Resulta inevitable acudir a analogías aviarias: durante un buen tiempo se temió que Rock or Bust terminara siendo el canto del cisne de AC/DC. Y de pronto, con todos los pronósticos en contra, la banda australiana resurgió como el ave fénix. Las pruebas están en Power Up, el disco que aparece el viernes 13 de noviembre, una colección de doce canciones que puede ser entendida como un milagro de cuernitos en la frente. Un milagro contagioso.
El recuento es necesario. La primera caída no fue precisamente menor, porque Malcolm Young, fuera del juego por demencia, no era solo el guitarrista rítmico de AC/DC sino una usina de riffs, un socio necesario para su hermano Angus, chispa necesaria para el motor de alta cilindrada que supone el quinteto. La gira de presentación de aquel disco de 2014 no pudo contar con el baterista Phil Rudd, enredado en graves problemas con la ley por ciertas sustancias y una amenaza de muerte a un operario que había realizado trabajos en su casa. El “sobrinito” (un sobrinito de 63 años) Stevie Young tomó la posta de Malcolm, y el viejo conocido Chris Slade ocupó el lugar de Rudd. Pero los problemas no se detuvieron: al borde de la sordera, Brian Johnson debió retirarse de la escena, dando pie a una explosiva combinación de AC/DC con Axl Rose en los últimos shows. Y sobre el final del tour, el bajista Cliff Williams anunció que había decidido jubilarse.
Está claro que AC/DC perderá total entidad solo el día que no esté Angus, pero tampoco puede hacerlo todo por la suya, ni es lo único que la legendaria agrupación tiene para ofrecer. Claro que el menor de los Young puede vestir uniforme escolar pero es a la vez el CEO de esa corporación llamada AC/DC. Y mientras el mundo del rock ya hablaba en pasado –enjugando una lágrima-, el jefe movió los hilos, hizo sonar teléfonos y consiguió lo impensado: el regreso de un AC/DC clásico, con todos (los que respiran) adentro. Johnson se calzó un audífono especialmente diseñado para él, Williams archivó los papeles de Anses, Rudd destrabó su situación y allá fueron todos, entre agosto de 2018 y comienzos de 2019, al Warehouse Studio de Vancouver. El disco de estudio número 17 iba a ser realidad. Hablemos de resiliencia.
El pasado 7 de octubre, en el preciso momento en que sonó “Shot in the Dark”, todo volvió a estar en su lugar. Los eternos repetidores del sonsonete “AC/DC hace siempre lo mismo” volvieron a la carga, y aquellos que escucharon la “acusación” volvieron a afirmar enérgica y orgullosamente con la cabeza. Sí, AC/DC hace siempre lo mismo. No, nadie quiere que AC/DC experimente y haga un álbum de acid house. Porque el quinteto atravesó todas las tragedias y contratiempos, y vuelve en 2020 y en 41 minutos demuestra que sigue siendo eso por lo que se la ama: una soberbia banda de rock, en las cumbres de toda la historia, capaz de encender el ánimo en dos compases.
Todo está ahí: el golpe calculado pero poderoso de Rudd y la pared de bajo en negras de Williams, las guitarras entretejidas de los Young, los coros de bar roñoso que se adaptan perfectamente a un gran estadio y el gruñido de Johnson, a quien ya nadie le pide que se le comprendan las letras y que en el arranque del segundo single “Demon Fire” mete la voz más cavernosa de todo su historial. Cuando el recorrido comienza con “Realize” y los parlantes empiezan a sudar frío, solo queda la irracional alegría de reencontrarse con viejos amigos que no han perdido ni un gramo de músculo, que suenan como solo ellos pueden sonar.
De eso se tratan pasajes como “Rejection”, “Witch’s Spell” o “Money Shot”, ese midtempo que AC/DC maneja a la perfección, con Angus & Stevie dibujando en el aire como invitación a la base en que se asienta el edificio. Hay que estar muy seco para no dejarse llevar por el bajo bien al frente de “Wild Reputation”. Hay que caer en un ánimo demasiado racional para detenerse en similitudes con el pasado en cosas como “Demon Fire”, ejemplo de lo que pasa cuando la banda decide meter la quinta y pisar, con uno de esos riffs magnéticos que producen el efecto acedecé: una banda de hard rock que se puede bailar.
Pero PWR/UP –el otro título con el que se publicita el regreso- también deja caer algunos otros matices. Allí está “Through the Mists of Time”, más cerca de la canción que del brote eléctrico, con cierto aire autobiográfico en una letra que parece repasar tantos años intensos y regala otro estribillo contagioso. O el ralentado tempo de “No Man’s Land”, con un aire Back in Black, o “Code Red”, despedida relajada –siempre en los términos de AC/DC- para cerrar un disco impecable.
Aunque esta vez sí sea lo último que haga, Power Up no solo significa el regreso de una bestia que se daba por extinguida. “Así como Back in Black fue un tributo a Bon Scott, este disco es un tributo a mi hermano Malcolm”, le dijo Angus en octubre a Rolling Stone (de hecho, todas las canciones llevan la firma de los hermanos de sangre y de seis cuerdas). La explicación es mucho más creíble que la típica suposición de que “lo hacen por la guita”: con todo lo hecho en 47 años de carrera, está claro que las motivaciones de AC/DC no pasan por el dinero.
Lo que hay en PWR/UP no es una música tocada de taquito y sin convicción, son cinco tipos que a pesar de todo y de tanto siguen movidos por la pasión. Porque sí, AC/DC es una corporación manejada por un tipo áspero con uniforme de colegial, y el regreso al redil debe haber involucrado unas cuantas negociaciones de las que mejor ni enterarse. Pero sobre todo, ante todo y cada vez que los espíritus audaces se animan al volumen en 11, es una de las bandas más poderosas y queribles de la historia del rock. Los tipos que vuelven a contar cuatro y hacen hervir la sangre. Y que sí, hacen siempre lo mismo. Y qué importa.