores, libros, animaciones, cómics o videojuegos amplían y mejoran mi mundo al instante.

Así, por ejemplo, recuerdo las palabras de un amigo hablándome de Ricardo Piglia y su “mito de origen”. En su momento rescaté mucho esa idea de estar contando siempre, de una u otra manera, nuestro acceso a determinados mundos. Reviso mi vínculo con el terror y me animo a afirmar que El exorcista imprimió una especie de huella en mi cultura cinéfila. Siento que me reencuentro con ella cada vez que veo otras películas del género.

Consumo terror en cualquier formato, me siento el meme ese que muestra a una mujer que sufre en un plano y sonríe en el otro. Nunca cierro los ojos ni me tapo la cara. No se me ocurriría.

La primera vez que vi la película fue a los 9 años. Podría jurar que fue un sábado a las 22, día y horario fijo para ver películas después de cenar temprano. También podría jurar que fue por Space, ese canal que, a principios de los 90 y en la limitadísima grilla de canales por cable de Bariloche, significaba la gloria para quienes queríamos ver películas sin cortes (a veces uno pide realmente poco).

La icónica escena utilizada en el afiche promocional de la película

Recuerdo bien la edad porque fue durante una estadía temporal en casa de mi tía junto a mis primos, abuela y hermanos. Dos años en los que, por responsabilidad del patilludo de turno y sus secuaces (para continuar con la temática terror) viví lejos de mis papás. La transición igual resultó natural y orgánica porque siempre deambulé entre los dos hogares. Algo facilitó las cosas aún más: el lugar que ocupaba el cine (la ficción en general) en ambas casas. Pienso en esos años y asocio películas con personas. África mía con mi mamá, El padrino o Nazareno Cruz y el lobo con mi papá y El exorcista con mi tía. Gracias a su fanatismo por el terror también conocí en ese tiempo compartido Pesadilla en lo profundo de la noche (o Freddy, como le dije siempre), La profecía y Cementerio de animales.

También fue una temporada de compartir películas con amigos del barrio. Rescato con algo de asombro y felicidad que siendo tan chicos nuestro plan haya consistido muchas veces en visitar el videoclub entre todos (uno que se llamaba confusamente Rincón Musical) y elegir una película para ver en la casa de alguno de ellos. Sí, como buena clase media tambaleante, todo llegaba antes a otras casas y eventualmente llegaba a la nuestra: televisión por cable, videocasetera, reproductor de DVD, Family. Y sí, las películas que elegíamos eran mayormente de terror por suerte. Resultaba uno de los pocos espacios donde no hacía falta caretear que me gustaba el fútbol o jugar bruto.

La noche que vi la película, no dormí bien. Una seguidilla de imágenes y de sensaciones que conocí ese día me acompañan incluso hoy: Regan gradualmente poseída, los ojos blancos, su cuello hinchado y su voz grave, los vómitos espesos y verdes (manguera incluida), la cabeza giratoria, la levitación, su caminata invertida, sus cicatrices infectadas, las palabras “help me” en su piel, su lengua bífida. El frío insoportable de esa habitación.

Por otro lado, recuerdo escuchar con cierto impacto cómo la posesa agredía a su madre, a los sacerdotes y repartía órdenes sexuales a cualquiera que ingresara a su espacio. Hace unos días vi la versión doblada al castellano y expresiones como “fornícame”, “Lámeme”, “Métetelo por detrás”, “lame mi sexo” que propaga ese demonio amigo de la RAE me sacaron varias carcajadas.

Comparto esta lista para cerciorarme de que de alguna manera esas imágenes las recordamos todos. Me resulta curioso que la mayor parte de lo que uno rememora de la película sucede solo en la última media hora. Cada vez que la veo de nuevo, no hago más que apreciar y adorar lo que acontece en los 90 minutos anteriores y que convierten a la película en una joya del terror sí, pero también en una película más compleja, profunda y dolorosa.

En este sentido, la historia del Padre Damien Karras gana terreno con cada nueva vista. Su crisis profesional (psiquiatra y sacerdote), su crisis religiosa, la angustia que le genera su madre, cómo decide abordar el exorcismo de Regan, todo es perfecto. La pesadilla con la madre muerta resulta de lo más original y angustiante que vi y solo dura unos segundos. Me fascina esa secuencia de imágenes en silencio: el reloj frenado, el perro rabioso, la madre en la boca del subte gritando y ese rostro monstruoso.

También ganan espacio otros detalles que suman mucho mundo como el rodaje de una película o el detective que no para de mencionar e invitar a los curas a ver clásicos al cine o pedirle un autógrafo a la actriz. La escena inicial en Irak que anticipa el horror con esa figura diabólica y el lazo mortal con el padre Merrin.

Si hay algo que sostiene de manera poderosa la trama, son las actuaciones. “Con mucha verdad, nada de mentira” como dijera la señora Bisman. Y es que, para mí, las mejores películas de terror son dramas, son tragedias, con sus momentos de desmesura y golpes de efecto. Pero siempre apoyadas en actuaciones fuertes, capaces de generar climas y sostener la tensión todo el tiempo. Con esa capacidad inmensa de darle lugar al padecimiento (aunque algunos personajes solo tengan unos minutos de desarrollo y mueran). Lo que hacen Ellen Burstyn, Linda Blair, Max Von Sydow y Jason Miller, es de otra categoría.

En un diálogo entre los sacerdotes, antes del trágico enfrentamiento final, el padre Karras, inexperto en exorcismos, pregunta apesadumbrado: “¿cómo es posible esto? No tiene sentido el mal en esa niña”. El padre Merrin le replica: “Estas cosas suceden para desesperarnos, para que nos veamos como algo animal y feo, para rechazar toda posibilidad de amor”. Así mil líneas más para rescatar. Y todo el tiempo el flash de ese rostro del mal, que dura unos segundos, pero queda en la retina y vuelve cada tanto con la potencia y el impacto de eso que nos espanta.

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Julián Cabrera es actor y docente. Entre sus trabajos escénicos pueden mencionarse: Pobre Daniel (de Santiago Gobernori), Sudado (de Jorge Eiro), Piedra sentada, pata corrida (de Ignacio Bartolone) y Voraz (de Analía Couceyro). Actualmente, Boom Boom Borges, una producción de la compañía La Espada de Pasto y Lucera TV, con dirección de Ignacio Bartolone, puede verse en las redes de La Espada de Pasto y en el canal de YouTube de Lucera TV.