No me gustan los espectadores que se van antes de que termine la película. Si me quedo, no es solo para ver los créditos, puedo descubrir cosas que estaban ocultas, pequeñas codas. Eso ocurre normalmente en film que no son tan importantes ni serios, sobre todo esto último. Pero, igual así, no me gusta faltar a los que hicieron posible esa hora y media de mi vida más amena, ni perderme la oportunidad de reflexionar sobre el final.

No recuerdo quién dijo –tal vez Jane Austen– que, a diferencia del dramaturgo, para el escritor de novelas es inevitable mostrar que el final está cerca, basta para ello que el lector palpe la escasa cantidad de papel que queda en el libro. Terminar se termina siempre. Y los finales son formas de hallarle sentido a la experiencia. Me parece que la literatura tiene mucho que enseñarle a la vida. Claro que hay que saber leer.

Tengo un amigo reduccionista que sostiene que el problema de nuestra sociedad en la hora actual, es la poca capacidad de absorción cultural que tienen las clases más incluidas. “¿Qué leyeron cuando leyeron libertad, qué cuando solidaridad y –el colmo de los colmos– a qué le llaman razonabilidad? ¿Es el retorno de la prosa burguesa caracterizada por palabras como confort, utilidad, sentido común? Una prosa que no tiene héroes ni belleza. De lo útil a lo bello a través de lo verdadero, escribió Goethe, y Carlyle –sostiene mi amigo– replicó: "Goethe: el genio más grande que ha existido en un siglo, y el imbécil más grande que ha existido en tres". Entonces le pido que se calme. Creo que ha estado viendo mucha televisión últimamente, recibiendo los impactos de los que creen que pueden operar el anticipo del final.

Precipitación: s. prisa de los torpes, anotó Ambroce Bierce en su mordaz Diccionario del Diablo, antes de perderse en México, quizá unido al ejército de Pancho Villa. Hay que evitar la torpeza y la ceguera, monitorear saberes diferentes, escribir –por fin– el texto nuevo que nos permita leer con paciencia la expectativa del final.

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Por suerte uno tiene recursos a mano: leer a Frank Kermode. El viejo Frank tiene una paciencia budista. En su libro El sentido de un final, comienza por el apocalipsis –un buen comienzo paradójicamente hablando– y ya por la segunda lección nos saca la ficha: “Tenemos ansias de finales y de crisis”. Me gusta Kermode porque nos hace pensar que todo es parte de la Ficción; no hay una sola ficción –la del arte narrativo– sino varias: la teología, la ciencia, la política, son también ficciones. Entonces es pertinente tratar la cuestión del final, en lo que respecta a la realidad, con las leyes del pasado y sus complementaciones –léase nuevos paradigmas, como ocurre en la física cuántica– lo que viene a darle la razón a mi amigo cuando dice que se trata de una noción cultural la que está en juego, en los apresurados discursos con que nos bombardean los que piden pista y salen, en airosas e inextricables protestas –ilegibles– por estos días.

En suma: la creencia final debe encontrarse en una ficción.

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Puestos en el rol de lectores y en un medio –in media res– en el que hemos sido sorprendidos por un hecho disruptivo que ha exigido nombres, procedimientos, vaivenes, errores y superaciones, es decir, todo un lenguaje para recubrir una trama, lo peor que podemos hacer es leer mal el final del relato. Los que hoy exigen un anticipo del final parecen comportarse como lectores neuróticos. El apuro por terminar es una distorsión artificial –puro deseo– que no permite leer, que se niega a hacerlo.

Siguiendo a Kermode, el tratamiento de las crisis siempre renovadas en la humanidad –siempre únicas para quienes las han vivido quizá por el solo hecho dramático de estar vivos– suscitan dos tipos de respuestas cismáticas: el retroceso hacia el mito (el pasado del pasado) o la negación de la historia por el vanguardismo (suavemente anárquico). Ambas posiciones pueden ser peligrosas –hablamos de las intelectuales– si no sabemos conservar una cierta idea de orden (¿una esperanza?) organizada hacia un fin. Esto que es patrimonio de la crítica de las ficciones, exige el esfuerzo y la prudencia en el plano de la realidad –ser buenos críticos– en tanto el mundo es un conjunto de ficciones.

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Está disponible el número de Otoño de la Revista de la Biblioteca Nacional, dedicado a pensar y a discutir, a lo largo de seiscientas páginas, el destino de lo humano en esta hora. Es una publicación necesaria, múltiple y que parece viva (basta comparar los números anteriores, donde el invariable editorial de su director servía de prefacio a la reproducción o recopilación de textos literarios con muy poco material crítico). Entre esas voces elijo dos. Eduardo Rinesi, fundado en la Tragedia, nos brinda una posible lectura del final de esta crisis: “Siempre queda algo, un resto. Que no resta: que vuelve, que insiste y que nos humilla mostrándonos los límites de lo que sabemos y de lo que podemos. Hay un resto que resiste a la razón científica… y deja al mundo sin secretos. Hay ciencia y hay política, no porque ignoremos que del otro lado acecha la tragedia, sino porque lo sabemos y nos obstinamos en pensar contra ella”. Por su parte, Noé Jitrik, sin perder de vista la competencia de la literatura con otros discursos dominantes, afirma: “La literatura seguirá siendo el camino más seguro, el más limpio para seguir comprendiendo”.

Pero entre tanta digresión me he perdido un poco. Hablábamos del final ¿verdad? No esperen aquí ninguna revelación cronológica. El final de un relato pasa por descubrir el secreto. Pero también por “abordar el camino que permite entrar en otra trama”, como enseñó Ricardo Piglia.

 

A eso debiéramos enfocarnos y dejar a los que gritan en su caprichosa trivialidad incomunicada.