“Tal vez tenga que salir del país."
Estas palabras que pronunció Donald Trump hace unas semanas en Florida, cuando contempló públicamente qué haría si no lo reeligieran, deben rondarle tenazmente ahora que Joe Biden lo ha derrotado.
En efecto, apenas su rival sea inaugurado el 20 de enero del 2021, el expresidente tendrá que enfrentar un ajuste de cuentas inaudito, un espectáculo que, si utilizamos una de sus frases favoritas, el mundo nunca ha visto antes. Sin contar ya con la protección e inmunidad que su cargo le ha brindado hasta ahora, le esperan innumerables juicios por conducta fraudulenta y criminal, además de tener que pagar centenares de millones de dólares en deudas, multas e impuestos atrasados. Es decir, un porvenir aterrador, atiborrado de años de cárcel, humillaciones, pauperización.
En situaciones similares, muchos líderes corruptos han huido de sus países como único modo de escapar a la justicia. Si Trump decidiera seguir ese ejemplo, ¿habría acaso alguien que estuviera dispuesto a recibirlo?
Los aliados tradicionales de los Estados Unidos que Trump ha ridiculizado y menoscabado no eran fiables ayer y menos lo serán mañana. Y en cuanto a los hombres fuertes que admira y ha cultivado, Erdogan, Duterte, Al-Sisi, Orban, Putin, Bolsonaro, ninguno es capaz de proporcionarle seguridad a largo plazo, puesto que ellos mismos pueden también perder una elección o ser derrocados. Tampoco tendrían nada que ganar al abrir sus puertas al ex -gobernante caído en desgracia.
Sólo hay un potentado que puede ofrecerle amparo y que también precisa un favor urgente de Trump antes de que éste termine su mandato: Kim Jong-un, el dictador de Corea del Norte. “Nos enamoramos”, ha dicho Trump de su relación con Kim, mientras que sus acólitos han caracterizado las cartas que ambos se intercambiaban como “de amor”, un amor que Kim puede probar es auténtico con el solo hecho de enviar una nueva carta en que reitera su perdurable lealtad.
Trato de imaginarme el contenido de ese mensaje secreto.
Kim comenzaría por reproducir un antiguo proverbio coreano: un verdadero amigo es aquel que se presenta cuando el resto del mundo huye, para enseguida declarar que él es justamente ese tipo de amigo entrañable. Aunque le espante a Kim que Trump, invocando su control de las Fuerzas Armadas y el apoyo de tantas milicias bien equipadas, haya sido incapaz de aferrarse al poder, es probable que el astuto déspota norcoreano enfatizaría el futuro y no el pasado, citando las palabras de Trump mismo acerca de cómo salir de las derrotas como un Gran Ganador: “las peores crisis a menudo crean las mejores oportunidades para sacar beneficios”. Y es en función de un beneficio mutuo que ahora que el nieto de Kim Il-Sung habrá de ofrecerle asilo al expresidente y su familia.
A cambio de ese asilo, el Camarada Kim sólo necesitaría que Trump anunciase, junto a la inmediata retirada de las tropas estadounidenses de Corea del Sur, su decisión de levantar las sanciones contra el Norte. Y Kim, como un gesto de buena voluntad, prometería solemnemente la total desnuclearización de su territorio.
¿Cómo reaccionaría Trump ante tal propuesta hipotética?
Tendría plena conciencia, por cierto, de que Kim, tal como los servicios de inteligencia de Washington han señalado con majadera insistencia, no abriga la menor intención de renunciar a su arsenal nuclear ni a sus misiles. Pero si Trump fuera a residir en forma permanente en Corea del Norte, ¿acaso aquellos misiles y bombas no servirían ahora de un escudo, una muralla gigantesca y bella, garantizando que nadie podría exigir que Kim extraditara al fugitivo a su patria de origen para que fuera juzgado?
Y, por supuesto, la legendaria perspicacia empresarial de Trump sería muy apreciada en Corea del Norte, que tiene, después de todo, algunos de los bienes raíces más valiosos de la Tierra, ubicados entre China y Corea del Sur, con playas y valles vírgenes, vastos recursos y mano de obra barata, y sin jueces entrometidos ni fanáticos y molestos ecologistas. Y sin regulaciones para bloquear grandes inversiones de oligarcas y petro-jeques rusos. Casinos, hoteles, rascacielos, complejos turísticos, las torres Trump-Kim, como en un cuento de hadas para billonarios. Y para que ese cuento termine de una manera feliz, Trump puede soñar con el Premio Nobel que apetece desde que se lo dieron a Obama. Un galardón que no le podrán ya negar, al haber logrado una paz duradera en esa península díscola y belicosa que tanto ha eludido a sus predecesores.
El viaje sorpresivo de Trump a Corea del Norte le brinda, además, otra ventaja. Nada debe estar perturbándolo más que estar presente cuando a Biden lo inauguren, que sea su contrincante que tanto desprecia el centro incesante de la atención. Al aterrizar en el Reino Ermitaño de Kim en el momento preciso en que Biden y Harris juran cumplir con la ley y la Constitución en Washington, Trump puede agenciarse la fascinación global y el asombro de la humanidad, recibiendo la cobertura mediática que anhela y un público planetario que rompe todos los ratings registrados en los anales de la televisión.
Con las cámaras y ojos del mundo observando obsesivamente ese encuentro "legendario e histórico", ese momento en que los dos hombres se abrazan en Pyongyang, será sin duda una prueba contundente del vínculo entre ambos que Kim ha descrito como "de una película de fantasía".
En la escena final de esa película de fantasía que ahora imagino, el tirano de Corea del Norte podría bien saludar a su invitado como si fuera su hermano, repitiendo palabras una vez dichas por su venerable padre, Kim Jong-Il:
"Cuando hay problemas en casa", el presidente Kim Jong-un le dirá al tránsfuga y traidor que una vez pensó que era invencible e invulnerable, "es prudente tener amigos en otro lugar".
* Autor de La Muerte y la Doncella. Sus últimos libros son el ensayo, Chile: Juventud Rebelde y la novela, Allegro.