La obra de Eduardo Coutinho (1933-2014) es, sin discusiones posibles, una de las más relevantes e influyentes del cine documental brasileño y mundial de las últimas décadas. Una filmografía que comenzó a finales de la década del '60 con un par de largometrajes de ficción, universo que el cineasta nacido en San Pablo abandonó rápidamente para concentrarse en el cine de lo real. Antes de eso, la filmación de uno de sus títulos más emblemáticos, Cabra marcado para morrer, y su incipiente carrera como cineasta fueron abortadas por el golpe militar de 1964. El metraje de Cabra se recuperó quince años después y el film, con material nuevo rodado a finales de los '70, fue finalmente estrenado en 1984. Fue una de las muchas resurrecciones y mutaciones de Coutinho como autor cinematográfico, quien continuó activo durante toda la década del '90. El lanzamiento de Edificio Master (2002) puso su nombre en alta circulación internacional, lo que marcó el inicio de una última etapa creativa, tal vez la más fructífera, rica y profunda de todas ellas.

Banquete Coutinho (ver crítica aparte), el film dirigido por el también paulista Josafá Veloso –que la plataforma Mubi acaba de estrenar con su título internacional, A Treat of Coutinhorecorre la obra del director de Jogo de Cena y O Fim e o Princípio a partir de una conversación íntima y un uso inteligente de fragmentos de largometrajes del realizador. Todo comienza con una breve y memorable entrevista a una niña, una charla en la cual se habla de Dios. Es la escena que cierra Últimas Conversas, film póstumo de Coutinho estrenado en 2015, cuyo montaje fue terminado por algunos de sus colaboradores y amigos. “Me parecía interesante comenzar mi película con el final de otra. Que es, a su vez, el final de toda una obra”, afirma Josafá Veloso en comunicación con Página/12. “Asimismo, al investigar sobre Walter Benjamin, un filósofo que Coutinho admiraba mucho, descubrí que este tuvo a un maestro que afirmaba que, en el inicio del mundo, el nacimiento del lenguaje era como un juego infantil”.

Veloso, que estudió la carrera cinematográfica en la Escuela de San Antonio de los Baños, Cuba, afirma que fue allí, durante las últimas clases de un taller, cuando pensó en la idea de la película. “Era más joven y, en algún punto, había cierta ingenuidad, un impulso juvenil”. Tiempo antes, el futuro documentalista había participado de un curso dictado por Coutinho. “Además, miré todas las películas que había hecho hasta Peões (2004). Fue un impacto muy grande a nivel formación, era un cine que nunca había visto, de una potencia humana y ética muy fuerte”. Unos años más tarde, Veloso decidió que era hora de poner manos a la obra, “en parte por el interés en su cine, en parte para ir aprendiendo y comprendiendo qué es hacer un documental. Lo llamé a Coutinho y le propuse encontrarnos. Creo que sintió que yo necesitaba hacer la película. Es un cineasta de la palabra, de la conversación, y me preparé casi dos años antes de encontrarme con él junto con la cámara. Fue un desafío, pero estaba preparado intelectualmente para el encuentro y también abierto a que la conversación se diera naturalmente".

-La entrevista, que recorre toda la película, comienza con un Coutinho un poco reticente, aunque luego se suelta por completo. ¿Se trató de un único encuentro o fueron varias las visitas?

-Fue una única entrevista, que se trasformó en la base de Banquete Coutinho. Aunque tuve la posibilidad de seguir filmando, no sentí que fuera necesario: la fuerza de ese único encuentro fue mayor a la idea de volver a encontrarnos y hablar de algún tema puntual. Fue una conversación de unas tres horas en total. Es cierto que al comienzo él estaba malhumorado, irritado incluso. Coutinho no era una persona que hablara mucho de su condición y es casi un milagro que se haya abierto tanto, a flor de piel. Vale la pena aclarar que la película se hizo con apenas dos personas más, un equipo incluso más franciscano que los que solía utilizar Coutinho. La intención era obtener cierto tono de intimidad. Lo bonito es que casi no nos conocíamos. No éramos amigos. Fue un encuentro de dos desconocidos, uno de esos encuentros que ocurren o no ocurren. Y donde todo puede suceder.

-Pasaron siete años desde el rodaje de esa entrevista hasta el estreno mundial de tu película en el Festival de Curitiba, Olhar de Cinema. ¿Qué ocurrió durante todo ese tiempo?

-Banquete… comenzó de manera totalmente independiente y trabajé durante dos años en un corte original que duraba casi tres horas. El paso del tiempo sirvió para dos cosas. Por un lado, conseguir dinero para llegar a la versión final y pagar los derechos del material de archivo. Por el otro, para tener un productor. En el camino, la película maduró estéticamente.

-Además de dirigir la película, también escribiste la banda de sonido.

-Toco la guitarra y el violín, pero no soy un compositor con mucha experiencia y para la película quería una música sinfónica. Encontrar los instrumentos adecuados y un equilibrio sonoro fue esencial y eso también llevó tiempo: escribir, grabar, etcétera.

-¿Qué representa Coutinho para el cine documental?

-Era un maestro. El suyo es un cine del cual nosotros, los documentalistas, podemos aprender mucho, en particular cuando hablamos del encuentro con los diferentes o de la puesta en escena a la hora de filmar a una persona real. Algo importante que no dije es que Coutinho murió en medio del proceso de realización del film. Fue en 2014, de una manera muy trágica. Eso hizo que pensara que la película debía ser algo para la posteridad. No como homenaje en un sentido estricto, pero sí para tratar de mostrar lo esencial de su persona y su obra. Eso fue casi una obsesión: mostrar la esencia de la estética de Coutinho. Es interesante, porque era un cineasta que no hablaba de sí mismo de manera directa, pero sí lo hacía a través de los otros. Era muy reservado, realmente, y creo que puede advertirse la tragedia del hombre. Siendo que su cine es sobre la palabra, Eduardo Coutinho es una figura importantísima para conocer Brasil y el idioma portugués.

-Tal vez haya sido el mejor entrevistador en la historia del cine.

-Sin dudas, era un entrevistador increíble. Y es interesante porque la entrevista es algo básico en el cine documental, pero ese artificio tan común y corriente él lo usaba de una manera totalmente distinta. No se preocupaba por el contenido sino por la manera de narrar, de transmitir la poesía de la expresión, de las palabras. Algo que no es del todo racional. La palabra es la esencia misma de la persona delante de la cámara. Los documentales, en particular los que tienen una mirada de izquierda, tienden a ser compasivos con los entrevistados. Pero Coutinho nunca trabajaba con culpa, algo que suele ocurrirnos cuando tocamos ciertas cuestiones sociales. Esa es una diferencia muy interesante: en el momento de la entrevista, su producía una igualdad temporal, un encuentro entre diferentes -y cuanto más diferentes, mejor- que permitía una utopía de fraternidad que duraba algunos minutos. Es algo muy bonito eso de que, a pesar de esa transitoriedad, el hecho de que la charla esté filmada hace que quede grabada para la eternidad.

-En un momento se habla del concepto de “hacer siempre la misma película”. ¿Cree que ese es el caso de Coutinho?

-Es básicamente una provocación. Fue una manera de parafrasear y citar frases e ideas de Coutinho y de los autores que él leía, como Benjamin y Lacan. Es siempre la misma película pero, al mismo tiempo, son todas diferentes. Es una proposición del propio Coutinho de la cual fui simplemente el mediador. Mi subjetividad no es importante y la obsesión fue mirar toda su obra a partir de los ojos de Jogo de Cena, un momento de transición absolutamente radical en su filmografía. Esa es una película que resignifica no solamente el futuro de su obra sino también su pasado.

-A pesar de trabajar con la materia de la realidad, siempre hubo en el cine de Coutinho una fuerte idea de representación.

-Sí, claro. Lo real del encuentro es siempre una verdad. Pero las estrategias de Coutinho tienen que ver con la posibilidad de la fabulación, de catalizar todo de una manera poética. No se trata de que una película sea sobre la clase media, las mujeres o los pobres. No hay “asunto”. Lo que hay delante de la cámara es la existencia singular de las personas. Era un gran documentalista y un gran “ficcionalista”. Un gran cineasta, en suma.

-¿Fue difícil hallar la estructura de la película?

-El guion se fue elaborando junto con el montaje. Intentamos juntar temáticas, rimas poéticas, repeticiones de gestos y asuntos. Los montajistas fueron esenciales para tener un poco de distancia y hallar la película que buscaba. Fue un proceso muy doloroso porque intenté que los diferentes archivos generaran una poética sin reglas. Al comienzo, Banquete Coutinho era más barroca, pero al final resultó claro que el objetivo era encontrar mi propia película al mismo tiempo que la de él. Intenté construir una suerte de tragedia, donde las cuestiones de la vida, la muerte y la metafísica estuvieran presentes de una manera sutil. Lo más importante era destacar esos temas, además del paso del tiempo.

-Hay algo desesperado en la relación de Coutinho con sus películas. En un momento admite que, de no tener un proyecto en la cabeza, no le quedaría prácticamente nada.

-Sabía que iba a encontrar eso en él, porque ese malestar existencial era su punto de partida. Esa cosa angustiante era lo que lo llevaba a hacer películas. Necesitaba del otro como si fuera un alimento. Siempre me acuerdo de una frase de Deleuze: el acto de creación es una necesidad. La obra de Coutinho nació de una necesidad vital. Coutinho no separaba la vida de la muerte, para él eran la misma cosa.