Fernando Solanas falleció en París, la ciudad de su exilio y el de Gardel que inventó en una de sus películas. Tenía 84 años, su biografía contuvo multitudes. Para sintetizar su legado se hace imprescindible imitarlo: recuperar viejas palabras nobles y por eso pasadas de moda para ciertas ideologías. Se fue un militante, un luchador, un creador del carajo. Un compañero, un artista comprometido que transitó muchos registros alcanzando marcas brillantes, un dirigente político que hizo vibrar al Congreso con sus catilinarias, dividiendo aguas, sin acertar siempre ni resignar coherencia.
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La hora de los hornos, que dirigió junto a Octavio Getino funciona como símbolo. Filmarla fue una proeza, ir a verla un acto de iniciación política. Se presenciaba en exhibiciones semiclandestinas, se vibraba colectivamente. El medio era el mensaje: militantes la película y el público, amucharse era la consigna. Por una vez pero para toda esta nota se recomienda leer el brillante texto de Luciano Monteagudo, publicado en la edición web de este diario.
En Los hijos de Fierro transita del documental a la alegoría, apelando a recursos de vanguardia. Para predicar en la pantalla no alcanza con tener razón, hay que condimentarla con calidad.
El exilio de Gardel, tan creativa como las mencionadas y tan distinta, logró tender un puente entre el exilio exterior y el interno, entre otros logros.
Solanas recontó añoranzas de la tradición nac & pop y la enriqueció con iluminaciones propias. Hace ya décadas entreveró en una historia al último Roberto Goyeneche y a Fito Páez, anticipando mixturas de la música popular.
Memorias del saqueo, opina este cronista (espectador asiduo y raso), completa su póker de ases, despuntando una saga de documentales urgentes. Lo mueven la denuncia, el escándalo que tanto mentaba.
El director se hace protagonista con llamativo autocontrol. Como su indignación es genuina grita poco con la cámara en mano. Da la palabra a “los nadies”, los obreros del ferrocarril, los habitantes de ciudades otrora prósperas y laboriosas transformadas en fantasmas por la entrega de YPF. Pino entra a sus casas, comparte un mate, agradece que le den helado. Más que reportearlos los induce a conversar, filo monologando, a recordar los tiempos felices. Escucha, como un compañero. No sonsaca agitado como un fiscal o un periodista mainstream.
La utopía de Solanas, casi siempre o siempre, mora en el pasado, con el Estado benefactor, en el país igualitario que construyó el primer peronismo.
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Existen tópicos cuyo uso puede derrapar al panfleto o (lo que es peor) a la redundancia. Pino gambeteaba el riesgo. Una escena de Memoria muestra una bandera argentina gigantesca, descomunal, de sueño o de fantasía, enarbolada por miles de personas en diciembre de 2001. La bandera, lo sabemos, da para un barrido o un fregado. En manos de gente común, acariciada por la cámara de Solanas, la banderaza escapa a la obviedad porque la blande el pueblo altivo, que se la banca, resiste y no se deja arrear. El lugar común cede paso a las ganas de salir del cine para romper todo o, mejor todavía, para militar.
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El final de Memoria contiene un tramo profético, mujeres de pueblo batiendo redoblantes. Dura lo suyo, Pino no escatimaba colores, tiempo, sonidos. Humo abundaba también. Plebeyas, osadas, aguerridas, toreando “al enemigo” y a la estética convencional, las percusionistas son un tableau vivant de la gesta callejera y de la bravura política de la mujer argentina. Un anticipo de la gesta feminista más reciente, la que pintó de verde calles y plazas.
Ya que estamos, vámonos al Congreso. Al gran discurso durante el debate sobre la Interrupción Voluntaria del Embarazo. Cálido y coloquial, Pino rescató un recuerdo conmovedor de la adolescencia: “A los 16 me enamoré profundamente. Ella quedó embarazada. Al tiempo desapareció. Perseguida por el miedo a la represión social terminó haciéndose un aborto clandestino. Casi muere de una infección. Lo viví, viví el pánico de esa chica. Yo no quiero una juventud con pánico”. En otro tramo imborrable reivindicó el derecho humano de la mujer al goce, exaltado por las feministas y, de ordinario, esquivo o hasta exótico al discurso político y al tonto pundonor machista.
Hablemos del dirigente político, pues.
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“Peronistas somos todos”, bromeaba Juan Domingo Perón. Solanas supo serlo también, lo que conlleva un rosario de enfrentamientos con otros peronistas. Hacer política en serio implica aborrecer. El vocabulario de Pino machacaba en “traiciones”, “despojos”, “entregas”, “desguaces” y condenaba a sus autores. Se ensañaba con los conversos, otra tradición imbatible.
Enfrentó por medios pacíficos a las dictaduras, a la derecha peronista. El menemismo lo sacó de quicio. Pasó a oponérsele casi desde el inicio, denunció corrupción, fue baleado y herido. Nunca se investigó en serio, es sencillo sospechar culpables.
Buen orador, empecinado y tenaz formó sus propios partidos, llegó al Congreso con su fuerza o en coaliciones que incluyen una efímera con la diputada Elisa Carrió.
Enfrentó al kirchnerismo tras algunos acercamientos iniciales. La puja cesó en los últimos años, pródigos en reconciliaciones entre peronistas. Olvidos, necesidad de unirse ante un adversario poderoso.
Los motivos de su encono anti K, opinables desde ya, guardan congruencia con el ideario de Solanas. La política ferroviaria, la defensa del medio ambiente, el antagonismo con el modelo extractivista. Derechos y valores que linkeaban de volea con el peronismo original, con el glorioso artículo 40 de la Constitución de 1949. De nuevo, el faro para el futuro enraizaba en el ayer, en un gran país que supimos conseguir.
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Para la síntesis en borrador baste señalar que no se equivocó contra el neoliberalismo o las dictaduras. Que el promedio le da coherencia, con picos elevadísimos.
Rayó más alto como cineasta que como referente político pero su trayectoria es única y congruente. Lo animaba un ethos opositor, acunado acaso en sus orígenes de izquierda peronista. Hay quien cree que el kirchnerismo supo reperfilar ese pasado. No fue su caso… al despedirlo sería berreta hacer centro en esa circunstancia.
Como dirigente, por ahí, incurrió en exceso de binarismo. En una de esas el modelo al que dedicó elegías se estaba agotando o era irrepetible. Como fuera, su vida despilfarró coherencia. Dio testimonio en todas sus facetas.
Pasional, hiperactivo siguió haciendo cine vocacional mientras fue legislador. Comparte con Hugo del Carril y Leonardo Favio el podio de los grandes cineastas nacional populares. Su memoria, sus alegatos, su obra, forman parte de esa identidad que revisitó, embelleció y construyó. Paladín brillante y empedernido polemista, integra desde ayer ese Panteón que ayudó a edificar.
Se lo llora ahora, sus imágenes continuarán haciendo escuela y perdurarán en las retinas de millones. Acompañadas por la más maravillosa música porque en eso también fue un maestro.