Vi La hora de los hornos tardíamente, en el exterior, durante la última dictadura militar. La película ya no era una novedad, pero estaba más prohibida que nunca. En una secuencia famosa, imágenes de un happening en el Instituto Di Tella ilustraban la voz en off condenatoria: “La guerra en Latinoamérica se libra ante todo en la mente del hombre. Entre el sistema y el pueblo se interpone una multitud de desorientadores. La violencia neocolonial se encubre también bajo formas sublimadas. La monstruosidad se viste de belleza”. El lugar que ocupaba en el relato el Instituto Di Tella, creado por mi padre, me hizo sentir incómodo durante muchos años. No dejaba de ser paradójico porque la propia película de Solanas encarnaba una vanguardia artística y política no tan diferente de la de los artistas auspiciados por el Instituto Di Tella, que también sufrió la censura de la dictadura de Onganía.
Años después, a principios de los 90, entrevisté a Solanas para un documental de la TV Pública de los Estados Unidos. Fuera de agenda, aproveché la ocasión para preguntarle por aquella secuencia. Solanas soltó una larga carcajada. “Yo iba siempre al Di Tella, éramos amigos de los artistas, hasta hicimos publicidades para SIAM Di Tella. Pero, en la película, necesitábamos mostrar cómo el colonialismo podía aparecer en los lugares más insospechados. Queríamos recordar que en una sociedad neocolonial nadie está exento de sus efectos, ni siquiera nosotros mismos”.
Solanas había dejado atrás su cuestionamiento radical de la democracia, tanto es así que dedicó el resto de su vida a pelear por sus ideales desde el parlamento. Incluso, prefería ya no mostrar más la tercera parte de la trilogía que lo hizo célebre en el mundo, titulada “Violencia y Liberación”, que terminaba con un canto a la lucha armada. Por esos mismos días en que yo lo entrevisté Solanas fue víctima de un atentado, en plena democracia. En el estacionamiento del laboratorio donde estaba editando una película, dos desconocidos, disfrazados con narices de payaso, le descerrajaron cuatro balazos en las piernas. “Si seguís jodiendo, la próxima es en la cabeza”, le gritaron mientras se desangraba en el piso. Solanas acusó al gobierno de Menem, cuya corrupción y entrega del patrimonio nacional fue uno de los primeros en denunciar. En otra paradoja, sin embargo, fue precisamente ese atentado el que reafirmó su convicción democrática. Decidió postergar sus sueños cinematográficos por la urgencia de la política.
La última vez que lo vi fue por TV, hace un par de años: su contundente alegato en el Senado a favor del derecho de las mujeres al aborto legal. Cuando se dirigió “a las chicas que están afuera” confieso que se me humedecieron los ojos. “Hablo en nombre de una Argentina que quiere acabar con todos los miedos y que no quiere una juventud reprimida”. Y agregó: “¿Por qué tenemos miedo de decir: el derecho de las mujeres a gozar? El derecho de gozar de la vida, de gozar de sus cuerpos”. Pino Solanas, siempre a la vanguardia.
* Cineasta