“Se acabó el cafecito de parado, jefe, ya se puede sentar en la vereda. Pero si prefiere su mesa de siempre, frente a la ventana, también puede. Venga pase, así charlamos otra vez como se debe, y no de apuro y de dorapa. Dele, pase, no sea chantapufi.”
Osvaldo, el mozo me recibe alborozado, y no puedo resistir su invitación porque además agrega el “chantapufi”, que suena como un desafío a seguir recordando palabritas caídas en desuso.
--Regio --respondo sin dudar, y me acomodo rápido en la silla antes de que Osvaldo se incordie, mientras veo que se aleja hacia el mostrador caminando con dificultad.
--Le aviso que ahora no entregamos más menú, aunque usted es un mamerto, y siempre pide lo mismo. Ahora tiene que escanear con su celular el código QR, esa calcomanía que parece un laberinto y que está pegada en su mesa.
Eso sí, espero que tenga un celu como Dios manda, porque acá viene gente mayor con celulares más antiguos que nuestras palabritas, y otros que son duros de entendederas y no dan pié con bola. Este mozo, que no es ningún bobalicón, les tiene que dar una mano. Y después se toman el piróscafo sin dejarme ni unas chirolas. Son todos coditos de oro. Si me dieran cinco guitas por cada vez que enfoco ese cuadradito negro, ya tendría más biyuya que el Onassis.
Pero, como le decía, usted es un aburrido que siempre pide lo mismo. Un cortadito mitad y mitad, a veces una medialuna o, como exceso, una Coca light, así que no necesita escanear un soto. Lo que le voy a decir son los nuevos precios, no vaya a ser cosa que cuando le traiga la dolorosa, me saque vendiendo almanaques:
Coca Cola de lata 160 pesos, café chico 140 pesos, café en Jarrito, 155 pesos y medialuna de grasa o manteca, 25 pesos. ¿Qué talco?
--Epa Osvaldo ¿dónde se cree que estamos?, ¿en La Biela? ¿Cómo van a cobrar 140 pesos un cafecito en este boliche de morondanga?
--¡No sea poligriyo! Pero la verdad es que tiene razón, me parece que al trompa se le fue la mano. Quiere recuperar en un mes lo que perdió en siete. Y no acepta ningún chamuyo en contra, es un cascarrabias. No quiero pensar lo que van a ser los precios en la costa. Este año este mozo no se podrá ir ni un “wikend” a Las Toninas.
--Finíyela Osvaldo, déjese de escorchar, usted siempre medio alunado. Al final llora la carta más que su trompa, sus quejas me van a sacar canas verdes. Y además lo veo con dificultades para caminar. ¿Otra vez el lumbago?
--No, peor. Esta vez no es el lumbago lo que me tiene pachucho. Si tiene diez minutos le cuento, pero no me apure porque me hago humo y lo dejo en ascuas.
--Dele Osvaldo, largue el rollo pero sin zaraza. Hagalá cortina. Dele.
--El lunes pasado, a las seis de la mañana, me dio un dolor en los riñones que me dejó patitieso. Como pude me levanté y me fui a la guardia del hospital, creyendo que tenía un cólico de esos que me agarran de vez en cuando y que me dejan frito.
Pero se la hago cortina, como usted pidió. No era eso. ¿Sabe qué era, usted que es Don Sabiondo?
--No sé Osvaldo, y no me haga sulfurar, dele, cuente hombre, cuente.
--Cuando el médico me lo dijo casi me da un patatús. El tipo dijo que lo que yo tenía era un “Erpezoster”. Jamás en la vida había escuchado esa palabrita, y creí que espichaba en días. Como habrá sido mi caripela que el galeno enseguida me aclaró: “Es lo que se conoce como Culebrilla”. Le juro por el Beto, mi hijo, que me volvió el alma al cuerpo. Erpezoster no tenía ni idea pero la culebrilla la conozco de purrete. El tordo me recetó unas pastillas, “retrovirales” se llaman. Pero yo ya sabía lo que tenía que hacer.
--Me hace reír, Osvaldo, al final Don Sabiondo es usted.
--Pero digamé, Pajarón ¿quién que tenga un poco de yeca no lo sabe? Lo charlé con Olga, mi señora, y nos acordamos de Doña Amalia, la curandera de Laferrere, el barrio donde crecimos. Ella se murió, pero su nieto aprendió las artes y cura el empacho, el mal de ojos y cuanta cosa anda dando vueltas por ahí.
--¿Y la Covid no la cura? Si la cura avisemé que le hago un reportaje. Con esa nota hacemos roncha seguro --lo chuzeo a Osvaldo.
--No sea farabute, jefe. La cuestión es que con Olga lo fuimos a ver. El pibe tiene un negocito en Laferrere donde además hace tatuajes, es un artista el chico. Me revisó y no dudó un segundo.
“No se preocupe Osvaldo, mi abuela me enseñó a curar la Culebrilla”, me dijo muy seguro.
Yo ya estaba jugado porque me había tomado los “retrovirales” y estaba peor que antes, así que me entregué mansito. Me acostó en la camilla donde hace los tatuajes, me saqué la camisa mientras él abría un frasco de tinta china, y empezó a trabajar. Dos horas estuvo sobre mis riñones. Mientras me decía que la culebrilla con lo único que se cura es con la tinta china, como la Olga y yo ya sabíamos desde gurrumines.
--¿Y lo curó? --interrumpo ansioso.
--Todavía no. ¿No vio que camino mal, o se cree que me hago el chancho rengo? Pero le tengo fe al pibe. Además, no me pasó la tinta china así nomás. Al curandero le salió el artista que lleva adentro y aprovechó para dibujarme un laberinto usando el mapa de mi erupción. A Olga le encantó el dibujo pero a mí no tanto. Mire.
El mozo se corre la camisa y me muestra la obra de arte.
--¡Pero Osvaldo querido, el genio ese le dibujó un código QR en los riñones!
--Exacto, el dibujo es igualito al QR ese. Ahora espero que al menos me cure la culebrilla. Si no, para lo único que me va a servir es para sacarle fotos con el celu y ver si aparece el menú del bar en mis riñones --dice Osvaldo--. En fin, jefe, esto ya me tiene patilludo, estoy mírame y no me toques --dice Osvaldo mientras se va cachuzo a atender otra mesa.