El nieto de la sobreviviente Ella Mayer -que trabajó como enfermera en el hospital judío de Hamburgo hasta bien entrada la guerra- se propuso un gran desafío literario: escribir una novela sobre la vida del “arquitecto del Holocausto” durante los diez años que vivió en Argentina, desde que llegó en 1950 bajo el nombre falso de Ricardo Klement, hasta que fue capturado por el Mossad en 1960. Del escritorio del nazi Adolf Eichmann salió dos veces la orden para deportar a la bisabuela del escritor Ariel Magnus. Su abuela Ella siguió a la madre para contrarrestar esas órdenes primero a Theresienstadt; después fueron deportadas a Auschwitz, donde Mengele la separó de su madre. Cuando Ella quiso seguirla incluso a la cámara de gas, el jerarca nazi le dio una patada en la cara que la desfiguró para siempre. Ella logró sobrevivir a la evacuación a pie de ese campo de concentración. El desafortunado (Seix Barral) es la patada más formidable que Magnus propina a Eichmann, a quien define como “un mediocre que llegó demasiado lejos”.
Magnus (Buenos Aires, 1975) llegó a Mülheim el pasado 25 de septiembre, invitado por un año como escritor en residencia. “No pude salir enseguida porque… ¡me perdieron el test que me había hecho en el aeropuerto!”, cuenta el escritor desde esta ciudad alemana que está situada a orillas del río Ruhr. “Llegué justo a ir a Berlín a ver a mis hermanos que viven acá, ahora me toca quedarme en casa. Pero es un caserón espectacular con una biblioteca soñada, podría hacer un confinamiento de diez años sin problema...Una cosa que me sorprendió al llegar es que los alemanes respetaban las reglas mínimas de combate contra el covid menos que en la Argentina; la sensación era que estaban en cualquiera. Y así fue: un par de semanas más tarde los números se fueron al carajo”, agrega el autor de La abuela (libro en el que aparece Ella Mayer), Un chino en bicicleta (Premio Internacional de Novela La Otra Orilla 2007), Muñecas, Cartas a mi vecina de arriba, Ganar es de perdedores y otros cuentos de fútbol, y la más reciente El aborto (una novela ilegal), entre otros títulos.
En el epílogo de El desafortunado aparece el padre del narrador, aunque Magnus aclara que “es y no es” su padre. “El epílogo es una mezcla de realidad y ficción igual que la novela. Mi padre real la leyó y le gustó, y está especialmente orgulloso de que se esté traduciendo a varios idiomas”, revela el escritor en la entrevista con Página/12.
-En el epílogo de la novela el padre del narrador considera que “así como fueron los judíos quienes encontraron y ajusticiaron al que en su opinión era el mayor criminal de todos los tiempos, quizá no fuera del todo paradójico ni errado que también fuera un judío el que se encargara de capturar al personaje y condenarlo en la ficción”. ¿En qué sentido pensás que la ficción es una condena para Eichmann como personaje?
-Desde que empezó su huida, y aun desde antes, Eichmann fue creando su propia ficción sobre lo acontecido. En la novela cuento las puntas que fue tirando para ocultar su paradero, y los cuentos que se hacía a sí mismo y al resto para convencerse de que él no tenía culpa en lo sucedido. A un mitómano de este calibre no le hace mucha mella que se lo confronte con evidencia contraria, porque sigue dominando su discurso. Condenarlo a una ficción ajena, en cambio, es dejar expuesta la propia, desarticulándola con sus propias armas. Así es como pierde el control sobre su historia, el último atisbo de poder que le quedaba, y queda enclaustrado, para siempre, en el relato de otro. Y queda él entero, no algo que se dice sobre él, porque mientras que un ensayo o biografía habla sobre Eichmann, dentro de la lógica de una novela se encuentra Eichmann mismo.
-¿Qué desafíos implicó escribir sobre el “arquitecto del Holocausto”? ¿Lo más complejo e incómodo fue tratar de ahondar en un personaje casi imposible?
-Lo más incómodo fue meterse en la cabeza de ese tipo a través de sus escritos, entrevistas, interrogatorios y declaraciones, algunos ni siquiera traducidos ni aun publicados. Su lógica desquiciante y asquerosa me ha llegado a quitar el sueño. Pero es un trabajo indispensable si uno quiere evitar el lugar común. Evitarlo no por ser original, sino porque está equivocado y no sirve. La ficción, con la necesaria empatía que genera por el procedimiento de la verosimilitud, y porque eso es por lo general lo que busca un lector en una novela, nos permite acercarnos al monstruo desde una perspectiva inaccesible a cualquier otro género. Pero humanizarlo no lo aligera, al contrario, lo vuelve mucho más inquietante e interpelador.
-Hay una escena muy interesante, el encuentro de Ricardo Klement con Perón, que desmonta, desde la perspectiva nazi, el supuesto nazismo de Perón. Aunque toleró el salvataje de los criminales nazis, Klement lo ve a Perón como un pragmático que había creado una organización judía propia, mientras que él o Hitler son los “idealistas”. ¿Por qué querías incluir esta cuestión en la novela? ¿Para desmitificar o desmontar el mito de Perón nazi?
-Lo que quería incluir en la novela, por sobre todas las cosas, era la mirada de un nazi sobre la Argentina de aquel momento y por lo tanto también sobre el peronismo. En esa escena en especial se nota, quizá con mayor claridad que en ninguna otra parte, cómo cambiando el ángulo caen estrepitosamente los clisés. Eso que piensa Eichmann sobre Perón no está documentado, pero deriva de su forma de concebir el nazismo. Ahí queda en evidencia el grado y el cariz de su fanatismo, y de paso se corrige una acusación contra Perón insostenible en el sentido estricto del término nazi, que siempre implica el antisemitismo más feroz.
-Continuando con la cuestión del peronismo y cómo le impacta a Eichmann el golpe a Perón, el narrador de la novela se pregunta: “¿Por qué todos los vencedores cometían el mismo error? ¿No se daban cuenta de que al humillar a una persona tan popular humillaban a buena parte del pueblo? Esa revolución, llamada libertadora, iba a terminar siendo el tratado de Versalles de la Argentina, supo Klement de inmediato”. Este planteo, ¿es una hipótesis ficcional de Ariel Magnus sobre cómo Eichmann vivió la virulencia contra el peronismo, o pertenece al ámbito de la documentación y libros que leíste sobre Eichmann?
-Eichmann no habló nada sobre el peronismo y muy poco sobre la Argentina, de modo que, en efecto, es una hipótesis ficcional, siempre a partir de lo que sí habló de otros temas. Así está construida toda la novela: por un lado, el marco histórico, al que me atuve a rajatabla, y, por el otro, el marco -digamos- teórico que surge de los testimonios de Eichmann. En todo momento se piensa desde su perspectiva, eso es lo que hizo interesante la escritura y espero que también la lectura. Esto llega al punto de calcar textual partes de sus escritos, como sus odas a la naturaleza, o cuando dice que los hombres han hecho todo mal y es hora de entregarle el mando a las mujeres.
-¿Eichmann sería un nazi antipatriarcal y feminista? ¿Es posible esa “lectura” o te parece muy forzada?
-Me parece que no va por ahí esa declaración, sino más bien por el lado de sacarse culpa. La gran tarea que se impuso Eichmann después de la guerra, y que plasmó en varios escritos -que fue quemando y reescribiendo sucesivamente, incluida una novela, se supone, cosa que no dejé de usar en la mía, naturalmente-, fue delegar su culpa, algo que lleva al paroxismo de atribuirla a la mala suerte por el gobierno para el que le tocó trabajar. De ahí el título irónico de la novela. Decir que los que fracasaron fueron los varones y que por eso ahora es el turno de las mujeres no es más que una estrategia para delegar su culpa personal en todo su género. Que además tenga razón es otra cosa...
-En un momento de la novela aparece Mengele, traumado por el recuerdo de tu abuela, de esa mujer a la que salvó cuando le dio una patada en la cara. ¿Qué vínculos o conexiones podés establecer entre La abuela y El desafortunado? Para intentar explorar los bajos fondos del pensamiento de un nazi como Eichmann, ¿hay que escribir antes sobre las víctimas y los sobrevivientes y después sobre los criminales y genocidas?
-Bueno, claro que no, aunque puede servir de escudo. Igual es siempre problemático, porque el moralista te pregunta "¿y por qué escribir ficción sobre Eichmann?" Es un monstruo, tuvo su merecido, listo, olvidémoslo, o a lo sumo resaltemos su monstruosidad. Pero esa mirada comporta el riesgo de nunca entenderlo cabalmente. La ficción lo acerca como ser humano, y eso es lo que fue Eichmann y será el próximo Eichmann, mal que nos pese. En cuanto a la aparición de mi abuela en esa escena, que cita la escena paralela en la novela de (Olivier) Guez sobre Mengele, se adelanta al epílogo, donde usé su figura para de algún modo limpiar el libro de la presencia nefasta de su personaje central. Hacer que Mengele quede traumado con mi abuela es una forma de vengar los traumas que le propiciaron a ella él y los suyos.
-Aunque la palabra empatía es problemática, la novela empieza con Ricardo Klement desesperado buscando flores para Vera, su esposa, que llega a Buenos Aires justo un día después de la muerte de Evita. “El arquitecto del Holocausto” es un hombre enamorado de su mujer, es un padre preocupado por sus hijos. ¿Cómo tramitaste la cuestión de la empatía durante la escritura?
-Me atuve a la maravillosa cita de Bettina Stangneth que abre el libro, según la cual sentir empatía, aun por alguien como Eichmann, no es algo malo; al contrario, es lo que nos diferencia de él, que era incapaz de sentirla por sus semejantes. En cuanto a su relación con su esposa y los hijos, lo importante para mí era retratar cómo intenta narrarle su historia a su familia un hombre que no la ha visto por demasiado tiempo y que a su vez ha perdido todo el poder político que tenía. A través de esa relación, que es de poder, salen a la luz todas sus frustraciones de megalómano caído en desgracia. Y se va mostrando cómo el final se cierne sobre él y cómo en algún punto él buscó ese final, harto de llevar una vida intrascendente en un país alejado.
-“Nada más difícil de entender que el pasado cuando ocurre en el mismo lugar que nuestra vida actual, incluido el pasado propio”, dice el narrador en primera persona hacia el final de El desafortunado. ¿Escribiste la novela en la Argentina o en Alemania?
-En la Argentina. Y a pocas cuadras de donde ocurren los hechos. Fue también una de las circunstancias que me motivaron a escribirla. En el barrio donde me crié, Florida, Eichmann grabó las entrevistas donde expuso su verdadero pensamiento, ese que luego ocultó en Jerusalén. Por eso sus años en la Argentina son fundamentales para entender no sólo cómo pensaba sino también cómo armó su estrategia de defensa. Realmente creía que podía zafar y eso tuvo que ver con el núcleo rancio de nazis que se armó después de la guerra en torno a la editorial Dürer en la zona norte de Buenos Aires.
-“Si el sueño de la razón cría Eichmanns, su vigilia tiene que poder explicárnoslos”, dice el narrador en diálogo con esa Gertrudis que se adivina amasada con la harina de la ficción. Después de la escritura de El desafortunado, ¿qué lograste entender sobre Eichmann o el nazismo que antes no entendías?
-Logré entender su lógica, cosa que paradójicamente me tranquiliza. El problema está en los axiomas de los que parte y nunca pone en duda, como que dos razas no pueden convivir en un mismo país (sin siquiera hablar del concepto de raza). Una vez fijado eso, que ni se discute, como si fuera una verdad revelada, todo se acomoda y resulta bastante razonable. La novela es un ejercicio constante de pensar la realidad cotidiana a partir de esos axiomas con el objetivo de que en algún momento logre convencernos. Ese ejercicio permite entender que no eran idiotas, o que tomándolos como tales va a ser difícil vencerlos.
-El desafortunado pone en tensión y cuestiona “la banalidad del mal” esgrimida por Hannah Arendt, ¿no?
-Lo que cuestiona es precisamente la idea de que Eichmann era un descerebrado. Mi impresión es que Arendt, con su tremenda inteligencia, demuestra su desprecio por Eichmann presentándolo como lo que más repulsa le da, que es la idiotez. Harry Mulish no está muy lejos al concebirlo como una máquina, porque las máquinas no piensan. Aunque los dos libros de esos autores me fascinan, prefiero seguir una vez más a Bettina Stangneth, que pinta a Eichmann como una persona bastante sagaz, que no por nada logró escapar tanto tiempo. En el fondo, eso es lo que más asco nos da de él. No era un psicópata desatado como Mengele, un tipo que con sus propias manos destrozaba cuerpos humanos, sino un criminal de escritorio, para colmo bastante razonador. Un aborto de nuestro más querido instrumento de justicia.