Víctor Basterra fue secuestrado con su esposa y su hija el 10 de agosto de 1979 y llevado a la ESMA. El obrero gráfico fue torturado y pudo sacar, clandestinamente, fotos de los secuestrados y de los represores. Liberado, el hostigamiento de los marinos siguió hasta agosto de 1984. Su odisea la relató el 22 de julio de 1985 en el Juicio a las Juntas. Fue el testimonio más extenso, de entre todos los que testificaron en el histórico proceso judicial a los nueve comandantes. Y tuvo entre quienes lo presenciaron ese día en el Palacio de Tribunales a Jorge Luis Borges, que escribió sobre la experiencia de haber ido a esa audiencia.
El mayor escritor argentino tenía 85 años en ese momento. De posturas conservadoras, había aplaudido el golpe de 1976. Más aún, almorzó junto a Jorge Rafael Videla el 19 de mayo de 1976, en la Casa Rosada. Ernesto Sábato, el padre Leonardo Castellani y Horacio Ratti, entonces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, también fueron al encuentro con el dictador, en el que se habló de la situación de dos hombres de letras secuestrados: Haroldo Conti y Antonio Di Benedetto. Este último salvó su vida y fue al exilio. Conti permanece desaparecido.
Más tarde, ese mismo año, Borges se dejó condecorar por el dictador chileno Augusto Pinochet, un gesto que, se asegura, fue determinante para perder posibilidades en la compulsa por el Premio Nobel. Sin embargo, mientras la dictadura se aferraba al poder, el autor de El Aleph cambió su postura. Firmó la primera solicitada de las Madres de Plaza de Mayo, comenzó a criticar la represión ilegal y se mostró opuesto a la Guerra de las Malvinas.
Para 1985, el escritor alababa la democracia, si bien en 1983 no había celebrado tanto la victoria de Raúl Alfonsín como la derrota del peronismo, y expresaba, en un texto sobre el uso de eufemismos, publicado en la prensa en 1984, lo siguiente: "Un grupo de cambiantes militares se encarama al poder y nos maltrata durante unos siete años; esa calamidad se llama el Proceso. Los terroristas arrojaban sus bombas; para no herir sus buenos sentimientos, se los llamó activistas. El terrorismo estrepitoso fue sucedido por un terrorismo secreto; se lo llamó la represión. Los mazorqueros que secuestraron, que a veces torturaron y que invariablemente asesinaron a miles de argentinos, obtuvieron el título general de fuerzas parapoliciales. Hubo una invasión y hubo una derrota; las autoridades hablaron de anticolonialismo y de un cese de hostilidades. Un ministro, acaso deliberadamente, arruina la Patria; se lo denomina un economista".
Borges entendía la tragedia más grande de la historia argentina desde la óptica de la teoría de los dos demonios, pero no dudaba en afirmar que los militares habían secuestrado en el marco de "un terrorismo silencioso" y practicado la tortura. La noción de que "invariablemente asesinaron a miles de argentinos" era una reafirmación de la identidad de las víctimas, reducidas a "enemigos apátridas" por el Estado terrorista.
Así fue como el anciano narrador y poeta tuvo su último gesto político aquél día de invierno. La nota la publicó la agencia EFE y, días más tarde, la reprodujo el diario El País de Madrid. Esto es lo que le generó a Borges el testimonio de Basterra, que acaba de morir.
Lunes, 22 de julio de 1985
He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo el suplicio había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas sesiones cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros enumeraba con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De este o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios; el mártir, con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita.
De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de sí mismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal.
¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió: "Somos los anunciados, los previstos, / si hay un Dios, si hay un punto omnisapiente; / y antes de ser, ya son, en esa mente, / los Judas, los Pilatos y los Cristos".
Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice.
Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el código civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer.