Aquello que está más allá de lo que mostramos, lo que no se ve de nuestras vidas, suelen ser imágenes o voces en misteriosos escenarios privados donde nuestra interioridad se abre bajo una extraña luz. Los sentimientos imposibles de aclarar con palabras son nuestros compañeros inasibles en esa vida oculta que llevamos. La vamos portando como una habitación más de la casa, portátil, portentosa y tenue, resonante, invisible e inaudible a los otros, ambigua por no definirse entre ser una presencia constante o una ausencia absoluta. Es indudable que tenemos una vida interior cuando no sabemos si estamos excesivamente acompañados o dramáticamente solos. En verdad, lo que llamamos “nuestro interior” es un fragmento de vida que escapa a la conciencia y no es nada claro vislumbrar si pertenece más al pasado que al presente, o al futuro.

Un murmullo que me va pensando pero no me resuelve las dudas prácticas; lo que quedó de una conversación (¿es un residuo descartable o la clave decisiva?); el registro involuntario de la fachada de un lugar al que solemos entrar (¿es un tilde mental o el paso esencial para despertar la imaginación?); un rostro perenne captado en su gesto (¿o acaso condensa otros gestos que serían los relevantes?); registros que hacen ecos unos sobre otros (¿estarán creando algo o serán sólo automatismos inútiles?). Un abismo con la realidad marcando el perímetro de un espacio que contiene las pistas de una dedicatoria a otro.

¿Qué beneficios nos otorgará este espacio de interioridad? ¿Necesitará de un correlato en el espacio arquitectónico exterior? ¿Tendrá alguna función en la transformación de lo que sentimos, quizás de lo que creemos pensar y hasta incluso de lo que vivimos?

En 1916 Sigmund Freud da un ejemplo, según él, muy frecuente de las ventajas “internas” que le procuran al yo el hecho de refugiarse en la neurosis: “Una mujer a la que su marido maltrate y explote sin consideración alguna se refugiará en la neurosis cuando a ello ayude su constitución, cuando sea demasiado cobarde o demasiado honrada para mantener un secreto comercio con otro hombre, cuando no sea bastante fuerte para desafiar los prejuicios sociales y separarse de su marido, cuando no experimente el deseo de rehacer su vida o buscar un marido mejor y cuando, además, la impulse a pesar de todo, su instinto sexual hacia su verdugo”. 

Agudas observaciones que lo llevan a concluir genialmente: “La neurosis constituirá para esta mujer un arma defensiva y hasta un instrumento de venganza. De su matrimonio no le estaba permitido lamentarse y, en cambio, de su enfermedad puede hacerlo”. Para Freud, el sufrimiento neurótico tiene dignidad de enfermedad y así debía tratarse.

 

Me preguntaba en qué lugar de reunión se habrá pergeñado esa venganza contra el otro, con sus detalles y estrategia. ¿En qué espacio se encontraron y confundieron la excesiva cobardía, o la honradez, la debilidad para enfrentar prejuicios y el impedimento para ilusionarse con un cambio de vida? ¿Dónde se tramó la metamorfosis del instinto sexual en ánimo de venganza? ¿En qué interioridad silenciosa del yo y cuánto tiempo habrá llevado la subversión del sufrimiento y sus sentidos?